Manuel Cabezas Velasco.- El tiempo parecía haberse detenido en aquella ciudad media castellana. Los conflictos de los que había huido años atrás Juan de la Sierra y los suyos seguían latentes. Los problemas entre conversos y cristianos viejos. La sombra de la Inquisición.
La pérdida de relevancia de aquella ciudad que veía como el tejido industrial se desangraba al desaparecer sus principales protagonistas, inicialmente los judíos para ser posteriormente relevados por los conversos. Aun así, la familia de Juan había regresado para cumplir un cometido: someterse a los dictámenes que el Santo Oficio había impuesto al mercader. Así era las cosas y estos eran los condicionamientos que influían en la vida de estas personas a lo largo y ancho de aquella población conocida como Ciudad Real.
La nueva estancia en Ciudad Real se había teñido de un regusto amargo desde su llegada. Juan no sabía qué sería del futuro de su madre, y esa congoja no le dejó conciliar el sueño durante varias noches seguidas. Las ojeras ponían de manifiesto esa honda preocupación, que no sólo se ceñía a su progenitora sino al resto de miembros de su familia.
Sin embargo, no todo eran malos momentos, pues aún recordaría en aquellos días los tiempos de un pasado no demasiado remoto, donde otros miembros de la comunidad conversa ciudadrealeña habían residido. Juan de la Sierra volvía a transitar por las calles que habían conocido desde niño, aunque sus orígenes procedieran de Fregenal de la Sierra. En aquel preciso instante le vinieron a la cabeza el agrio carácter de Juan Falcón “el Viejo” y su díscolo -y traidor- hijo Fernán, el saber estar del regidor Juan González Pintado que se había convertido junto al anterior en el alma máter de su comunidad, la personalidad de Sancho de Ciudad quien habíase convertido en un líder natural de los suyos, la prolífica familia de Juan Martínez de los Olivos, la habilidad en los negocios del lencero Alvar Díaz, la ayuda inestimable del yerno de “el Viejo”, Diego de Villarreal, tendiendo puentes para todos los que necesitasen protección en tierras de Almagro, y, sin duda alguna la personalidad de una mujer que conocía desde niño cuya casa se había convertido en su segunda casa en más de una ocasión en la calle de Monteagudo el Viejo, la vivienda de su tía María Díaz, la apodada como “La Cerera”, a la que tantas veces había acudido a pesar de las travesuras que siempre protagonizaba y que ponían en entredicho el fiel cumplimiento de las creencias de sus antepasados. Eran sólo algunos de los miembros de su comunidad que su mente traicionera los vino a recordar en aquellos momentos tan aciagos. Juan había sido así desde muy joven, un muchacho díscolo pero vivo, astuto, que se había sabido ganar el favor de los suyos, aunque conforme fue creciendo y se hizo un hombre ciertas de sus decisiones no fueron muy bien entendidas. Pero su tía, a pesar de todo ello siempre le había tenido un especial cariño, y por esa misma circunstancia no había entendido que se plegase a los dictámenes de los inquisidores para ir a buscar a su propia madre, a sabiendas del negro futuro que la esperaba. Frente a la fachada de la casa de aquella mujer que se había convertido en un auténtico baluarte de su comunidad, se hallaba Juan aquel día como consecuencia de uno de sus paseos, llevándole a recordar muchas de las enseñanzas recibidas por los suyos desde sus tiempos de mocedad. Aquella hembra que había ejercido de segunda madre era uno de los líderes naturales de los conversos de aquella Ciudad Real que venía finalizar el siglo XV. Su reconocida familia y el respeto conseguidos venía más allá de su carácter combativo, contestatario, pues miraba de igual a igual a más de uno de los cabecillas de estirpe judaica que aún sobrevivían en aquella ciudad media castellana. Había revertido las costumbres llegando a presidir algunas fiestas que parecían solo destinadas a hombres, se desenvolvía en la lectura de su lengua hebrea, había llegado a aventurarse a cruzar las aguas del Mediterráneo para dirigirse a Constantinopla, aunque no gozó de la fortuna deseada. Todo ello hacía de aquella mujer ya entrada en años un personaje que servía de modelo a generaciones posteriores, siendo uno de aquellos seguidores su propio sobrino Juan, aunque las circunstancias de aquel momento le habían llevado a adoptar posiciones más bien enfrentadas.
