Manuel Valero.- Unas imágenes del televisor muestran un enjambre de hombres eléctricamente activos que rebuscan en los escombros ayudados de su técnica, valor y de algún que otro perro amaestrado. Se meten en las tripas de un edificio destruido y así les llega el sonido ahogado de un lamento de vida avanzan hacia el calor humano como en una selva amazónica hasta que dan con el tesoro. Lo sacan, lo envuelven y todo el enjambre que esperaba en superficie aplaude. Hay un ir y venir continuo entre el vértigo y la ansiedad y una amalgama de rescatadores de diversos países como en un caleidoscopio de solidaridad. Es la especie humana.
No muy lejos de allí en términos globales algunas ciudades ucranianes padecen pequeños terremotos debido a las bombas, los equipos sanitarios especializados hacen lo propio. No en la misma proporción porque se trata de un terremoto racimo esparcido por la ciudad torturada. Es la especie humana.
Pero hay una diferencia. En Turquía y Siria ha sido por una causa natural, un estiramiento o una contractura muscular de las entrañas del planeta que nos soporta y contra lo que nada se puede hacer. Puede predecirse, pero la ciencia aún no ha avanzado lo suficiente como para asegurar a futuro el momento exacto del temblor mortal. En Ucrania es por causa diabólicamente artificial. Es el hombre, es un hombre, quien ordena que explote y sucumba una edificación. Allí los cimientos de la tierra están tranquilos sin aspavientos telúricos. Un ser humano y soldados bajo su única voluntad matan, destruyen, reducen a escombros lo que ayer fue una ciudad animada y sumida en la enorme vitalidad de los días cotidianos. En Turquía y Siria, olvidada por ser territorio hostil, otros seres de la misma especie no miran banderas, colores, credos y regímenes. Se abren paso hacia el calor de la carne viva para traer de nuevo al mundo a los enterrados. Es el mismo hombre, es el mismo animal. Tienen la morfología idéntica salvo algunas banales diferencias que dejan intacta la esencia humana…
Me pregunto si Putin mirará las imágenes de las zonas castigadas por el terremoto y sentirá algún mínimo espasmo de piedad o culpa al saberse hacedor a pequeña escala de lo que puede hacer la Pachamama a dimensiones cósmicas. Pero no. Mientras los ángeles guardianes de las ruinas ordenan silencio para escuchar la más mínima respiración, el hombre de hielo lanza sus bombas contra el enemigo para imitar la ira planetaria en pequeñas réplicas. Al final el aspecto es el mismo: ciudades desoladas, en estado apocalíptico, destruidas, con edificios carcomidos como si fueran la dentadura de un dinosaurio remoto, de un Godzila pútrido que ha sido exhumado por la repugnante voluntad de un solo hombre en virtud de la influencia global en un tenebroso mapa de operaciones geopolíticas.
La emoción embarga a quien mira a los salvavidas. Si es de nuestro país, como los voluntarios que han acudido o la Unidad Militar de Emergencias, el orgullo se despabila de manera natural. Son los nuestros y acaban de rescatar a un niño o dos… o tal vez más. Ojalá. Pero al mismo tiempo no puede evitar maldecir al Planeta, a la Naturaleza que lo rige y a sus leyes. La adorada Naturaleza y su bienestar que todos deseamos procurándole un buen medio ambiente o un buen ambiente entero que es también nuestro bienestar. Pero, ay, cuando Pachamama se enfada. Mata mucho, en un momento. Basta que se abran los cielos y vierta un océano de agua, o que se topen las placas como machos cabríos para que a su merced seamos simples insectos sin identidad y sin sentido. Entonces el hombre del otro lado del frío, el nuevo zar y la adorable Tierra se parecen en su pulsión criminal. No es lo mismo. Lo sé. La Tierra está viva desde que el Universo la parió. Es fría por fuera y hirviente por dentro. El hombre lunar no ha llegado ni llegará jamás a la última entraña del suelo que pisa. El hombre que ordena matar es su contrario: parece amable y caliente por fuera y es un témpano sin piedad por dentro.
Y así vamos cada día, sorteando la existencia absurda que cohabita con la existencia feliz y ordinaria.
De todo ello me quedo con la imagen de un soldado de la UME que envuelve a un niño en una tela dorada como un luminoso ser que acude de otra dimensión. ¿Qué puede parecer si no a quien es rescatado? Han muerto niños bajo la gigantesca escombrera de Islib (siria) y Gaziatep (Turquía), como han muerto en Mariupol o Járkov en Ucrania. Los ha matado la Naturaleza y el hombre malvado. A veces se parecen.