El coste (humano) de la felicidad

Ramón Castro Pérez.- En los últimos días he vuelto a leer «Todo lo que he aprendido con la psicología económica», de Richard Thaler (Nobel de Economía, 2017). El libro es delicioso y recomiendo su lectura. Además, Thaler es del 45, año en el que nació padre y eso, que parece irrelevante para el resto, es importante para mí, máxime cuando ya no está desde hace un tiempo.

En su obra, Thaler relata numerosos experimentos llevados a cabo durante años de investigación en el campo de la «economía del comportamiento», una faceta apasionante de la Economía en la que muchos académicos trabajan. Por mi parte, tengo que decir que conocí a Thaler de la mano de artículos y charlas del economista Pedro Rey Biel, a quien recomiendo seguir encarecidamente.

Uno de las más famosas evidencias que relata Thaler en la obra citada es la de esa persona (podríamos ser cualquiera de nosotros) que está a punto de comprar un aparato de radio por 45 dólares y que, en el momento de ir a pagar, es advertida por el dependiente: en la otra tienda de la cadena, a diez minutos en coche, el aparato de radio está en oferta por 35 dólares. El resultado lo pueden adivinar. Esta persona conduce para conseguir el mismo bien por diez dólares menos.

La cosa cambia cuando no se trata de un aparato de radio, valorado en unos 45 dólares, sino de un televisor de última generación que cuesta 495 dólares. En el momento del pago, nuestro dependiente avisa al comprador: a diez minutos en coche, en la otra tienda de la misma cadena, la televisión está a 485 dólares. Sin embargo, ahora, nuestro consumidor ya no quiere conducir y termina pagando los 495 dólares.

Apuesto a que alguna vez les ha ocurrido algo similar. Esta es una de las mayores evidencias a favor de un argumento difícil de asimilar: no somos tan racionales como creemos sino, más bien, sólo humanos. La Economía, como ciencia, ha usado durante buena parte de su historia modelos sustentados por la idea de un consumidor completamente racional. Y no lo somos. En su descarga, no obstante, podemos afirmar que una de sus ramas, el marketing, llevaba tiempo sabiéndolo.

¿Por qué nuestra mente trabaja en porcentajes cuando debería, en este caso exacto, hacerlo en niveles? Los diez dólares de ahorro en el aparato de radio suponen un 22 por ciento del precio inicial (10/45), mientras que los mismos diez dólares ahorrados en la televisión sólo son el 2 por ciento (10/495) ¡Pero siguen siendo 10 dólares! Diez maravillosos dólares con los que obtener algo de valor adquiriendo otro bien o ahorrándolos ¿Por qué renunciar a disfrutar de un súper helado de diez dólares mientras veo mi programa de TV favorito en mi flamante televisión? Podríamos haberle hecho un corte de mangas al coste de oportunidad, disfrutando de helado y televisión al mismo tiempo, pero, simplemente, lo desestimamos. Nos quedamos sin helado.

Tal vez, lo que ocurre, es que creamos estar meditando el porcentaje cuando, realmente, se trata de una simple cuestión de valoración. Quizá nos vemos obligados a adquirir un aparato de radio porque no podemos disfrutar de una televisión y, en ese caso, cualquier ahorro nos parece tremendamente importante. En otras palabras, no queríamos comprar un aparato de radio, pero ¡era eso o nada! Lo que realmente deseábamos era una televisión así que la radio es nuestra segunda opción. Cuanto menos dinero dediquemos, mejor.

Sin embargo, cuando compramos la televisión, todo cambia. Llevábamos mucho tiempo deseándola. Hemos ahorrado y trabajado duro para conseguirla y nuestra expectativa de valor es muy alta. Tanto que desestimar un ahorro de diez dólares no es más que la recompensa que nos permitimos por el esfuerzo llevado a cabo durante estos duros meses (¡o años!). Nuestra mente necesitaba esa recompensa. Oiga, gracias por la indicación, pero ¡me lo merezco! Me llevo la televisión por diez dólares más.

