Ahora que se cumplen cuarenta y cinco años de las primeras elecciones democráticas de 1977, es bueno recordar a la que fue conocida como Musa de la Transición. Una mujer reconocida por su juventud y atractivo, que era políglota, suficientemente preparada y capaz de generar ilusión en aquel tiempo, pero cuya verdadera valía política fue poco reconocida. Se trata de Carmen Díez de Rivera. Ella, como los validos reales de otros tiempos, marcó su impronta para facilitar el cambio político que se llevó a cabo en aquellos años, aunque el Rey y Adolfo Suárez, siempre tuvieron la última palabra.
Desde su puesto de Directora de Gabinete de la presidencia del Gobierno de España, se convirtió en el oráculo de referencia tanto del Jefe del Estado como del presidente del gobierno, debido a su acreditada independencia, por la solvencia de su asesoramiento y por su conocimiento de la realidad de la calle, de la que ambos carecían. En aquel tiempo no era fácil pasar de un régimen autocrático a uno democrático y, menos aún, hacerlo en poco más de un año. Pero se consiguió y ella tuvo una participación decisiva en aquel logro.
Impulsó —con las reticencias de muchos—, la supresión del Tribunal de Orden Público, abogó por los avances democráticos y, entre otras medidas, defendió la legalización de las centrales sindicales y de los partidos políticos, especialmente la del Partido Comunista, que gracias a su firmeza consiguió que se produjera antes de celebrarse aquellas primeras elecciones democráticas.
Pero, ¿Quién era esta mujer? Su vida fue de novela. Tenía origen noble, pero ilegitimo, ya que ella fue fruto de la relación extramatrimonial de su madre, la Marquesa de Llanzol, con el todopoderoso del régimen, Ramón Serrano Suñer. Aunque ella desconocía ese origen y cuando solicitó la partida de nacimiento para casarse, supo que el novio, además de hijo del cuñadísimo de Franco, era su hermano. Con aquel trauma, a los diecisiete años, se trasladó a Francia para someterse a una cura de sueño, estuvo unos meses como monja en Arenas de San Pedro, para acabar en misiones seglares en Costa de Marfil durante tres años.
En España, realizó sus estudios de Filosofía y Letras y de Ciencias Políticas. Estudios que se costeó simultaneándolos con trabajos en la Revista de Occidente, que dirigía una amiga de su madre. Después amplió su formación en las universidades de Oxford (Reino Unido) y La Sorbona (Francia). Y en París logró introducirse en los círculos exclusivos de los intelectuales de la izquierda francesa, en los que conoció, entre otros, a Jean-Paul Sartre.
Ya en nuestro país, en 1969 empezó a trabajar con Adolfo Suárez, que dirigía entonces Radiotelevisión Española. Continuó como su jefa de gabinete siendo Ministro-Secretario general del Movimiento y, cuando el abulense fue nombrado presidente, ella asumió la dirección del Gabinete de la presidencia del Gobierno.
Su trayectoria política la inició formando parte de la Unión Social Demócrata Española, que fundó el crítico del régimen, Dionisio Ridruejo, a principios de los años setenta. Luego estuvo en el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván. En el Centro Democrático y Social de Adolfo Suárez permaneció algún tiempo, para incorporarse —durante los últimos diez años de su vida—, al Partido Socialista Obrero Español, siendo una de las más activas diputadas del Parlamento Europeo, hasta su fallecimiento por cáncer a los cincuenta y siete años de edad.
Estos cambios en la filia política nunca se cuestionaron ni se vieron como algo extraño en aquel tiempo, porque ella fue fiel a sus convicciones personales. Era una persona de profundas creencias religiosas, inteligente, con un fuerte carácter, con espíritu crítico y defendiendo con criterio su independencia frente a los dogmatismos partidistas.
Su belleza sirvió de inspiración para muchos políticos y escritores de aquella época y como decía la periodista Teresa Amiguet hace algunos años, todos los machos alfa de la reforma tras el franquismo, bebían los vientos por ella. Francisco Umbral fue quien le puso el cariñoso sobrenombre de Musa de la Transición, a la que dedicaba muchos de sus ingeniosos artículos en su columna, Diario de un snob, en El País. Y Manuel Vicent decía de ella: aquella chica rubia de la que todos estábamos enamorados.
Los papeles de Emilio Alonso Manglano, nos revelaron el romance —desconocido para la mayoría—, que mantuvo con Carmen Díez de Rivera. Según las notas manuscritas por el que fuera Teniente General y Director del Centro Superior de Información de la Defensa, se conocieron en Atenas con motivo de la boda de los entonces príncipes, Juan Carlos y Sofía. Y aunque él le pidió matrimonio dos veces, ella lo rechazó.
Carmen estudió en refinados y exclusivos internados europeos, hablaba idiomas que pocos dominaban en España, lo que no le impidió despertar su conciencia en África y desarrollar una sensibilidad social y política que le permitieron desmarcarse de su originaria posición social y pensar por libre.
Y es que la hija de los amantes más célebres del franquismo era una rebelde indómita…….
Su padre, Serrano Suñer, era un hombre frío, calculador, infiel, carente de empatía y que más valía perderlo que encontrarlo… Eso sí, muy guapo. Un encantador de serpientes