Manuel Valero.- La redención es un acto de justicia divina… y humana. Siempre se redime lo que es merecedor de tal gracia. En este caso, obviando la connotación religiosa, ha sido Eduardo Egido quien ha ejercido de benefactor-redentor- de unos cuantos relatos cautivos en algún cajón de su escritorio. De alguna manera ha sido también libertador de sí mismo en su calidad y cualidad de escritor al tomar la decisión de abrir las puertas del olvido, rescatar los relatos de su largo cautiverio y colocarlos donde debe estar todo lo escrito con vocación y oficio: en las manos del lector. Es por eso que el último trabajo literario de Egido, a quien tengo como colega de letras por mérito propio, quiero decir suyo, y del que me plazco con su lectura, le ha puesto un título a la altura del contenido: 16 relatos redimidos. Libertos han quedado, pues, de lo que parecía un destino absurdo e injusto en idéntica proporción. Tan es así, él lo sabe como autor, que una vez que se deja libre lo escrito al albur de la opinión del lector, ya queda desamarrado de uno, ya no le pertenece, aunque quede sellada de algún modo la condición inefable de la autoría que es el regalo moral de todo libro que pasa de la pantalla del ordenador, o del bloc (Egido escribe los originales a mano) a los estantes de las librerías.
Eduardo Egido ofrece en sus relatos, el primero condenado desde 1998, una ensalada emocional a veces en bruto, que aliña con su propia experiencia. Rescatadas de la memoria, las vivencias de cualquier autor quedan impregnadas, implícita o explícitamente entre líneas rezumando la dulce experiencia de lo vivido. La nostalgia es el cuño que aparece impreso en el salvoconducto de nuestro paso por la vida. Vladimir Nabokov, el autor de la magistral Lolita -hoy políticamente incorrectísima, o sea mejor todavía en su genialidad- dijo que uno siempre se siente como en casa en su memoria y otro autor incorrectísimo, Oscar Wilde, que ha veces se siente nostalgia tanto por lo vivido como por lo no vivido. En suma, todo autor, se deja en cada párrafo un pedazo de sí mismo, lo cual no es signo de impostura, sino de autenticidad.
Egido arranca con un bello relato escrito, como digo, en el ya lejano 1998 sobre una mujer acosada que despierta la curiosidad y una sutil atracción del adolescente encargado del hotel que esperaba de ella, en su partida, un giro de cabeza y un atisbo sonrisa, por la atención prestada en el literario ambiente de se tipo de establecimientos. Como las estaciones de ferrocarril cercanas. Todo cuanto relata, el divertido entretenimiento de los niños con viejos cuentos descatalogados, las antiguas costumbres familiares, los imprevistos, el declive, las decisiones que marcan el destino, el agradecimiento, un caso a lo Plinio… son pedazos de memoria o pura ficción como la sorprendente plataforma ciudadana de siete personas para conseguir del Ayuntamiento jarrillos de agua agria para zurdos.
El propio autor matiza en la introducción del libro la dosis de memoria y ficción de cada relato. Y tiene la facultad por su meticuloso estilo que auna sencillez y hondura de darle un preciso toque de pincel a las situaciones, a los detalles, al árbol que se contempla desde el despacho de un abogado, el ambiente del camposanto, y por supuesto, a los personajes, lo cual hace de su lectura una delectable sensación. A uno de ellos le debe el autor haber estudiado bachillerato.
Pero hay algo que me atrae especialmente de Egido. Es la delicadeza con que trata en cierto modo a los perdedores, a los vencidos por las circunstancias o por el tiempo, que remata con un escrupulosa dignidad. Tanto el artista del alambre-uno de mis favoritos- como el policía sabueso que descubre que el misterio de la casa almagre (un determinado color rojo) no era una secta diabólica sino un simple ensayo teatral por lo que tendrá que dar cuentas al juez, como el pocopollo engañado y estafado o el futbolista otrora estelar convertido en carne de banquillo.
Hay relatos que uno padece, no en su lectura, sino por pasajes que supongo le sirven al autor como terapia y que uno lee en ese registro porque los conoce.
Egido es además de un buen escritor con oficio, un buen hombre, y esa bonhomía, la vierte también en los personajes de sus relatos aunque tampoco ahorran al lector algunas chispas de humor. Si la Literatura consiste en provocar en el lector la recreación a su manera de las cosas que le ofrece el autor, ternura, compasión, melancolía, agradecimiento, la memoria de la niñez, el tiempo que fluye sin detenerse, intriga y… eso se consigue, quiere decir que el autor ha cumplido con creces su cometido. Le agradezco también a Eduardo que haya dedicado un cuento a la televisión infame de la basura, aplaudida incompresiblemente por personajes supuestamente contrarios a ella, como los recuerdos comunes de los amigos de calle y de colegio, delicioso relato, las escenas en el patio de las escuela y el modo en que se escogían los titulares del desáfio: Monta y cabe.
En definitiva, los 16 relatos redimidos son hoy tan libres como 16 gorriones, lo cual es de agradecerle al autor ya que en caso contrario, Eduardo Egido, ya escritor prolijo, hubiera merecido el penoso título de encarcelador y carcelero de su propio trabajo. Libertos los cuentos, liberto un poco quien les dio forma para los leamos y decidió sabiamente airearlos como Dios manda.
16 relatos redimidos
Autor: Eduardo Egido
Editorial: Ediciones Puertollano
Tapa blanda
270 páginas