De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (65)

El regreso de Toledo había resultado satisfactorio. Las aportaciones de Juan de la Sierra serían valoradas hasta por los mismísimos reyes. El obraje de paños representaba mucho para él. Era más que su medio de vida, era su vida entera. Aunque siempre teniendo puesta la vista en quien se dejaba en casa: su esposa Beatriz y sus retoños, que conforme pasaban los años, habían dejado de ser bisoños para darse cuenta de lo que hacía su padre.

«Doña Isabel la Católica dictando su testamento», por Eduardo Rosales (1864) (FUENTE: Museo del Prado)

Leonor siempre había puesto mucho interés en todo aquello que su progenitor llevaba a cabo. Aquella muchacha, a pesar de que no debiera nada más que pensar en encontrar un marido, quería valerse por sí misma, pues siempre había oído hablar de su tía abuela, doña María, tía de Juan, su padre, aquella que todo el mundo conocía como “La Cerera” y a la que apenas tuvo ocasión de conocer por haberse visto obligada a huir. Demasiado bien sabía la joven Leonor los motivos de su ausencia pues aún recordaba aquella noche en la que su abuela, por la que adoptó el nombre que portaba, fue presa y se la llevaron a Toledo para no volver.

Vendrían entonces años en los que Juan iría de acá para allá, no sólo en lo concerniente al mundo de la pañería sino en cuanto a su familia y cambios de residencia motivados por otras causas.

Tras la reelaboración de las ordenanzas en la que fue consultado Juan de la Sierra en 1502 al igual que los representantes de otras ciudades, llegando a verse obligado a residir en Segovia durante casi medio año…, vendría su mayor participación en 1504 y las propuestas que llevó a cabo. Aunque antes volvió a la rutina en su tierra de Ciudad Real, recuperando el tiempo perdido con su familia.

-Esposo mío. ¿Qué tal fueron las cosas por Segovia? Ahora que eres un mercader que hasta los reyes consultan, seguro que estarás más tranquilo para pasar más tiempo con los tuyos, ¿no es así Juan? –indicó orgullosa la afortunada esposa.

-No creas que todo eso que dices pueda contener parte de razón, aunque me encontré con mayores responsabilidades que atender, amada Beatriz. Ahora habrá que ver si las ordenanzas que se elaboraron tienen la aceptación suficiente o si son necesarios nuevos cambios. Aún no lo sé, ni tampoco si tendré que partir de nuevo. Pero ¿cómo se encuentran todos por aquí? Los niños, o más que jovencitos ya, ¿se han portado bien? ¿Siguen todas aquellas normas que acordamos antes de mi marcha? ¿Ha habido algún problema con la Inquisición? Sé que estos últimos años no he cumplido con mis deberes de esposo como merecías, supongo que te he obligado a llevar una carga mayor de la que te correspondía. Aunque sé que, en el negocio de los paños, mis hermanos habrán hecho un enorme esfuerzo para que no se notase mi ausencia, tú sí que me habrás echado en falta, sobre todo con nuestros hijos. ¿Me equivoco, amor mío?

-Seguramente en mucho de lo que afirmas, estés en lo cierto. Pero, como bien sé desde que te conocí, cuando te embarcas en algo vas hasta las últimas consecuencias… Y en estos momentos los negocios de paños que tanta prosperidad nos están dando te han llevado a implicarte mucho más, llegando a dejarnos aquí en Ciudad Real, entre mudanzas desde nuestra antigua morada a este barrio de Santa María, aunque no sé el tiempo que estimas que necesitarás para acabar con los asuntos que te reclaman, pues te estás perdiendo la infancia y parte de la juventud de tus hijos. A mí siempre me tendrás aquí, esperándote el tiempo que necesites, bien lo sabes. Pero, a ellos ya le queda poco tiempo para que emprendan el vuelo y quieran crear sus propias familias, sobre todo Leonor, que despierta en más de un mozuelo de estas y otras tierras mucho más que suspiros. Ya me entiendes, tú que eres hombre.

-Lo sé, lo sé. A veces la vida te lleva por senderos que uno no pensaba transitar, pero está plagada de decisiones que te hacen trazar tu propio camino. Me has de perdonar mis ausencias y no haber cumplido como esposo todo lo que debiera, bien lo sabes. En cuanto a la jovencita, que más bien parece ya una mujer, creo que sé algo más de lo que crees, pues habrá que irse lejos para que ella contraiga matrimonio, si mi información es correcta.

-¿De qué me hablas, Juan? Leonor se irá de Ciudad Real. Aún es joven para dejarnos, ¿no crees?

