Acabamos de conocer que un exmilitar argelino, deportado por España, ha sido condenado a la pena de muerte en su país. Se trata de Mohamed Benhalima, que residía irregularmente en España y que era reclamado por las autoridades de su país. Este ciudadano norteafricano era perseguido, principalmente, por denunciar una presunta trama de corrupción en el estamento militar del país magrebí.
La deportación se produjo el 24 de marzo pasado, justo seis días después de que nuestro gobierno cambiara su posición sobre el Sahara, lo que generó un grave conflicto diplomático con Argelia, por el que retiró a su embajador y amenazó a España con medidas restrictivas en el suministro del gas. Posiblemente con esta decisión se quiso compensar al país vecino por aquel agravio.
Según las informaciones facilitadas por organizaciones internacionales de derechos humanos y de los refugiados —como ACNUR, que depende de las Naciones Unidas—, este exmilitar fue enjuiciado en ausencia por un tribunal castrense. Cuando estuvo ingresado en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Zapadores en Valencia, el Ministerio del Interior desestimó su petición de asilo, con cuya concesión pretendía evitar su deportación y con ella la posible detención y tortura en su país. Pero ocurrió lo peor. Aquel tribunal lo condenó a la pena capital, sin ni siquiera notificarle la sentencia.
Esta decisión fue muy grave y puede costarle la vida a este ciudadano argelino. La expulsión está motivada por una infracción administrativa —por no tener papeles, según la ley de extranjería— y no penal. En este último caso, se trataría de un proceso de extradición solicitado por los tribunales argelinos a España del que conocería la Audiencia Nacional.
La extradición judicial española tiene mayores garantías que la expulsión administrativa. Es más, conforme a nuestras leyes, no podría extraditarse a nadie al que pretenda juzgarse en el país de destino, si los delitos que se le imputan tienen establecida la pena de muerte. Sin embargo, la expulsión gubernativa sí que lo ha permitido.
A raíz de esta noticia he recordado una vieja historia que me impactó hace muchos años, que está relacionada con este tema.
En el verano de 1975, un señor nos contó que a un matrimonio amigo suyo le habían comunicado que su hijo fue detenido mientras prestaba el servicio militar en el Sáhara. Dos militares habían sido asesinados en un pequeño campamento del ejército español, cuando el soldado hacía guardia. Este acto podía formar parte de las escaramuzas previas a la llamada Marcha Verde, con la que Marruecos presionaba al Estado español para apropiarse de aquel territorio. Pero, en aquel momento, el brazo armado del Frente Polisario también hostigaba a los militares españoles en ese territorio, por lo que no era descartable su participación en aquellos hechos.
No daba muchos detalles, pero concluía que, tras un sumarísimo Consejo de Guerra, al soldado lo habían condenado a la pena de muerte. Sería fusilado y su ejecución —estábamos a lunes—, se había fijado para el viernes de esa misma semana. A los padres les permitían darle el último adiós. Los gastos del viaje y la breve estancia en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria —donde se iba a llevar a cabo la ejecución—, los debían de sufragar ellos mismos y, dada su precaria situación económica, no tenían dinero suficiente para ello.
La madre, hundida en la más profunda desesperación y destrozada por la inminente pérdida de su hijo, no tenía fuerzas para acudir a tan siniestro acontecimiento. El padre no sabía qué hacer. Por un lado, sentía la necesidad de darle un último abrazo a su hijo, ocultando, con impotencia y en silencio, su rabia contenida. Por otro, una extraña sensación de culpabilidad por lo hecho por su hijo, le llevaba a pensar que no sería bien recibida su visita.
En los días siguientes no logré dormir por lo afectado que estaba con aquella historia. Especulaba sobre las causas que habían provocado la condena y me preguntaba recurrentemente: ¿por qué se actuaba tan cruelmente con un joven soldado que hacía el servicio militar? ¿Cómo se podía justificar la ejecución de una persona por un acto de omisión? ¿Y si hubiera algún motivo que le impidió actuar como debía?
Mi rebeldía de adolescente —contaba con dieciséis años, entonces—, me hizo ser crítico con aquella resolución que consideré injusta. Y valoré de forma muy negativa la fría y deshumanizada actuación del Estado contra aquel pobre soldado.
Nunca he sabido cómo concluyó aquella historia. No importa. Desde entonces he vivido con el convencimiento de que la ejecución de aquel soldado se produjo, cuándo y cómo estaba prevista. Esperando que su familia, con el paso del tiempo, lo llevara con dignidad.
Con todo esto parece que, cuarenta y siete años después, siguen siendo actualidad en España los temas relacionados con el Sahara, los militares y las condenas a muerte de soldados, aunque ahora también sean actores principales Argelia y Marruecos.
Bueno, saber o no si las decisiones serán acertadas al 100% será una tarea imposible o al menos resultará una tarea bastante complicada……..
Madre mía, que horror de historia. Y lo triste es que debe haber cientos igual. Siempre ganan los hijos de puta y siempre pierde la verdad y quienes luchan por ella.
Asco de dictaduras. Me uno a tu horror por estas cosas. Ojalá y de verdad existiera un dios justo que los desintegrara.