Como era de esperar, cuando mi abuelo y yo regresamos, mis padres estaban risueños, tranquilos, relajados, aunque parecía como si hubiese gato encerrado en aquellas miradas que no mostraban todo lo que hubo sucedido en nuestra ausencia. Sin embargo, ¿cómo lo podría averiguar si siempre andaban en guardia respecto a mí desde el día en que se enteraron de que había escuchado sus discusiones por sus antiguas relaciones fuera de su matrimonio? Poco podía hacer al respecto en aquel entonces, por lo que me mantuve alerta, sin dar muestras de que estuviera preocupado, aunque mi capacidad de disimulo no fuera tan convincente como la que mostraban ellos.
Nada de lo que pudiera pensar llegaría a alcanzar lo que en aquellas horas había sucedido, tal como me enteré más tarde.
Ufanos mi abuelo y yo íbamos a una nueva escapada mientras mis padres permanecían en casa. Algo remolones parecieron estar pues hacían como si limpiasen con demasiado interés los escasos cubiertos usados en el desayuno. Aquello ya me había dado mala espina, pero seguía sin conocer detalle.
La soledad de la vivienda los condujo a poner las cartas boca arriba. Había ciertas cuestiones que no estaban del todo resueltas. Las sombras del pasado planeaban como si de una gran amenaza se tratara. La desconfianza entre ambos se había hecho palpable, aunque a nosotros nada nos quisieron decir. Sin embargo, aquello ya pareció un hecho: la relación de mis padres había entrado en una crisis muy seria, pero como tenía espectadores que podrían salir damnificados (mi abuelo y yo en esencia), a pesar de que trataban de mantener con disimulo que su matrimonio iba a las mil maravillas, aunque estuviese lejos de ser así.
Nosotros, mientras tanto, habíamos dirigido nuestros pasos hacia la ronda, acercándonos poco a poco a la Puerta de Santa María, desconocedores de lo que allí se estaba cociendo.
̶ ¡Sabes que no podemos seguir así, José! ¡Estos reproches tienen que acabar si queremos continuar juntos!
̶ De verdad que estoy de acuerdo contigo, Adeli, pero hay cosas que son superiores a mis fuerzas. Cuando recuerdo la visita del Torreón no se me escapa que luego nuestro hijo escuchó, no sé exactamente qué, pero lo hizo y nosotros éramos la causa y nuestros líos fuera de esta casa eran la principal cuestión. ¿Qué habrá escuchado entonces? Eso es lo que más me reconcome.
̶ Tienes toda la razón, aunque hemos de ponerle freno, pues sino la decisión es más dura de lo que creíamos.
̶ Eso también pienso yo. Blas y tu padre están al tanto de lo que está pasando, y no quiero pensar si nos separamos qué consecuencias provocaría esa decisión.
̶ Yo tampoco, pero no quiero ni planteármelo, aunque debamos seguir haciendo de tripas corazón. Debemos ser justos con nosotros mismos pues las cosas no van bien, pero ¿crees que hasta llegar al extremo de separarnos? Por mí, no.
̶ A mí, tampoco. Creo que era necesario hablar hoy de ello, pues apenas quedarán unos minutos para que lleguen los dos. Quizá deberíamos preparar la cena o esperarles y pedir algo como una pizza. ¿Qué opinas?
̶ Esperamos a que lleguen y la pedimos en cuanto entren por la puerta.
De pronto sonó el portero automático de la vivienda. Ambos se miraron con cierta complicidad. La discusión ya había terminado, al menos por el momento.
Transcurrieron varios días en los que el verano hizo de las suyas. Apenas se podía salir a la calle en las horas centrales del día a riesgo de quedar totalmente deshidratado.
Mientras mi abuelo solía volver a sus rutinas, dando un breve paseo madrugador para evitar las altas temperaturas que vendrían horas después, mis padres continuaban con sus rutinas laborales, cada uno por su lado.
