Más de diez años habían transcurrido desde que aquel venturoso abuelo tuviese en su regazo por primera vez a su deseado nieto.
Aquel muchachito, que parecía enjuto como su madre, había desarrollado un físico que le asemejaba más al padre.
Por aquel entonces Blasito estaba a punto de perder aquel diminutivo para ser llamado sencillamente por el nombre con el que fue bautizado. Eso siempre había sido un incordio en aquellos últimos años en los que estaba estudiando Primaria, pues en diversas ocasiones y ante la ausencia de los padres, se había encargado el abuelo de ir a recogerlo al colegio, oyéndose con aquella voz apagada y rasgada por los años desde la entrada principal:
– ¡Blasito, estoy aquí!
La reacción del muchacho no se hacía esperar y el sonrojo iba in crescendo al gozar de un público con el que se codeaba a diario y que muchas veces hacían cruel mofa de aquella más que cariñosa actitud del anciano.
De aquello el abuelo ya se había dado cuenta y, dada la cercanía del cumpleaños del muchacho, decidió dar un giro en su tratamiento, mostrándole parte del saber que había acumulado desde muy joven.
Aquel jueves la relación entre nieto y abuelo dio un cambio radical, sobre todo desde que a lo lejos escuchó una achacosa voz que a la par le resulta bastante familiar:
– ¡Blas! ¡Estoy aquí!
La reacción del muchacho no se hizo esperar, pues el bochorno habitual al que se había visto sometido durante los últimos años había desaparecido. <¡Estoy escuchando mi verdadero nombre por primera vez por boca de mi abuelo sin ningún tipo de diminutivos que le empequeñeciese!>, suspiraba para sí. ¿Qué había cambiado para que aquello ocurriese? ¿Acaso ya no le consideraba un niño como hasta ese mismo día? ¿Dónde estaban todos aquellos que le hacían burla en otro tiempo? Poco después aquella duda que le asaltaba sería despejada por aquel que, siempre que sus padres no podían hacerse cargo de él, estaba ahí para ocuparse de su nieto. Pero ese día ya no sería uno más en la relación entre ambos. Su querido abuelo le acompañaba para darle el mayor de los regalos…
– ¡Buenos días, abuelo! ¿Está usted bien?
– ¿Por qué lo preguntas, muchacho? –respondió aquel hombre ocultando el escaso asombro que le provocaban aquellas palabras.
– No, por nada. –manifestó entre titubeante y tímido Blasito.
– Entonces, creo que tenemos una visita pendiente, pues hay un lugar que conoces, pero quizá no tan bien como crees.
– ¡Usted está siempre con sus historias, abuelo! ¿Con qué me quiere sorprender hoy?
– ¡Hum!… Vamos a ver… ¿Qué te parece que vayamos a la plaza mayor y ahí te respondo a tu pregunta? –le dijo ufano el anciano.
–Lo que usted diga, abuelo.
En pocos minutos, ante ellos se erigían los soportales de aquella plaza que tantas veces había sido maltratada. Apenas quedaban restos de su pasado arquitectónico, aunque sí su estructura. Las funcionalidades del momento habían conducido a perder parte de su esencia. A modo de pinceladas de un cuadro, existían retazos que lo completaban sin mantener una unidad, edificios todos que giraban en torno a la plaza, que la conformaban, pero que entre sí apenas poseían cosas en común: el actual edificio municipal tenía en su otro extremo un atisbo de copia de aquel edificio que había surgido en la década de los setenta sustituyendo a otro que apenas había sobrevivido un siglo; los restos de una posada, la del Sol, aún permanecían, aunque ya tenían la compañía de diversos locales destinados principalmente a la hostelería; enfrente el dibujo que se mostraba apenas atisbaba un pasado que se remontase a siglos atrás sino más bien a apenas unas décadas; el suelo circundado por todos estos edificios cubría un aparcamiento que se encontraba subterráneo; y, por último frente al actual ayuntamiento, se hallaba la fuente presidida por el fundador de la ciudad, Alfonso X el Sabio, y detrás de él la conocida alcaicería, situándose en uno de sus extremos un edificio singular, cuya arcada en la parte inferior venía a ser coronada por una balconada en la superior. Allí se encontraba un edificio en el que se mostraba un reloj carillón, una puerta se abría y daba paso a tres autómatas que mostraban las figuras de Miguel de Cervantes, don Quijote y Sancho Panza, pero ¿qué más se podía contar de aquello?