Piensen en la vida cotidiana. Uno es capaz de escatimar en pastillas para encender la chimenea (aun sabiendo que una tableta completa cuesta algo más de un euro) mientras no le importa pedir una ronda más de aperitivos en su reunión semanal con los amigos, aun sabiendo que, probablemente, sobre comida. Un intangible valor esperado parece, de nuevo, estar detrás de estos comportamientos.

Comportamientos no racionales ¿o sí? No estamos dispuestos a pagar un céntimo más por aquello que no nos hace demasiado felices y, sin embargo, parecemos descuidados cuando lo primero es sentirse bien. Lo saben en marketing y en muchos sitios más. Al fin y al cabo, la felicidad también se paga ¡Bien lo merece!

Ramón Castro Pérez es profesor de Economía en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos, Ciudad Real).

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3 COMENTARIOS

  1. Voy a usar una frase que me hace mucha gracia, de nuestros mayores: has dicho el evangelio.

    Nos hemos acostumbrado a que la felicidad tenga un coste económico, y preferimos tener lo mismo que el resto, aunque no nos haga falta, y recortar en lo básico: salud, educación, manejo de redes familiares o de amistad.

    En mi casa nunca faltó buena comida, buena ropa y estudios; sin embargo jamás hubo nada superfluo, porque los que mandaban eran de gastar solo en lo necesario. Ahora, en mi caso, los que les hemos sobrevivido, gracias a ell@s tenemos una vida acomodada, pero ningun@ tenemos necesidades de felicidad a plazos, ni siquiera al contado, y esa es la herencia que más valoro.

    Me puse a ver el documental de la mujer de Ronaldo y fui incapaz de llegar al segundo capítulo. Una oda a la felicidad del analfabeto funcional conseguida a base de millones por dar patadas a una pelota, de un lujo que solo se disfruta publicándolo en redes. Y eso es lo que ven nuestros hijos o nietos. Un auténtico peligro del que seguro están encantados los «liberales» muy mucho de todo con la ética y la moral tan huecas como las calabazas de Hall….

    Creo que la mayor felicidad es contar con una buena familia, dos o tres buenos amigos y esos ratitos en los que se te olvida el mundo porque te estás riendo a carcajadas con el/la de al lado. Lo demás, Máster Card.

    Cómo me reía con los comentarios maliciosos de algunas mujeres en el mercado cuando iba de la mano de mi madre: mira fulanita, tanto traje y tanto coche y solo compra patatas…pues eso. Tanto disfrute en Instagram con yates y aviones privados…y luego solo patatas…y vacío…

    Perdona que se me haya ido la cosa por el lado menos económico, pero la felicidad, esa que solo dura un minutillo, es la mejor de todas, es gratis, y como con el televisor, no me voy a otro lado a ver si la hay más barata.

  2. Dale a un español una tiza y una pizarra y te dibujará una polla.
    Si encambio le das una tiza y una pizarra a un alemán te demuestra el Teorema de Fermat o te resume a Kant. Es un tema cultural, sin embargo el español es más feliz porque sabe reírse de su miserable vida. Aquí a los mejores siempre se les pone la zancadilla y a los peores se les premia la vagancia.

    Por eso, ese día en el que te das cuenta de que literalmente te suda la polla que te llamen facha, justo ese día es cuando empiezas a ser verdaderamente libre y feliz.

    Y recuerda, hay dos tipos de peesonas: 1)los que cargan el revólver y;2) los que cavan su tumba.

    Yo, elijo revólver.

    Tito Clint.

  3. Y es que la felicidad parece que ha dejado de ser un estado asociado a los grandes temas existenciales como el sentido de la vida, la lealtad y la honestidad con uno mismo o qué es realmente importante para cada uno de nosotros en ésta para convertirse en un producto de consumo. Aunque no debemos confundir la felicidad con la alegría…..

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