En aquella tesitura me encontraba, sin nadie con el que pasar las mañanas, tras realizar las tareas que mi madre me había dejado claro que debía llevar a cabo para no perder el ritmo de estudio, tras casi dos meses desconectado de la rutina académica, además de algún recado para la casa. A ello se uniría que, como ella mismo me indicó, me iba a incorporar a nueva etapa accediendo a la secundaria y sería una etapa de muchos cambios a los que tendría que ir adaptándome. Sin embargo, aún consideraba suficiente tiempo aquellos dos meses ya que todo aquello parecía demasiado lejano como para pensar en ello con tanta premura.
Por ello, cuando habitualmente finalizaba las tareas del día, siendo prudente a la hora de llevar algo de líquido para refrescarme, solía salir de casa en busca de alguno de mis compañeros de clase. Todos parecían haber desaparecido como si la tierra se los hubiera tragado, al menos los chicos, pues cerca de casa vivía una muchacha a la que durante el curso apenas le había prestado demasiada atención y que se había cruzado varias veces en la calle sin saber apenas nada de su vida siempre saludándome con una sonrisa:
̶ ¡Buenos días, Blas!
Así sucedería durante más de una semana, todo aquel tiempo en el que mis padres estaban enfrascados en sus rutinas y sus propios conflictos personales y mi abuelo trataba de adaptarse a la vida de un anciano al que cada día le iban fallando más las fuerzas y necesitaba algo de descanso.
Un día de aquellos ya no pude dejarlo correr más y, ante la llegada de aquella muchacha, me quedé parado, esperándola. Venía sola, con las manos ocupadas con algunos libros, además de la mochila que me recordaba al curso que recientemente habíamos finalizado, algo muy distinto de lo que yo mismo pensaba pues cuando salía a la calle estaba deseoso de desembarazarme de todos ellos. Cuando se dio cuenta de que me había percatado de ella, dio en ese momento un traspié y cayó de bruces con todo lo que llevaba encima.
No hizo falta decir más. Me acerqué presuroso a socorrerla y, tras ayudarla a incorporarse, le pregunté:
̶ ¿Te has hecho daño? ¿Te encuentras bien?
̶ ¡Menudo botarate estás hecho, Blas! ¿Cómo no me va a doler nada? ¡Ay, ay, cómo duele! ̶ respondió y seguidamente se quejó al intentar apoyar el pie para levantarse. ̶ Creo que me hice daño en el tobillo. No puedo andar bien sin que me duela. ̶ prosiguió en su queja.
̶ Creo que vives cerca, si no recuerdo mal. ¿Te ayudo a llegar a casa? ̶ respondió Blas solícito, aunque también ufano al saberse conocido por aquella muchacha.
̶ ¡Gracias! Pero primero me gustaría saber si sabes mi nombre para que nos tuteemos ahora.
̶ La verdad es que…
̶ Me lo imaginaba. ¿Dónde tuviste metida la cabeza todo el curso si me sentaba justo detrás de ti? Al menos desde que llegué después de Navidad, pues antes no estaba en tu colegio.
̶ Perdón, pero…
̶ Soy Teresa o Maite si lo prefieres, pues así me llaman en mi familia. Acepto tu ayuda, ya que mi madre seguro que se encontrará allí. Aunque antes necesitaría recuperar todo lo que hay por el suelo y no creo que pueda hacerlo sola.
̶ No te preocupes, ¡quédate ahí! Te lo recojo encantado.
̶ Está bien. Te espero aquí en el banco. Luego me tendrás que ayudar a llegar hasta cerca de la plaza.
̶ ¿Vivimos tan cerca uno de otro? No lo recordaba así. ¡Estás a un tiro de piedra del cole casi sin despeinarte! ̶ respondió con un tono de disculpa.
̶ ¡Así es, aunque para mí demasiado cerca! Este muchachito… Anda y acaba de recoger que mi madre ya me estará esperando. ̶ respondió risueña la jovencita.
Dicho y hecho, acabé recogiendo todo aquello que había visto que transportaba la muchacha – ¡perdón, Maite!, pues seguramente no se me vuelva a olvidar el nombre – y la acompañé hasta su casa.