Habían entrado anciano y jovencito por la calle de María Cristina, cerca de aquella arcada, y disimuladamente el vetusto hombre prolongó su paseo hasta alcanzar el centro de aquella ágora, pudiendo contemplar todos sus elementos de forma panorámica.
En ese momento, Blasito sintió curiosidad ante el gesto del anciano. ¿Qué pretendía en esos instantes? ¿Qué secreto le ocultaba? ¿Por qué había decidido llegar hasta allí y no elegir otro lugar? Esperó entonces a que su abuelo le mostrara todas sus cartas sin dar a entender la desorientación a la que había sido sometido.
– ¿No tienes nada que decir, pequeño?
– No sé por qué estamos aquí, abuelo, y en medio de una plaza donde el sol apenas calienta y con lo fea que es. Siento curiosidad por saber lo que me vas a contar esta vez.
– Entiendo. Veo que estás siendo prudente y que no imaginas por qué estamos hoy aquí. Si te doy una pista quizá puedas averiguarlo por ti mismo… Unas campanas suenan cuando se da la hora, ¿sabes ya de qué te hablo, jovencito?
– ¿Ahora me vas a hablar del reloj carillón, pues quedan cinco minutos para que den la una y vamos a ver lo que se ve en el balcón? ¡Eso lo vi muchas veces, abuelo, ya que tanto con mis padres como con los compañeros de clase nos acercamos en más de una ocasión! Siempre es lo mismo. ¡Vaya novedad!
– ¿De verdad que sólo has visto el reloj en esa casa que tiene un arco debajo? ¿Nunca te has preguntado qué más se ve allí?
– No mucho, abuelo. Nos contaron que había una habitación donde con un aparato ponen en funcionamiento las figuras que salen por el balcón a las horas en que sale el reloj. Y que se hizo cuando en Ciudad Real se celebró el aniversario de la fundación de la ciudad y de cuando se imprimió el Quijote, pero poco más sé de ello.
– ¡Ay, muchacho! ¡Qué lástima que se haya perdido tanta historia de esta ciudad! ¡Tienes razón en lo que cuentas! El edificio se abrió con motivo del 750 Aniversario de la fundación de la ciudad, conocida Villa-Real por aquel entonces, en tiempos del rey Alfonso X el Sabio, y además por conmemorarse la primera edición de la primera parte del Quijote en su IV Centenario. Todo eso es cierto, pero ¿acaso no sabías que aquí estuvo el antiguo ayuntamiento? ¿y de lo que hubo antes aquí tienes conocimiento de algo más? –respondió el anciano apesadumbrado ante el escaso saber de su nieto.
– Era lo que me dijeron. Creo que lo del ayuntamiento sí nos lo contaron, pero ya me acordaba. –contestó Blasito.
– Veo que entonces debo contarte una larga historia…
>En 1255 el Rey Sabio había fundado Villa-Real sobre lo que había sido una aldea conocida como Pozo de don Gil, pues así se llamaba el señor más importante de aquí.
>En aquella población decidió que debían llegar gentes de toda condición, les otorgó una Carta Puebla para su fundación, se usó el Fuero de Cuenca para sus normas, se otorgaron ciertas condiciones que favorecieron que vinieran de muchos lugares: cristianos, judíos y musulmanes. Así aquella villa fue poblándose de todos ellos, pero cada uno ocupó un barrio distinto…
>En cuanto se construyó la plaza, se trató de que tuviera la forma de las que se estilaban en Castilla, teniendo arcos y soportales. Algunos de aquellos arcos aparecían en las esquinas de acceso a la plaza, estando algunos de ellos situados donde ahora nos encontramos.
