La globalización mundial parecía una solución viable a determinados problemas que tenía la sociedad cuando, hace más de treinta años, terminó la guerra fría, tras la caída del muro de Berlín y la posterior extinción de la Unión Soviética. Estos acontecimientos pusieron de manifiesto el fracaso del comunismo, —como ideología y como forma de gobierno—, dejando de ser una alternativa atractiva para la sociedad.
Pero este proceso global, además de intervenir en lo político, en lo social y en lo económico —que por supuesto también—, tiene otras facetas tecnológicas y culturales que producen una interdependencia entre todos los países del mundo, a la que han tenido que adaptarse los estados en estos últimos años.
La conclusión de este proceso ha sido la implantación generalizada de una sociedad de consumo que han generado las multinacionales y la libre circulación de mercancías —mucho más baratas ahora que entonces—, gracias, entre otros factores, a la liberalización del comercio mundial y al extraordinario desarrollo del transporte marítimo. Aunque, el precio pagado por esta deslocalización ha sido brutal en algunos sectores, como el textil, que prácticamente ha desaparecido en la mayoría de los países europeos, incluida España.
Además, la libre circulación de personas se ha incrementado de forma exponencial, favorecida por el desarrollo y abaratamiento de costes de los medios de transporte, especialmente el del tráfico aéreo; y, por otra parte, se han potenciado, a través de las redes, nuevas formas de comunicación más rápidas pero también más efímeras.
La pandemia provocada a nivel mundial por el COVID-19 —que a día de hoy no se ha superado del todo—, inició un nuevo tiempo de solidaridad entre países, gobiernos, empresas y de la población en general, que lucharon con el objetivo común de combatir la grave crisis sanitaria que ocasionó la propagación del coronavirus. Y, en un tiempo récord, se consiguió.
Las vacunas fueron las armas más eficaces empleadas para superar esta enfermedad. Y, pese a que las empresas que las descubrieron, produjeron y distribuyeron, obtuvieron pingües beneficios, se consiguió que se proporcionaran dosis suficientes —aunque con distinto ritmo, según el país de destino— a toda la población mundial, lo que redujo drásticamente la mortalidad que se produjo en los años 2020 y 2021.
Hace unos días hemos visto las imágenes por televisión de un experimento complejo y sorprendente en el espacio. La NASA programó una colisión —a más de once millones de kilómetros de la Tierra—, de la nave DART con el asteroide Dimorphos, para comprobar si, con este choque provocado, se conseguía desviar la trayectoria inicial de este meteorito.
Ha sido considerada como la primera misión de defensa planetaria llevada a cabo por el hombre y cuyos resultados se están procesando todavía por los científicos. De funcionar, podría evitar la colisión de un cuerpo celeste con nuestro planeta y, con ello, se impedirían las graves consecuencias que provocaría en la Tierra, como ocurrió hace sesenta y seis millones de años cuando, tras el impacto de un asteroide gigantesco en el golfo de México, se extinguieron, entre otras muchas especies, los dinosaurios.
Se atribuye a Blaise Pascal, la frase, “el hombre es capaz de lo más sublime y de lo más nefasto”. Y eso es lo que ha ocurrido en muy poco tiempo. Las mejoras que han proporcionado a toda la sociedad mundial, tanto la globalización, como estos hechos solidarios y de defensa de nuestro planeta, se han visto empañados por otro tipo de decisiones que son susceptibles de acabar con la vida en la Tierra, incluso, de destruir nuestro planeta.
Entre ellas está la amenaza nuclear anunciada por Vladímir Putin hace unos días, si occidente —entiéndase, Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europa— le impide conseguir sus objetivos militares y territoriales en la denominada operación militar especial —como llama, eufemísticamente, el autócrata ruso a la invasión de Ucrania—, que se inició el pasado mes de febrero.
Aunque se trate de una amenaza disuasoria para conseguir sus objetivos, la situación actual no es para estar tranquilos, ya que el dirigente ruso se siente acorralado por las adversidades que está teniendo en las últimas semanas en esta guerra. Y su misil nuclear Poseidón, —conocido como el arma del apocalipsis—, parece estar preparado y a bordo del submarino Belgorod para su uso en cualquier momento.
No se sabe hasta dónde podría llegar este órdago del señor Putin —esperemos que vaya de farol—, pero abrir la espita de las bombas atómicas, podría llevarnos a un largo invierno nuclear que la humanidad debería de soportar durante centenares de años. En ese ambiente —como ocurre actualmente alrededor de la central nuclear de Chernóbil—, sería imposible la vida, tal como la conocemos actualmente.
El ser humano parece estar condenado a vivir Al este del Edén, —título de la conocida novela de John Steinbeck—, lugar en el que habitan el mal y la destrucción de la humanidad.