Apenas había cinco minutos de trayecto entre nuestras viviendas y no había coincidido con ella en todo el curso, a menos que yo recordara. ¿Cómo era aquello posible? ¿Acaso tenía otro domicilio antes de vivir allí o no me estaba diciendo toda la verdad? Todas aquellas dudas se despejarían en el momento en que llegamos hasta su casa. Su madre nos recibió algo alarmada al ver la facha de su hija. Era una mujer menuda, algo parecida a mi madre, aunque denotaba tener más edad. Apenas pretendí estar unos minutos pues era la primera vez que entraba en aquella casa de una compañera de clase que seguía siendo una desconocida.
Tras permanecer unos minutos de charla con ellas, más incluso de lo que inicialmente creí que iba a estar, recibí como recompensa un dulce que había elaborado la señora de la casa e inicié mi despedida, fijándome bien en cómo aquella joven quedaba postrada con el pie en alto y un vendaje muy bien apretado en el tobillo.
̶ ¡Muchas gracias, señora! No tenía por qué. Huele muy rico y seguro que mejor sabrá.
̶ A ti muchacho, por ayudar a mi niña. Y que sepas que me llamo Carmen, como la plaza. Aquí residían mis padres hace tiempo y cuando se quedó vacía no habíamos logrado que fuera ocupada por ningún inquilino. Mi trabajo me envió de regreso a mi ciudad y por ello estamos aquí. Da recuerdos a tu abuelo Juan José y a tu madre, Adela, que hace mucho tiempo que no los veo.
Más tarde me enteraría de que aquella mujer trabajaba como enfermera. Maite era algo más alta que yo, según me había percatado cuando la ayudaba en su regreso, aunque había permanecido ignorante de su existencia durante los meses precedentes.
Cuando alcanzaba la puerta, tras despedirme de la madre que se hallaba algo liada en la cocina, recibí una mirada de Maite que nunca olvidaría y una dulce despedida:
̶ ¡Muchas gracias por tu ayuda, Blas!
Regresé entonces a mi casa. Mi madre ya estaba de vuelta. Mi abuelo se encontraba en la salita leyendo un periódico. Aún faltaba mi padre por llegar, aunque tras haber dado cuenta por el camino de aquella golosina que recibí, apenas tenía ni hambre ni prisa por comer lo que mi madre tan afanosamente estaba preparando. Sin embargo, en ese momento vi clavarse en mí sus ojos y me preguntó:
̶ ¿Dónde te has metido durante toda la mañana? ¿Trajiste las dos barras de pan que te encargué pues no veo que lleves nada en las manos?
̶ ¡Ups! ¡Se me olvidaron, mamá! Es que…
̶ ¡Mejor te guardas las excusas para otro día, muchachote! Avisa al abuelo que en cuanto llegue papá a casa nos ponemos a comer. Esta tarde tengo que salir temprano a un encargo de última hora y me han cambiado los planes. Ya me haré cargo de tu olvido. En la comida te tocará comerte el pan que quedó anoche para que no lo olvides la próxima vez. Así que ya estás tardando en limpiarte esas manos, asearte bien y limpiarte esa cara llena de no sé qué galguería, pues a saber por dónde habrás andado. ̶ respondió sin dar derecho a réplica Adela.
Mientras estaba en el aseo, se oyó la puerta de la entrada cerrarse. ¡Mi padre había llegado! Ya estábamos todos y podríamos dar cuenta de la nueva creación de mi madre, cada vez más afanada en mejorarnos la dieta, haciéndonos aquellas recetas que veía en el televisor cuando no se había marchado a limpiar a alguna casa o de alguna consulta que hacía en el ordenador. Aunque a veces éramos sus cobayas y lo que para ella suponía una enorme experiencia para nosotros ̶ los tres varones de la casa ̶ era como un atentado contra nuestro estómago. Sin embargo, a ninguno se nos ocurría levantar la voz ni manifestar nuestra opinión negativa sino más bien todo lo contrario cuando ella preguntaba:
̶ ¿Cómo me ha salido hoy la paella? ¿O el estofado de ternera de ayer?
̶ Bien, bien. Está muy rica. Y ayer casi me chupo los dedos ̶ decía el padre, al que acompañaron el abuelo y el nieto, a pesar de que se hubiese pasado con la sal o que el caldo fuera demasiado graso.