>Aquí, además, como plaza, había un mercado, o más bien dos. El cristiano en el centro, y donde ves la fuente de Alfonso X la zona conocida como Alcaicería donde los judíos vendían sus productos. Uno de sus edificios lo ocupaba una casa y tienda. ¡Precisamente la de esta esquina! Su dueño, allá por el siglo XV era un lencero llamado Alvar Díaz, que se había convertido al cristianismo, aunque sus creencias seguían siendo judías. ¿Me vas comprendiendo lo que te estoy explicando, Blas?
– Ahora sí que le entiendo, abuelo. De ello no sabía nada. ¡Cuánto sabe usted!
– ¡Ay, muchacho! Di mejor lo poco que queda por hablar ahora pues nadie se habrá molestado en contarlo. ¿Sigo o estás cansado de tanta cháchara del pesado de tu abuelo?
– No, ¡qué va! Podemos seguir con su relato, pero ya que tenemos cerca una heladería y sillas donde sentarnos. ¿Podría usted continuar, aunque nos tomemos algo mientras tanto? –miró con ojillos de pillo.
– Ahí has estado muy acertado, muchacho. Uno ya no puede estar tanto tiempo de pie y ya no sabía como decírtelo. ¿En esta de aquí al lado o prefieres ir a otra?
– Aquí está bien, pues siempre me gustaron sus helados y mis padres cuando han podido tener tiempo libre me han traído algunas veces. Además, está más cerca para ver esa casa de la que tantas cosas me está contando.
– Entonces, no se diga más. Pidamos un refrigerio y después continúo por donde lo dejé.
Poco tiempo tuvieron que esperar los recién llegados clientes de la heladería, pues el camarero se acercó gustoso y les preguntó:
– Don Juan José. Blasito. ¿Qué desean tomar?
– Para mí, una manzanilla, joven. Y una coca cola para el muchachote. –respondió el anciano, y asintió su nieto.
Casi media hora después, volverían a la carga, el mundo de los judíos retomaría aquella conversación. La imagen de la Inmaculada Concepción surgiría por boca de aquel hombre sabio. La historia de aquel primer ayuntamiento que aún se mantenía en pie sería contada hasta su punto final.
La reacción del muchacho no se hizo esperar ante tan gozoso día en compañía de su abuelo. Era un hombre que sabía tanto que nunca dejaba de sorprender a su nieto y aquella relación entre ambos se estrecharía al repetirse las quedadas en posteriores ocasiones.
Llegaron entonces a casa de los padres, pues ya era la hora de comer, aunque ambos parecían no tener mucha gazuza después del aperitivo que habían ingerido.
– ¿Qué horas me traéis para la comida? –inquirió la señora de la casa, hija de aquel anciano.
– ¡Perdona hija! Fue culpa mía pues me puse a contar algunas cosas y…
– ¡Ya decía yo! ¡Es usted peor que el chiquillo! Anda, vayan ambos a lavarse las manos que tenemos la mesa a punto y casi empezábamos sin vosotros.
Uno y otro, tras mostrar una mirada de complicidad, se dirigieron al cuarto de baño y, tras cruzar el corto pasillo tuvieron frente a sí a José, que saludó educadamente a su suegro y guiñó un ojo a su vástago diciendo:
– ¡Ya he oído que llegáis tarde! Yo tampoco llevo mucho aquí, pues acabamos antes el arreglo que mi amigo que encontró del armario de un conocido suyo. Pero, tampoco me he librado de la regañina. Tu madre – mirando a Blasito – acabó pronto la limpieza de la casa a la que hoy fue y además hizo sola toda la comida. ¡No os entretengáis, y límpiate ese labio, que a saber qué habréis hecho!
Un par de minutos después aquella modesta mesa que se encontraba en la cocina tenía dispuestos cuatro asientos para los comensales que estarían ese día: el anciano, los padres y Blasito.
Aquella jornada todo parecía transcurrir como si de un día normal se tratara. Apenas había nada que decir en aquel tablero, mientras se estaba comiendo, pero el muchacho no podía más y rompió aquel silencio:
– ¿Sabía usted que en la plaza mayor había tiendas que las llevaban los judíos? –dirigiéndose a su madre.
– Anda, come y calla, que se te va a enfriar la sopa. – mirando de reojo Adela.
– Pero… ¿lo sabía o no? –insistió machaconamente el muchacho.
