La pasada semana se ha vivido un hecho trágico que parece más propio de los Estados Unidos de América, donde, cada poco tiempo, se desayunan con la noticia de algún tiroteo en una escuela de Texas, en un supermercado de Búfalo o en un suburbio de la ciudad de Chicago, con el resultado de un elevado número de víctimas, entre muertos y heridos. Pero no. Esta vez el suceso se ha producido en la España rural, en pleno corazón de la Mancha.
El miércoles 26 de octubre, en una finca ubicada entre Argamasilla de Calatrava y Villamayor, un agricultor —de cincuenta y dos años de edad—, tras discutir y herir con una monumental paliza a su padre —de ochenta y un años—, por razones que la investigación tendrá que establecer, comenzó a disparar con un rifle de precisión; primero, abatiendo a un agricultor que intentó mediar entre ambos. Poco después causó la muerte a un policía municipal de Argamasilla e hirió a otro, cuando acudieron al lugar de los hechos.
Y continuó disparando indiscriminadamente a cualquier vehículo que circulara por la carretera próxima, lo que obligó a cortar esta vía pública. Luego hirió en una pierna a un guardia civil antes de ser abatido, mortalmente, ante la imposibilidad de reducirlo. La noticia fue cabecera de todos los telediarios del país, que pusieron el foco en estos municipios de la provincia de Ciudad Real. Del aparentemente desequilibrado agricultor —causante de esta tragedia—, poco se sabe, aunque parece ser que estaba afectado —física y psíquicamente—, por algún accidente de tráfico que había sufrido.
Estos hechos son la reminiscencia de otros muchos que se han producido en la España más profunda, —aunque afortunadamente, parece que son cada vez menos frecuentes—, aunque, cuando ocurren, —como en esta ocasión—, causan un fuerte impacto emocional en la opinión pública nacional y, sobre todo, en los lugares en los que se producen estos acontecimientos.
Ahora nos acordamos de los famosos y mediáticos crímenes de Puerto Hurraco, en Badajoz, y el de las niñas de Alcàsser, en Valencia, —por citar solo dos de los que más víctimas mortales causaron—, que se produjeron a principios de la década de los noventa del siglo pasado y que, aún hoy, se siguen recordando con horror en todo el país.
Los crímenes violentos que se producen en el medio rural, son muchas veces manifestaciones de lo atávico que subyace en nuestra conciencia colectiva. Suelen tener como desencadenantes, principalmente, las disputas por la tierra, las peleas familiares descontroladas, las enfermedades mentales de algunos de sus autores o los descontrolados instintos más básicos de quienes los causan.
La novela Intemperie (2013), de Jesús Carrasco Jaramillo, —que pertenece a la corriente neorruralista, que él mismo ha contribuido a divulgar en nuestro país y que tiene como referente, las obras del escritor norteamericano, Cormac McCarthy— nos sumerge en un mundo rural trágico, en el que un niño se ve obligado a huir de su pueblo para enfrentarse a la dureza de una naturaleza que le es hostil. En ese medio conocerá a un cabrero, parco en palabras, pero que lo protegerá de sus perseguidores, arriesgando su propia vida.
Esta obra literaria tuvo gran éxito tras su presentación en la Feria del libro de Fráncfort en 2012. Se tradujo a más de veinte idiomas, recibió numerosos reconocimientos y premios literarios, se publicó en formato cómic y, en 2018, se rodó una versión cinematográfica de la misma. Esta obra nos muestra la violencia irracional que se produce en el medio rural, como los hechos acontecidos en nuestra tierra la pasada semana.
Jesús Carrasco, utiliza en esta novela su principal característica como narrador, la precisión. Él le quita todo el ornato innecesario a su escritura, expresando de forma clara y concisa, lo que nos quiere contar y transmitir. Para completar esta forma de escribir utiliza el recurso de la contención, como forma genuina de relatar su historia. Que no es otra cosa que pretender involucrar al lector, permitiéndole con su emoción completar el relato —dejado parcialmente inconcluso.
Esta historia dura y descarnada, nos muestra el desamparo de las víctimas y las familias que sufren estas conductas delictivas, cuando se producen en el medio rural. Allí parecen más impunes que en las ciudades y, en muchas ocasiones, permanecen sin resolver durante años. En ocasiones, un golpe de suerte hace que la propia naturaleza ponga a disposición de los investigadores las pruebas que permitan su resolución y, con suerte, antes de que los delitos prescriban.
Pero, muchos de estos actos delictivos, serán opacos a la justicia, quedando sin esclarecer los hechos que los produjeron y sin sancionar penalmente a quienes participaron en ellos, incluso, sin que aparezcan los restos mortales de las víctimas, cuando las hay.
A la intemperie se está cuando no hay protección o cobijo donde guarecerse de las inclemencias atmosféricas. Así fue como murieron las víctimas de Argamasilla de Calatrava.