Aquella comida transcurrió sin más sobresalto. Por la tarde, una vez finalizada la siesta, las conversaciones se volvieron de lo más anodinas. Apenas prestaba interés a lo que se decía, a pesar de que nos encontrábamos todos en casa, algo poco habitual a media tarde. Media hora después de las seis mi madre se marcharía al encargo que tenía pendiente. La conversación se tornó aún más silenciosa, pues mi padre estaba en la cocina arreglando el fregadero que parecía estar algo atascado y, por encargo de mi madre, había requerido de sus destrezas para que lo reparase lo más pronto posible. «Lo intentaré», fue su respuesta hacia ella, lo que convirtió en un compromiso ineludible que le ocupó todo aquel tiempo en el que en otras ocasiones habría estado realizando alguna chapuza.
Mientras tanto, mi abuelo y yo permanecíamos en la salita, ambos absortos en nuestras propias preocupaciones. Las del abuelo, aparte de los consabidos achaques de su edad, los míos estaban lejos de cualquier visita que el anciano me pudiera proponer en esos momentos, a unos centenares de metros para ser más exactos y sólo tenía un nombre: Maite. Fue en ese preciso instante cuando se me ocurrió, dado que aún mi abuelo estaba con su cabeza en otras cosas, tomar la iniciativa a la hora de elegir el lugar de nuestras escapadas. ¿Por qué no lo elegía esta vez? En aquella plaza del Carmen, cuyo nombre también pertenecía a la madre de la muchacha, dado que estaba cerca la celebración de las fiestas del barrio, había un lugar emblemático del que aún mi abuelo no me había hablado. No sé si por descuido o porque aún no era el momento. ¡Habría que averiguarlo! Era un convento que se hallaba justo enfrente de una casa que había visitado hacía poco tiempo: la casa donde vivía Maite. Seguro que mi abuelo tendría muchas cosas que decirme al respecto, incluida la relación que habían mantenido con aquella familia al habérmelo recordado la señora Carmen, y, ya de paso, podría ver si en algún momento ella se acercaba a la ventana a tomar el fresco. Era la elección perfecta, pero ¿mi abuelo estaría de acuerdo con ella? Para tal cuestión debería demostrar algún interés como que se celebraba la fiesta o alguna cosa más que no levantase sospechas. Ese sería el procedimiento que seguir, aunque ahora había que elegir la ocasión idónea para planteársela.
El verano comenzó a pintar bien para mí pues los acontecimientos habían dado un giro que ni tan siquiera esperaba y rompía así la aburrida rutina de la que se había adueñado mi vida en los primeros días de vacaciones. Mi encuentro con Maite – nombre que hacía honor al sentimiento que ella me despertaba aunque sólo fuese un apelativo cariñoso del nombre con el que fuera bautizada, María Teresa – fue lo más importante y, como si mi abuelo hubiese adivinado mis pensamientos tras proponerle que me hablase del convento del Carmen, no puso ningún reparo al respecto. Apenas quedaban un par de días para que el barrio estuviese en fiestas. La puerta de la iglesia que daba a la plaza del Carmen se abriría y allí estaría acompañando a mi abuelo. Quizá también podría ver a lo lejos la ventana donde se encontraba la habitación de ella. Sin embargo, para no abusar de la salud de mi abuelo, preferí que el eligiera el horario en el que podríamos ir allí, además de que me hablase de todo aquel edificio.
Llegaría entonces el día quince, la víspera de la festividad de la Virgen del Carmen, cuando mi abuelo comenzó a relatarme en qué consistía aquella celebración: la apertura de aquel templo se prolongaría durante varias horas para acoger el fervor que la Virgen despertaba en la población, siendo aquella jornada coronada con lo que se llamaba novenario hasta que llegaba la medianoche. Al día siguiente vendría la celebración de la festividad solemne en homenaje a la Virgen del Carmen, celebrándose diversas eucaristías, además de ser expuestos el Santísimo, se rece el Santo Rosario o se celebra una última eucaristía.
La imagen quedaría arropada en el baldaquino que había hecho alguna hermandad – no recuerdo cual, aunque sé que mi abuelo la mencionó –. Aquella efigie se veía acompañada por motivos alegóricos de la Orden del Carmelo y otros arreglos florales como claveles, lilium o gladiolos. Sin embargo, todo aquel ritual vendría a ser acompañado por una procesión, la cual en los últimos años había sido cancelada por motivos de la pandemia que tuvimos que soportar y que limitaba en gran medida las actividades muy grupales.