– ¡Hijo mío, a saber, que te haya contado este padre mío pues muchas historias cómo las puede saber si no se las ha inventado!
– Hija, bien sabes que lo que dice el muchacho es cierto. Esta ciudad ni siquiera es la que era de cuando yo nací ni tu madre. Ni tampoco se parece tan siquiera a cuando nacisteis José y tú. No me vengas ahora con lo que sabes a estas alturas, pues ahí sí que te tengo que corregir. Tu hijo escucha más mis historias que cuando yo te las contaba a ti, y salvo los cambios que ha habido en los últimos años, todo ha ido a peor.
> Bien sabes, Adelita, que Ciudad Real fue fundada en plena edad media por el Rey Sabio. De eso hace más de siete siglos, y aquí vinieron gentes de muchos lugares y también condición social o creencias. Dentro de estos últimos estuvieron los judíos, pero que ya no los veas ahora no significa que no existieran. ¡Bien se encargaron de hacérselo pasar mal por las envidias que les tenían! A Blas apenas le hablé un poco de la alcaicería y de la auténtica historia que se esconde tras la Casa del Arco que muchos sólo contemplan cuando suena ese reloj carillón. Pero sabes perfectamente que su antigüedad viene de mucho más atrás, hija mía.
– Perdone usted padre, no quería poner en duda lo mucho que sabe usted, pero ¿por qué contar todas esas cosas a un muchacho si poco le va a servir para ganarse el pan?
– Ahí estás muy equivocada, pues has de saber que la gente ahora viaja mucho. Le gusta hacer turismo. Si esta ciudad mostrase toda la historia que atesora, mucho más que cuatro calles o los restos que aparecen en los museos, seguro que recibiría más visitas. Pero como se suele decir ¿quién es el primero que arriesga y se mueve para promocionar estas cosas jugándosela? No creo que haya mucho valiente suelto, pues en esta ciudad sin industria, recuérdalo bien, depende de la gente que tiene un sueldo más o menos fijo, los funcionarios, a los que mucha gente critica, y de los que sobreviven, pero me estoy desviando del tema…
– ¡Mantengamos un poco la calma! No hay por qué discutir tanto. Lo importante es que Blas y su abuelo han estado juntos y de paso nosotros hemos podido ir a trabajar sin estar intranquilos dónde podría estar nuestro hijo. ¡Gracias Juan José por estar siempre cuando lo necesitamos! –intervino pacificador José.
– No hay de qué, hijo mío. Siempre es un placer echaros una mano y sentirme útil, pues uno ya va teniendo años y cada vez me siento más un estorbo.
– ¡Eso… nunca, padre! ¿Me entiende? ¡Jamás podré considerarle una carga cuando me ha ayudado lo indecible! Siento haberme comportado así con usted y le pido perdón. –respondió llorosa Adela.
– Ay, Adelita, ¿a qué vienen esa cara y esas lágrimas? Nada de qué preocuparse. Estamos aquí los cuatro, disfrutando de este día que, por cierto, creo que se nos olvida algo…
– ¡¡Ya era hora que alguien se acordase de mí!! –respondió Blas.
– ¿De qué hablas, hijo? –respondió su padre.
– Papá, estás bromeando ¿no?
– Anda, trasto. Sigue comiendo que la sopa la vas a tener que cortar con un cuchillo. –comentó su madre jocosa ante el desconcertado rostro del muchacho.
En ese momento, la tensión acumulada de los últimos minutos dio paso a múltiples carcajadas de todos los que se sentaban en torno a aquella mesa. El ambiente parecía haberse tranquilizado y las miradas entre padre e hija se cruzaron mostrando el cariño que ambos se profesaban.
La comida, cita donde habitualmente podrían reunirse de vez en cuando aquellos miembros de la familia, se prolongó mucho más de lo esperado. Esa tarde no habría prisa. El muchacho sería el centro de atención, haciendo las delicias de los mayores. El anciano ilustraba a sus expectantes espectadores con las batallas en las que mostraba sus conocimientos sobre aquel edificio que habían visitado aquella mañana abuelo y nieto.
