Decía el pensador francés, Blaise Pascal, que el corazón tiene razones que la razón ignora. Algunas veces la bondad y otras la malicia, hacen manifestarnos a través de los sentimientos y las emociones, pero no de la razón.
El cainismo —actitud de rechazo contra familiares y amigos—, es una de esas manifestaciones que en nuestro país se presenta como un atávico sentimiento fratricida entre españoles, que algunos creen que está en nuestro ADN.
Pero hay quienes niegan ese cainismo nacional. Aunque de ser cierta esa negativa, no se entiende por qué los españoles nos empeñamos tanto en disimularla.
Una de estas manifestaciones cainitas se produjo en el mundo de las letras españolas en 1912. Un grupo de prestigiosos intelectuales propuso al escritor Don Benito Pérez Galdós, para el Premio Nobel de Literatura. La propuesta era solvente y parecía que se le iba a conceder el premio.
Pero, ese mismo año, otro reducido grupo de escritores e intelectuales, propuso que ese premio se le concediera a Don Marcelino Menéndez Pelayo. El Comité noruego, que tenía que decidir sobre la asignación del premio, vio con perplejidad la situación —nunca antes se había nominado a dos escritores del mismo país—, por lo que decidió concedérselo a un escritor alemán.
Lo curioso era que, aunque tenían ideas diferentes sobre el tema religioso, ellos mantenían una buena relación personal. Y no llegaron a pronunciarse públicamente sobre su propuesta al Nobel.
En 1935, a Don Miguel de Unamuno, le ocurrió algo parecido. Hubo presiones al Comité que concedía el Nobel —como la de la Alemania del III Reich, que consideraba que el pensador español se oponía a su régimen político—, pero, curiosa y contradictoriamente con estas presiones internacionales, Don Miguel tenía más reparos en nuestro país. Debido a su desencanto con la deriva que tomaba la República, ese año mantuvo una entrevista cordial con José Antonio Primo de Rivera, lo que algunos no vieron con buenos ojos.
Tirios y troyanos presionaron al Comité y el Premio Nobel de Literatura de 1935 quedó desierto, cuando parecía estar destinado al escritor bilbaíno, por méritos propios.
El cuadro de Goya, Duelo a garrotazos, en el que aparecen dos campesinos con las piernas enterradas hasta la rodilla —en una pelea a muerte—, ilustra el cainismo nacional, preludio del conflicto de las dos españas, que en los siguientes años provocará cuatro guerras civiles. Este lienzo nos muestra cómo dirimían sus diferencias los españoles más humildes en aquella época, porque los otros duelos —los de los más pudientes— incluían padrinos, elección de armas y estaban sometidos a unas normas estrictas que los regulaban.
Pero hay quienes, sorteando todo tipo de dificultades, actúan de corazón para ayudar a las personas indefensas y facilitan la convivencia entre quienes opinan o creen de manera diferente.
Sobre esta cuestión, una de las historias que más sorprende de nuestra Guerra Civil, es la del anarquista y último alcalde republicano de Madrid, el sevillano Melchor Rodríguez. Este hombre fue quien, junto a Julián Besteiro, entregó Madrid a los leales a Franco al terminar la guerra.
La República lo nombró Delegado General de Prisiones a finales del año 1936. Y, en el ámbito de sus competencias, logró detener las ejecuciones ilegales que se estaban produciendo en Paracuellos del Jarama. Se enfrentó a los miembros de la Junta de Defensa de Madrid —arriesgando su propia vida—, para evitar las sacas y los eufemísticos paseos a reclusos. Y, pistola en mano, evitó que un grupo de exaltados tomara a más de mil presos políticos, de la prisión de Alcalá, para ejecutarlos extrajudicialmente.
Fue amenazado por compañeros armados que cuestionaban su forma de proceder. Pero él no se arredró, ni cambió de bando, ni traicionó a nadie. Actuó así por convicción personal y por humanidad. Había estado preso y entendía la vulnerabilidad de esa situación, por lo que defendió con vehemencia los derechos y la dignidad de todos los reclusos.
Al terminar la guerra, lo procesaron y el fiscal togado militar pedía para él la pena de muerte. Pero, para sorpresa de los presentes en su juicio, hubo un testigo imprevisto que declaró a su favor —el general Agustín Muñoz Grandes—, quien, además de su testimonio, aportó al tribunal miles de firmas de personas a las que este hombre había salvado la vida. Fue condenado a veinte años de prisión, de los que cumplió cuatro.
Luego fue amigo personal, entre otros, de Alberto Martín Artajo, —quien fuera Ministro de Asuntos Exteriores con Franco—. Aunque él, nunca renunció a su militancia anarquista, lo que le valió numerosas detenciones y varias condenas. Murió en Madrid en 1972. En el velatorio, su féretro fue cubierto con una bandera libertaria y se cantó el himno anarquista A las barricadas,sin que se produjeran incidentes. Y, Martín Artajo, acudió a su funeral con una corbata que llevaba los colores de la bandera republicana, como homenaje a su amigo fallecido.