Tras conocer aquel espacio, procedimos mi abuelo y yo a abandonar el interior para conocer el edificio por su parte externa y así iniciar la cháchara con la que habitualmente me relataba la historia del monumento en cuestión. Sin embargo, escuché de pronto una voz familiar:
̶ Buenos días, Blas. ¿Cómo te encuentras? Hace tiempo que no sabemos de ti, pues mi hija no para de preguntarme donde andarás que no la visitas. ̶– señaló la madre de Maite, estando Juan José contemplando una vez más esa imagen y no percatándose de con quien hablaba su nieto.
̶ Hooola, señora Carmen. ¡Buenos días, igualmente! Aún no sabía cómo estaría ella y no sabía si iba a molestar. Estábamos viendo… ̶ respondí el muchacho timorato, siendo descubierto por no haber informado de su encuentro en casa, y en ese momento interrumpido.
̶ Blas, ¿quién es esta buena señora que tan bien conoces y que interesa por tí? Su rostro me resulta familiar, aunque no sé aún de qué. ̶ intervino el anciano.
̶ ¿De verdad que no se acuerda de mí, señor Juan José? ¡Haga memoria, pues vivo cerca de aquí!
̶ ¡No puede ser! ¡Dios Bendito! ¿Carmen? ¿Carmencita? ¿La hija de mi amigo Estanis?
̶ ¡La misma! ¡Ya veo que me recuerda! ¡Qué casualidad verle por aquí! El otro día le di recuerdos a Blas para usted y Adelita… ̶̶ comentó Carmen.
̶ ¡Esta juventud no sabe dónde tiene la cabeza con tanto aparato que no presta atención a lo que debe! ¡Por cierto, por si no nos vemos, te felicito por adelantado! ¿Qué es de tu vida? Por lo que oí, tienes una hija, pero poco más sé. ̶ refirió el anciano, mirando de soslayo al chico.
̶ La vida, que nos ha traído de regreso a esta ciudad. Ya sabrá usted lo de mis padres, aunque supongo que también tuvo lo suyo pues me enteré de que había perdido también a su esposa. En aquella época no pudimos asistir a su entierro, ¡cuántos recuerdos tengo de ella pues era una gran mujer con un enorme corazón! Pero, como le decía, hemos regresado y ocupamos la casa de mis padres mi hija y yo…
̶ ¿Estáis las dos solas? ¿Y tu marido dónde se encuentra?
̶ ¡Ay, don Juan José! Mejor no profundizar en ese tema, pues ese es uno de los principales motivos de nuestro regreso. Cuando menos lo esperaba, por el que pregunta se largó con otra y nos dejó en la estacada. Aún no he vuelto a saber nada más de él desde entonces.
̶ ¿Cómo es eso posible? ¿Desde cuándo? ¡Con lo formal que era cuando era un chaval!
̶ Hace casi un año de aquello ¡Dejémoslo así! Es un tema del que no me gusta hablar demasiado, y menos cuando hay jóvenes por medio. Ya me entiende. Nosotras vinimos aprovechando las vacaciones de Navidad para que el traslado no me obligase a coger días sin poder tener opciones, aunque previamente ya había consultado al Hospital si quedaba alguna vacante a la que me pudiera incorporar y para mi hija en algún colegio de Ciudad Real. Hubo suerte en ambos sentidos, ya que ella estudia cerca y curiosamente con su nieto como ya nos dijo Blas.
̶ Comprendo. Punto en boca. ¿Y en qué trabajas entonces pues no todo cae del cielo?
̶ En eso tuve suerte. Pude pedir seguir ejerciendo de enfermera cuando aprobaron el traslado, aunque ahora mismo sea de forma temporal. En cuanto a cómo nos manejamos, cuando estoy de turno, como mi hija ya se puede valer por sí misma, puedo confiar en ella y dejarla sola en casa sin problema. Ha madurado demasiado deprisa para su edad, por lo que ya le conté e incluso se hace cargo de algunas cosillas de la casa o de las compras si la necesito, sin ningún reparo.