-No te preocupes, amada mía, pues mis planes son otros, y si van como pretendo, no estarás muy lejos de ella. Por ahora no te puedo decir más, pues debo encauzar el fiel cumplimiento de las ordenanzas que acabamos de redactar y asumir la posibilidad de que sean corregidas. Eso llevará un tiempo. Mientras tanto, tu hija deberá estar contigo, ayudándote, y lo demás pronto vendrá. –precisó el mercader, teniendo en cuenta los estrechos lazos que le unían con Portugal, donde había puesto los ojos en un avezado joven que estaba dispuesto a aprender todo lo posible del mundo de los paños y que había mostrado ser digno de su confianza. Aquel hombrecillo sería el elegido para el tesoro más preciado que poseía: su hija Leonor.

Cuando llegó el momento de iniciarse el proyecto de las ordenanzas de paños dos años después, Juan nuevamente residía en Ciudad Real. De su anterior estancia en Segovia llegó incluso a reclamar un salario por el casi medio año de estancia en aquella ciudad del norte castellano. Sin embargo, en 1504, el mercader adquirió gran protagonismo siendo consultado por los mismísimos monarcas en lo tocante al establecimiento de veedores generales de paños, siendo la respuesta del De la Sierra:

-¡Por supuesto, Majestad, son necesarios para que las ordenanzas de paños sean bien guardadas! Fundamental cuestión es, sobre todo, la que concierne al sello de los paños que se importen, que debe ser obligatorio. Así, la casa de veeduría que se encontrase más próxima a la descarga de dichos tejidos debiera ser la encargada de tal menester, estampándose el sello plomado con las armas reales en una de sus caras y en la otra, el símbolo de la ciudad, una espada sería en Ciudad Real si fuese mi caso.

Así ocurriría que a Juan de la Sierra se le encargarían las muestras de la ciudad y debería indicar con letras los tintes de las muestras requeridas para cada ciudad, tres en total, siendo custodiadas una en el arca del Concejo y las dos restantes en la casa de veeduría. Demasiado ocupado se hallaba el mercader para atender a su familia. Debía poner freno a tantos viajes que le empezaban a pasar factura a su maltrecho cuerpo. Ya no era el que había sido años atrás, aunque aún se sintiera con fuerzas para emprender más proyectos sobre el obraje de paños. Pero cuando aún no había comenzado el invierno de aquel año de 1504 una terrible noticia asoló los territorios del reino de Castilla. ¡La reina Isabel ha muerto!

La vida de Isabel La Católica había sido arrebatada por una enfermedad conocida como hidropesía y cuando los rayos de sol estaban en lo más alto del día veintiséis de noviembre y encontrándose en Medina del Campo, aquella mujer, que tan azarosa y agitada vida había tenido dejaba este mundo para alcanzar el reposo eterno, tuvo la firmeza suficiente para ver llegar su final y ver que su agonía era el preludio de su propia muerte. Mientras esta la visitaba, dispuso que se hiciesen misas por su salud, aunque finalmente fueran por su alma, llegando incluso a solicitar la extremaunción y el Santísimo Sacramento, y dictar su testamento.

Este luctuoso acontecimiento trastocaría los planes de Juan de la Sierra y acrecentaría aún más la casi firme decisión de cambiar de aires y partir fuera de Ciudad Real. Sabía que en aquel momento el proyecto de ordenanzas en el que tanto esfuerzo había volcado sufriría nuevamente un retraso o quizá un aplazamiento. ¡Con la plena confianza que le había otorgado aquella reina en las propuestas que hizo el mercader en el informe que redactó sobre el obraje de paños!

A partir de aquel momento todo parecía estar decidido. Tras varios años en el barrio de Santa María, la familia de Juan ya no podía ocultar por más tiempo sus prácticas judaicas. Necesitaban alejarse de todo ello. Debían abandonar Ciudad Real, con todo lo que ello suponía. Tenía claro que, a pesar de su relevancia en el mundo de los paños y su participación en la redacción de las ordenanzas junto a importantes mercaderes de Segovia, había llegado el momento. Ciudad Real ya debía quedar en el pasado y debían encontrar un nuevo refugio. ¿Por qué no encaminarse hacia Portugal? Aún tenían una joven casadera que le había hablado muy bien de un mercader luso que podría abrirle las puertas allí. Alonso Rodríguez era su nombre. Alonso nuevamente sería un nombre importante en su vida, al igual que había sido Alonso González del Frexinal, su padre.

MANUEL CABEZAS VELASCO

Relacionados

2 COMENTARIOS

  1. Mientras tanto, la iglesia sigue pidiendo perdón, otro despropósito más. No se puede perdonar lo imperdonable. Interesante…..

ESCRIBE UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí


spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img