Aquellos recuerdos, sin embargo, hicieron que uno de los allí presentes cambiase el gesto de su rostro. Su seriedad se teñiría nuevamente de melancolía. Sí, era José aquel que regresaba a su propio pasado, a su vida en común con sus desaparecidos padres. De aquello parecía que nadie se había percatado, hasta que la perorata de Juan José cesó:
– ¿Estás bien hijo mío? –le preguntó.
– No se preocupe, padre – trato habitual con el que se dirigía José al anciano, dada la cercanía que entre ambos siempre había existido –. Nada que no se resuelva con tiempo y con nuevas historias… Prosiga, por favor, pues lo de la Inmaculada no lo conocía bien.
– Así haré, si también los demás estáis de acuerdo y nadie está cansado. He de irme a casa antes de que anochezca, pues ya va haciendo cierto fresquito y uno no está para coger fríos.
– No se preocupe padre. Esta noche usted se queda aquí. No faltaría más. pues su casa es demasiado fría y a saber lo que puede pasar. – señaló Adela.
– No se hable más entonces. ¡Ah, ya recuerdo! Como iba diciendo sobre la Inmaculada Concepción, o la Purísima, y la Casa del Arco habría que remontarse a cuando se estaban haciendo las obras ya en el siglo XVI, en tiempos de Juana la Loca y el emperador Carlos, nada más y nada menos.
>Pues bien, aunque años atrás la obra y el plano de la misma se la habían encargado al maestro Manuel Pérez de Valenzuela, sin embargo, por 1526 todavía andaban construyendo aquella que iba a ser la nueva casa del concejo municipal. Ese año incluso había sido autorizado un reparto de 120.000 maravedís para que se completase la construcción, siendo firmado aquello por Carlos I y su madre doña Juana.
– ¿Cómo era eso posible, abuelo?
– ¡Ay, muchacho! Antes las cosas no se hacían tan aprisa como las ves ahora, aunque algunas últimamente hayan tardado demasiado. Eran otros tiempos, las máquinas no eran tan buenas ni había electricidad por medio y cosas así.
– Pero, entonces, ¿cómo se podía leer si no tenían una bombilla? ¿Se quedarían ciegos o cuál era el misterio?
– Nada de eso, Blas, las cosas se hacían con mucho esfuerzo. Aquellos que escribían y los que leían no eran tantos como ahora, pues la cultura y la educación no estaba al alcance de muchos.
En ese momento sonó aquel ensordecedor reloj que presidía el modesto salón de aquella casa. ¡Había sido un recuerdo que José pudo retener de los enseres que habían poseído sus padres!
Aquel reloj apenas tenía valor económico en aquellos momentos, pero era de los pocos recuerdos que el joven poseía de sus progenitores y esa cuestión siempre fue respetada por Adela, a pesar de que ya había que estar más pendiente de sus arreglos que del acierto que podría mostrar a la hora de dar la hora.
– Son las nueve, padre. Apenas nos hemos levantado del sofá y hay que preparar algo de cena, pues mañana sigue siendo viernes y este muchachito debe ir al cole.
– Mamá, sólo un poco más.
– Hijo, debes estar cansado de estar danzando todo el día… y tu abuelo aún más. ¿No ves acaso la cara de sueño que se le pone?
– Está bien, voy a lavarme las manos y te ayudo con la mesa.
– Gracias, hijo.
Apenas transcurrirían unos segundos cuando el muchacho ya estaba recién aseado presente en la cocina, cerca de las faldas de su madre. Ella estaba ufana al ver la predisposición del chiquillo, aunque tampoco tenía intención de preparar nada demasiado frugal pues la comida se había demorado en exceso.
Pasaron los minutos, las risas volvieron a la mesa, el chiquillo disfrutaba de la calidez de sus acompañantes, los más mayores también estaban gustosos de aquel clima tan relajado.
En un instante, cuando ya habían vuelto al sofá de la salita de estar, después de haber recogido rápidamente la mesa, el muchacho comenzó a dar señales de la escasez de fuerzas que le iban quedando, dando muestras de que ya no daba para más. Su madre estuvo al quite y muy resuelta le avisó:
– ¡Vamos, hijo! La cama te espera, que mañana hay que madrugar y todavía tienes que ir al cole.