̶ Espero que estéis bien ambas entonces, pues ya veo que no necesito presentarte a mi nieto, que por cierto ¿dónde se ha metido?
Mientras continuaban la conversación mi abuelo y la madre de Maite, seguía a lo mío, intentando atisbar desde la plaza si por los templados cristales de su ventana asomaba el reflejo de aquella imagen con su larga cabellera que permanecía en mi recuerdo desde su caída. ¿Cómo había podido perder tantos meses y no conocerla? ¿Acaso alguien más se había fijado en ella o ella misma en algún otro? ¿Qué pensaría de mí desde aquel fortuito encuentro?
– Allí lo tenemos en la puerta, don Juan José, aunque lo veo que no está mirando a la iglesia. ¿Qué es lo que busca entonces?
– Mujer, ¡qué va a ser! ¿Acaso vuestra casa no está ahí enfrente? ¿Qué crees que podrá estar mirando?
– ¡Cuánto sabe usted! No había caído en la cuenta de que estos dos se llevasen tan bien. Incluso diría que apenas habían hablado hasta el otro día.
– Sobre esas cuestiones y en esas edades apenas hace falta decir nada, pues aún desconocen lo que están sintiendo. Muchas veces lo que suele ocurrir es que no entienden lo que por dentro se le está despertando. Al menos eso mismo me ocurría a su edad.
– Quizá tenga usted razón. De todas formas, la invitación a casa la mantengo, aunque no sé qué día podremos quedar pues mañana precisamente no estaré por aquí sino en el hospital.
– Vayamos entonces con el muchacho que de tanto fijar la vista pareciera que se iba a quedar bizco.
Anciano y mujer cruzaron el umbral de la puerta de la iglesia del Carmen. Cercano a donde se situaba la estatua en homenaje a la Virgen se encontraba el muchacho y hasta él llegaron. Junto a un par de metros se hallaba un paso de peatones por el que Carmen cruzó para dirigirse a su casa y girándose se despidió de ellos:
– Hasta pronto don Juan José. Hasta luego Blas.
Continuó entonces la visita de mi abuelo y yo. Para ello buscamos un lugar donde evitar el sofocante calor que comenzaba a hacer mella en nosotros. Sin embargo, la mirada de Juan José parecía esconder algo más, que ya me esperaba desde que vimos a la señora Carmen:
– ¿Cómo no me dijiste nada el otro día sobre Carmen y su hija, Blas?
– Abuelo, se me olvidó.
– Ay, tunante. Ambos sabemos que no es así. Espero que tus desvelos sean fundados pues si la chiquilla salió a la madre de jovencita era una monería. Supongo que por eso estabas tan nervioso cuando te encontraste con Carmencita.
– Abuelo, no se te escapa ni una. Aunque, por cierto, ¿del convento del Carmen cuándo me vas a hablar?
– Buen quite, muchacho, y muy oportuno. Con la visita a la iglesia y la charla con Carmen se me olvidó por completo.
Así comenzó entonces la perorata de mi abuelo acerca del origen que había tenido este convento.
A finales del siglo XVI había surgido la idea de este convento cuyo título por entonces era el de San Antonio Abad y Santa Isabel, como había sido expresado por los patronos que decidieron acometer su obra, don Antonio Galiana y Bermúdez y doña Isabel Treviño. Dicho lugar era ocupado por entonces por el hospitalillo de San Andrés donde los párrocos de Santa María y Santiago residían. Por ello, para su adquisición tuvieron que pedir permiso al concejo. Ese espacio, tras ser demolido, correspondería a lo que hoy sería el convento y la iglesia de Monasterio de las Religiosas Carmelitas Descalzas de San Antonio Abad, que inicialmente iba a ser de las Monjas de Montesa por ser don Antonio Caballero del hábito de dicha Orden Militar, aunque las mismas no lo ocuparían por no considerar la cantidad de los caudales asignados por el fundador lo suficientemente adecuada al esplendor del que hacía gala dicha Orden. Entonces sería ocupada por las hijas de Santa Teresa que venían lideradas desde el convento de Toledo por la Priora M. María de Jesús. Serían conocidas como las monjas del Carmelo.
