Natacha Espinosa.- En las palmas de sus manos no había una línea que anticipara su destino ni estaba escrito el día que su hermano traería una Nikon Markt de Estados Unidos y lo que ocurriría después. Sucedió como un desenlace continuo, entre el recuerdo desenfocado de unas fotos de Robert Capa, igual que suceden las auroras boreales y otros fenómenos impredecibles que dependen del sol.
Empezaba la década de los ochenta y Manuel Ruiz Toribio tenía veinte años, una cámara de fotos y su ciudad, suficiente para ser un flâneur en el sentido de Baudelaire. Bajo la apariencia inadvertida de alguien más caminando por la calle, hay un observador puro que no forma parte de las escenas, aunque interactúe en ellas y, a diferencia del observador en el principio de incertidumbre de Heisenberg, es un espectador que no altera lo observado.
Las primeras fotografías de Ruiz Toribio son de esta ciudad cuarenta años atrás y su visión, desde el principio arraigada al paisaje local, es más fenomenóloga que descriptiva, cercana a las formas de vida auténticas y distante con la complacencia.
Ítalo Calvino diría de “Las Ciudades Invisibles” que están tan cerca que no las vemos y en la ceguera todo es abismo: “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquél que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”. Sin duda, esta segunda es su elección que reafirma en cada fotografía como si renovara un voto de fe con una fuerza superior: La luz natural y el poder que otorga a quien aprende a mirar con paciencia e insiste en volver a los mismos lugares hasta conseguir encuadrar el detalle ínfimo que los hace ser como son.
El resultado es narrativo, sus fotografías hablan por sí mismas para contar los capítulos más invisibles de la historia; a veces, son relatos breves de barrios fronterizos y, otras, una road movie interminable por carreteras comarcales, tierras místicas y personajes telúricos que en un solo gesto acarrean grandes verdades inexpresables.
Cuando me miras (2001) fue su primer libro de fotografías en diálogo abierto con poetas cubanos y de aquí, entre ellos Antonia Cortés y Nicolás del Hierro. Surgió en colaboración con la Casa de la Poesía de La Habana, donde se presentó la exposición homónima que también visitaría el Antiguo Convento de San Pedro Mártir de Toledo y el CEX de Ciudad Real.
El retrato fugaz tiene una habitación propia en el estudio de Ruiz Toribio. El respeto a la persona centra el objetivo para iniciar un verdadero diálogo, un acto de aquiescencia a las incalculables posibilidades que abre el encuentro. Sus retratos ofrecen una cosmovisión antológica: la existencia humana nunca es individual, como confirma la filosofía de Emanuele Coccia, sino “una corriente que se trasmite de cuerpo en cuerpo, de especie en especie”. Así, también, la sentencia del juez de Meridiano de sangre cuando afirma que cada persona “reside temporalmente en su prójimo y este en aquel y así sucesivamente en una infinita cadena de ser y de testigo hasta los más remotos confines del mundo”. En aquel momento, el fotógrafo ya habría cruzado la línea que divide el tiempo en los océanos, ha superado con reconocimiento internacional la escuela del fotoperiodismo manteniendo un pie siempre fuera, asentado en la tierra firme de su independencia; aprendió a trabajar sin la luz adecuada y con el mínimo equipo hasta dominar la técnica del aprovechamiento; ha conocido a Galeano y, como él, se enamoró de “los nadies, los ningunos, los ninguneados” por la suerte y el capital, por los regímenes totalitarios, por el machismo, por las multinacionales… por tantos y, siempre, por tan poco.
Cuando estaba fotografiando el éxodo urbano de los desplazados forzosos oriundos del Amazonas que huían de las aguas contaminadas por las petroleras, en el proyecto “Por el río de la vida”, y quizá bajo la influencia de la saudade, contrajo la deuda personal de trasladar la experiencia al río de su tierra natal.
Guadianas (Alambre Ediciones, 2018) no es un recorrido paisajístico ni sigue el curso del río, lo que es una muestra de coherencia con el carácter errático y las intermitencias de su invisible presencia. En este río renacido, la corriente de metáforas cambia de sentido y el autor interpreta esta polisemia con una mirada abarloada al significado atemporal de la existencia a lo largo de sus orillas a las que volvió una y otra vez, entre 2009 y 2018, recorriendo más kilómetros que en su trabajo sobre el Amazonas, para encontrar la luz precisa, el elemento que faltaba o el rostro anónimo sin el cual el proyecto estaría incompleto. Guadianas es el gentilicio común para nombrar a todos los lugares y personajes que habitaron y habitan en los márgenes de sus orillas, los reales y los mitológicos, los que abrazan al río y los que le dan la espalda.
Los saltos en el tiempo explican también el espacio desabrigado, la belleza decadente, el patrimonio que desapareció y todo lo que se va perdiendo entre el olvido y el fondo tan profundo como la narrativa visual que alcanza, casi faulkneriana.
En el diseño final del libro, a cargo de Jaime Narváez, las imágenes mantienen un diálogo entre sí que conforma un todo orgánico por la armonización de los valores cromáticos, los tonos cálidos y la luz tenue, elementos personales del lenguaje fotográfico de Ruiz Toribio que ha ido evolucionando, como él mismo cuenta, “por caminos pedregosos y de sus propios errores”.
La simbología de un río es extensiva a las orillas y, en especial, al dilema que siempre entraña la necesaria elección entre una de ambas para construir el relato cotidiano mientras que, en la otra orilla, sucede como un holograma la vida paralela de todo lo que alguna vez fue un sueño abandonado o el deseo que nos hizo dudar en cada decisión. Los puentes ayudan a redimirse y todos los ríos, en algún momento, ofrecen un cambio de dirección. En cierto sentido, Manuel Ruiz Toribio es también un puente que comunica a la sociedad con la fotografía. Encuentra propicia cualquier oportunidad para reivindicar la dignidad de su profesión, el respeto a los fotógrafos de todos los ámbitos o la necesidad de elevar la cultura visual de nuestro entorno. Y cuando de la necesidad se hace arte nacen proyectos como el Colectivo Fotográfico Alumbre, creado en 1999 para impulsar talleres fotográficos y del que Ruiz Toribio fue cofundador. Con el nuevo impulso en 2012, el Colectivo se convertiría en espacio de acción, siempre con el objetivo puesto en la difusión y el conocimiento de la fotografía, abierto a encuentros, conferencias y exposiciones de fotografía, que incluiría la publicación de Alumbre Fanzine (2012-2017), un medio de expresión independiente para divulgar la fotografía documental, cuya colección completa digitalizada se puede visitar en el portal del Centro de Estudios de Castilla-La Mancha (UCLM).