Desde el origen de los tiempos, los niños se han utilizado por los adultos para tareas que son impropias de su edad o van en contra de la dignidad que merecen. En el Lazarillo de Tormes, su protagonista es un niño inocente que se queda solo cuando sus padres ingresan en prisión. Pero él sobrevivirá, convirtiéndose en un pícaro profesional en el entorno hostil y de miseria que, en pleno siglo XVI, le tocó vivir.
En la literatura española, siempre ha habido niños entrañables utilizados como personajes principales, para hacer llegar las reflexiones más espontáneas y sinceras que nos quieren transmitir sus autores. Benito Pérez Galdós los utilizó de forma magistral en varias de sus novelas. Así, Gabriel Araceli, —un niño pícaro gaditano—, fue el protagonista de la primera serie de los Episodios Nacionales, compuesta por diez novelas. Y en el Doctor Centeno, su personaje principal, Felipín Centeno, será el nuevo lazarillo del siglo XIX.
Pero a los niños también se los ha utilizado en algunas novelas, como objetos de deseo de personajes depravados y con muy pocos escrúpulos. Lolita, del escritor ruso, Vladímir Nabokob, es un ejemplo de los oscuros deseos de su protagonista: un profesor pedófilo y cuarentón, que seduce a su hijastra, una niña de apenas doce años de edad. Hoy, pese a que no ha estado exenta de polémica, es considerada como una obra maestra de la literatura universal, que parece estar inspirada en un hecho real.
Actualmente, la vida de muchos niños en determinadas regiones del mundo, sigue siendo inhumana, superando, con creces, la ficción literaria. En los últimos años, hemos conocido la explotación de niños como mano de obra barata, incluso esclava, en las minas de varios países de África. O la utilización de niños soldado en las guerras de numerosos países en conflicto. Y el de las niñas convertidas en esclavas sexuales, violadas como botín de guerra por los vencedores o forzadas a casarse con miembros de las tribus enemigas.
Pero el hecho más grave que puede ocurrirles a los niños es morir de forma violenta y, en España, desgraciadamente, tenemos una larga experiencia de ello. Se sabe que ETA cometía sus atentados de manera indiscriminada, lo que le llevó a asesinar a 22 niños, a dejar lisiados de por vida a muchos otros —amputados de uno o varios de sus miembros o con daños orgánicos irreversibles—. Y, algunos más, quedaron huérfanos, a muy temprana edad.
Pero la violencia con los menores también tiene otras manifestaciones inadmisibles. Como la que cometen los progenitores con sus hijos, causándoles la muerte. El pasado año 2022 hubo algunos casos que sensibilizaron a la opinión pública española y, especialmente, dos de ellos. El primero fue el del padre, que asesinó y sumergió en el mar a sus dos niñas en Tenerife. Y el segundo, el de la madre que, en Quintanar del Rey (Cuenca), acabó con la vida de sus dos hijas. En ambos casos, quienes cometieron estos execrables hechos, se suicidaron.
Hace unos días se ha conocido una noticia impactante. El día 17 de mayo fueron asesinados en Colombia, —por las FARC—, cuatro niños procedentes de la tribu Murui que habían sido reclutados a la fuerza por este grupo terrorista. Los niños, de entre 14 y 16 años, huyeron del campamento en el que los adiestraban para integrarlos en la guerrilla. Miembros de este grupo terrorista los localizó en la comunidad el Estrecho en Putumayo, perteneciente a su tribu y, delante de todos los miembros de su grupo, los ejecutaron.
El presidente de la República de Colombia, Gustavo Petro, perteneció al Movimiento 19 de abril, —más conocido como M-19—, que fue un grupo terrorista de guerrilla urbana que estuvo activo en su país hasta los años noventa. Después se convirtió en un movimiento político que hoy participa en la política colombiana con diversas marcas electorales. El señor Petro lo hace con el partido Colombia Humana y en coalición con la Unión Patriótica —partido fundado por las FARC y el Partido Comunista—, gobierna su país desde 2022.
Hace unos días, el presidente condenó estos hechos. Lo hizo tarde y tibiamente, por su deseo de llegar a un acuerdo con los responsables de estos asesinatos, —los disidentes de las FARC—, y para acallar las críticas de los opositores. La oposición ve la llamada Paz Total, —así la denomina el actual gobierno—, como un proceso en el que quedarían impunes las actividades delictivas de quienes no aceptaron el plan de paz vigente, en el que sí se exigían responsabilidades penales y civiles por los delitos cometidos, aunque se rebajaran sus penas.
Colombia es un país, —como otros en Iberoamérica—, en el que la vida de las personas vale muy poco. Sobre todo, si se vive en determinadas regiones o barriadas urbanas; si se pertenece a una determinada minoría étnica o marginal; si se es pobre; o se es niño. Y los asesinados en Putumayo cumplían todos estos requisitos.