– …Para garantizar que a la muerte de los patronos se pudiese fundar un convento de religiosos descalzos del Carmen si su sobrina fallecía sin descendencia, don Antonio Galiana fundaría un mayorazgo para ella. Dicha cláusula se llevaría a efecto a la muerte de ella. Por ello, el responsable de que en esta ciudad hubiese de dos conventos de carmelitas, uno de religiosos como fruto del mayorazgo que había otorgado a su sobrina, y otro de monjas al haber adquirido la casa- hospitalillo que te mencioné.
– Pero, abuelo, yendo más al grano… ¿Me puedes hablar de lo que se ve aquí por fuera tanto en la plaza del Carmen como en la calle del mismo nombre?
– Hijo, cómo no. Empecemos por la puerta y la iglesia por ejemplo.
» De este templo he de decirte que, siguiendo los preceptos originales en el Concilio de Trento y para lo cual se utilizó como modelo Il Gesù de Roma, de Vignola, se construyó en 1619, aunque algunos piensan que podría ser de otra fecha, y además luego se siguió construyendo parte del convento extramuros de la ciudad. Inicialmente había sido capilla del Monasterio de las Carmelitas Descalzas de Ciudad Real para más tarde ser la iglesia en honor a Santa Teresa.
» Los muros que viste en su interior, antes de despistarse con Carmencita o más bien su hija, tenían su base de mampostería y el resto de tapial. Por dentro sólo hay una nave en forma de cruz latina e incluso la bóveda de medio cañón que aparece cerrada con una cúpula semiesférica es muy vistosa. ¡Y te preguntarás por qué!
– ¿Por qué abuelo?
– Te he de decir que, para soportar esa cúpula, si te has fijado bien antes, había como una especie de triángulos redondeados que soportan esa cúpula. Eso se conoce como pechina y sirve para que dicha cúpula redonda pueda estar soportado sobre un marco cuadrado. De ahí que sean cuatro, las cuales han sido aprovechadas para incluir varias pinturas en homenaje a diversos santos carmelitas. No te habrás fijado bien, pero uno era Santa Teresa, otro San Alberto y los restantes Santa Eufrasia y San Angelo.
– Pero seguramente esta iglesia, como ya me habías contado con estos edificios no siempre había sido así. La guerra civil, la desamortización, los terremotos y esas cosas que siempre me cuentas. ¿O no ha cambiado en toda su historia?
– Así es, Blas. Veo que prestas atención a lo que te voy diciendo. Respecto a lo más reciente, la guerra civil, he de decirte que había varios retablos tanto en el altar mayor como a ambos lados del altar. Del primero, como viste, no quedó nada al ser destruido y cubierto por mármol y una hornacina en la que se aloja la Virgen del Carmen. De los otros retablos he de indicarte que muestran a santos carmelitas como San José o el Niño de Praga.
– ¿Y los cuadros que se veían al otro lado? No me fijé bien pues doña Carmen llegó en ese momento…
– Son de fechas más tardías, creo recordar del siglo XVIII, y representan a San Juan de la Cruz y al Apóstol Santiago en la Batalla del Clavijo.
– ¿Claviqué?
– ¡Ay, Blas! Según se cuenta, a mediados del siglo IX hubo un rey, Ramiro I de Asturias, que derrotó al musulmán Abderramán II en el lugar conocido como El Clavijo, en la actual Rioja, pues se negaba a pagar los tributos que los emires musulmanes exigían. La victoria de Ramiro, siempre en función de lo que dice la leyenda, vino por la intervención del apóstol Santiago, con el que había soñado albergando la esperanza de que Santiago estaría presente en la batalla para su ayuda. Ya sabemos que en la edad media había mucho miedo al musulmán, al demonio y esas cosas que la iglesia se encargaba de alimentar.
– Ya veo que me has contado un chascarrillo como hiciste el otro día en la Puerta de Santa María.
– Y alguno más que me dejo para el final de la visita, ¿no te parece?
– Ya decía yo que aún me tenías muy entretenido con el edificio.
– Por eso, debo continuar explicándote algunas cosas más. Ahora me centraré más en lo que era el monasterio, aunque antes finalizaré lo que respecta a su portada.