– Gracias mamá.
Mientras la madre abandonaba la habitación del crío para reunirse con su padre y su esposo, aquellos dos hombres que también congeniaban recordaban algunos de los episodios de todas las anécdotas que el viejo había relatado a lo largo del día:
– … ¿Cómo fue posible que aquí en esta ciudad hubiese una comunidad tan floreciente de judíos y que nadie se diese cuenta que lo que realmente hacían era dar prosperidad a esta ciudad? –preguntó en cierto momento el joven.
– Así actúan muchas veces las personas cuando las envidias y el odio tiñen por completo sus acciones. En el caso de los judíos de esta ciudad se actuó con más saña aún pues eran tiempos muy virulentos donde la incultura hacía que el conocimiento de las cosas estuviese sólo en manos de unos pocos. Así los menos favorecidos, aquellos que hacían los trabajos más esforzados y que eran fácilmente manejables, se convertían habitualmente en el arma arrojadiza habitual utilizada por los poderosos o por los maledicentes para que los seguidores de la Ley judía, o incluso los moros, fueran amedrentados y acosados.
– ¡Cuánto sabe usted, padre! Me alegro de que el chiquillo haya disfrutado de su sapiencia y espero que no le haya dado muchos quebraderos de cabeza.
– Nada tienes de qué preocuparte, hijo mío. Mi nieto, vuestro hijo, es un auténtico pedazo de pan. Curioso hasta la médula, que tanto me recuerda a una que bien conoces…
– … Ya veo que alguien no pierde el tiempo y que estáis hablando de mí, ¿no es así? –apareció por sorpresa la aludida.
– Nada que reprocharte, querida. Todo son elogios.
Las sonrisas estallaron de nuevo en aquella modesta sala, lo que supuso el preludio a un silencio que pondría de manifiesto lo que todos estaban pensando: serían los siguientes en tomar la dirección de sus respectivos lugares de descanso pues el día ya había dado para demasiada actividad.
– ¡Buenas noches, hijos! Me voy a descansar. –indicó el anciano.
– ¡Buenas noches, padre! – respondieron al unísono la joven pareja, que aún decidieron quedarse un tiempo más en el sofá del salón. Sin embargo, apenas había transcurrido una hora cuando decidieron que también debían acostarse.
Mientras tanto, los minutos transcurrían, el reloj iba meciendo su péndulo mientras las manecillas avanzaban inexorablemente, adentrándose en las primeras horas de la madrugada. Habíase establecido un silencio más que notorio en aquella modesta vivienda, un pisito que los jóvenes habían encontrado gracias a los esfuerzos fruto de su trabajo, aunque sabían que aún quedarían años para que fuese totalmente de su propiedad.
De pronto, a pesar de las altas horas de la hora que ya eran, en la habitación que había más al fondo, la que acogía el reparador sueño del pequeño, se oyeron como susurros, atisbo de los que podría ser algún tipo de sueño o pesadilla.
– ¡No, señor Alvar, yo no tengo culpa de que don Miguel le haya quitado su casa! Tampoco sé nada de los señores Alonso y Sancho. –rogaba asustado Blas, que parecía recordar de forma atropellada parte de los pasajes que durante el día le habían contado.
– Entonces, ¿por qué enviaste a aquellos monjes a que me arrastraran por las calles para ser condenado, muchacho? –escuchaba asustado el chiquillo de la boca de aquel lencero.
– ¡No, por favor! ¡Virgen Purísima, ayúdame, socórreme! –pedía con insistencia ayuda aquel atemorizado chico, que no sabía dónde esconderse ante el miedo que aquel hombre le causaba.
– ¡Nadie podrá echarte una mano, perillán! ¡Aquí estoy sólo yo! ¡No huyas, gallina! –exclamaba aquel judío aterrador.
Como por arte de magia, la pesadilla que pareció acongojar al joven Blas desapareció y concluyó aquel incesante murmullo que estaba rompiendo el mutismo de la noche.
Sería en aquel momento cuando el péndulo fracturaría la rutina silente que imperaba. Habían dado las cuatro de la mañana y los cuatro moradores de la casa disfrutaban entonces de su merecido descanso.