» Su tipología corresponde a un tipo de portada creada por un carmelita llamado Fray Alberto de la Madre de Dios en la iglesia de la Encarnación de Madrid. Los tres cuerpos que muestra su diseño vertical vienen a mostrar, en el primero una hornacina con la Virgen del Carmen con decoración a ambos lados, en el segundo una ventana que daría luz a la nave y en el tercero un frontón triangular con el que se cierra la fachada.
» Para centrarnos en el monasterio, he de decirte que se fijaron incluso el número de monjas que pertenecieran al linaje de don Antonio y doña Isabel, siete para ser más exactos, aunque las plazas de que disponía al comienzo eran hasta de veintiuna.
» Había otras cláusulas que debían cumplirse como la de sustentar a un estudiante o costear el matrimonio de una doncella casadera, e incluso debía sufragar el salario de un capellán, por decirte algunas cosas más. De todo aquello, don Antonio Galiana se había hecho cargo, pues las religiosas debían recibir anualmente un número determinado de fanegas de trigo y cebada y de arrobas de aceite y vino, para así afrontar todos aquellos gastos.
– Ese señor debía tener mucho dinero, ¿no abuelo?
– Así era en su momento, tanto don Antonio como doña Isabel disponían de unas rentas importantes para la época y se lo podían permitir. Pero continúo con el edificio en sí.
» Como ya habrás adivinado, el convento ha sufrido cambios a lo largo de su historia. En la guerra de la Independencia y en la guerra civil española incluso las monjas lo tuvieron que abandonar, pues fue destinado a otros usos, en esta última el convento serviría de cárcel y almacén. Poco antes de nacer tú se había realizado una de las últimas restauraciones.
» Pero, ¿Qué podría verse por dentro? Su estructura tiene dos plantas, de grandes dimensiones y buena fábrica. La más fiel a la época de la construcción es la planta baja, luego habría un patio central con arcadas de medio punto y estaría rodeado de cuatro claustros que se abrirían de las diversas dependencias en la que se estructura para acoger las labores que llevan a cabo las monjas, entre las que se encuentran la confección de Formas para la misa o la elaboración de bordados. Incluso hay un obrador de repostería monacal que mucha gente de la ciudad conoce y que incluso has comido en algún desayuno.
– ¿Cómo cuáles, abuelo?
– Turrón en Navidad o las torrijas de esta Semana Santa.
– ¡Y bien rico que estaba todo!
– Lo sé, por eso los compré. Pero continúo para ir finalizando.
Como te decía, además de la planta baja, estaría la planta de arriba o alta, con tres corredores descubiertos y un claustro con todas las celdas seguidas que dan a la huerta. Allí el Padre Lino de San José construiría hace poco más de un siglo una ermita dedicada a San José.
– ¿Y de los chascarrillos no me cuentas nada, abuelo?
– Ya veo que estás cansado. A mí también me pesa el cuerpo un poco y algo de hambre sí que tengo. Un par de detalles sobre ello te contaré, o mejor dicho, tres:
» Lo primero que te comento es que este convento llegó a poseer un molino de agua con el que se molía el grano en el río Guadiana cerca de Alarcos. Con este molino se obtuvieron rentas muy importantes en su momento.
» En segundo lugar estaría la leyenda de la madre Paula, que fue una religiosa carmelita que el día 7 de septiembre de 1803 quiso huir del convento bajando desde el campanario hasta la puerta de la iglesia que hay en la calle del Carmen. Huyó, aunque luego fue convencida para que regresara. Que fuera leyenda o verdad, sólo quienes la vieron lo supieron.
» Y, por último, algo de gran importancia a destacar fue que en la antigua plaza conocida como de las Carmelitas se instaló hace más de un siglo una de las primeras fuentes públicas que hubo en Ciudad Real. Ahora, como ves, tampoco está.
̶ ¡Ya veo, abuelo! Lo de la monja es lo que más me gustó, aunque con lo que me dijiste de los dulces que hacen, ¡me ha entrado un hambre!
̶ ¡Y a mí, hijo! ¡Vámonos pues pitando a casa que ni sé la hora que es y tu madre ya sabes cómo se pone!
MANUEL CABEZAS VELASCO
Se me ha hecho corto el relato.