A pesar de todo, los recuerdos que le asaltaban también le llevaron a rememorar la visita de la que se había convertido en el azote de los miembros de su comunidad, la reina Isabel.
Aquel día de 1484 en el que Ciudad Real había engalanado sus calles para recibir a tan Magna Señora no sería de tan grato recuerdo para los miembros de la comunidad a la que Juan pertenecía, a pesar de ser reconciliado. ¡Que se lo hubiesen dicho al lencero Alvar Díaz, al que confiscaron sus bienes entre los que su casa y tienda de la plaza –en la mismísima alcaicería– tendrían por destino convertirse en ‘casas del común’! Sin embargo, su familia era su familia y ese hilo invisible que les unía ningún elemento represor como el tribunal inquisitorial lo podría romper, por mucha intimidación que supusiera las amenazas que aquellos religiosos habían proferido en más de una ocasión contra aquellos que no se había convertido a la fe cristiana, sino que ocultaban sus costumbres judías tras una fachada. Esa situación siempre le llevaría a Juan a estar posado sobre un difícil equilibrio en el que siempre saldría perjudicado uno de los miembros de su familia, fuese la que fuese su decisión última. En eso mismo pensaba en aquel instante cuando tras haber revisado algunas cuentas entró en la dependencia en la que se hallaban las dos mujeres más relevantes y amadas de su vida: su anciana madre y su bella esposa.
-Hijo mío, ¿dónde te hallabas que no te hemos visto en horas? –inquirió Leonor al ver como su vástago atravesaba el umbral de la cámara en la que ellas se encontraban.
-Resolviendo ciertos asuntos de los negocios de la pañería, madre, nada que te sea desconocido ni de lo que tenga que preocuparse. –respondió Juan no demasiado convincente.
-Querido, deberías comer algo, pues no todos van a ser mercadeos ni paños, esposo mío. –comentó pizpireta Beatriz.
-¡Qué más quisiera yo que todo se resolviera con una simple comida! ¡Ojalá pudiera tener más tiempo para desperdiciarlo comiendo buenos manjares, pero las trabas que nos ponen, siendo además conversos, cada vez son mayores! Aun así, te haré caso y te pido que le digas a Juana que prepare algo con lo que alimentarme pues dentro de una hora daré cuenta de ello. Ahora sólo quería saber cómo estabais y vuelvo a mis asuntos hasta que me llegue el aviso de que la comida está preparada.
-Está bien, Juan. Enseguida me acerco yo misma pues la envié a un recado y no quiero que esperes tanto. Ve tranquilo a lo que aún tengas pendiente y en un rato iré a buscarte.
Juan se acercó a las damas, besándole la frente a su madre y dándole un tierno ósculo a su mujer, para regresar con la tarea que aún le queda por resolver.
Mientras se dirigía a la estancia donde números y paños se adueñarían de la mayor parte de su tiempo, aquel mercader y tejedor no paraba de darle vueltas a cuál sería el futuro de su madre. Sabía que ya no quedaba mucho tiempo para que sus vidas volviesen a tomar rumbos distintos. Demasiado poco confiaba en los miembros de la Inquisición como para que se apiadasen de aquella anciana, su queridísima madre, pues ya años atrás había sido condenada y confiscados sus bienes, al igual que a él mismo le ocurriera, aunque gracias a amigos de confianza podía haber encontrado un lugar digno donde alojarse. Sabía que los remordimientos volverían a adueñarse de él. Aquel que presumía de ser el líder natural de un grupo de hermanos que habían logrado levantar un más que boyante negocio en el mundo de la pañería, llegando a destacar por encima de otros de sus convecinos e incluso de otras localidades de mayor tradición pañera en aquellas tierras de Castilla. Habían hecho justicia a las enseñanzas de su propio padre, el difunto por entonces Alfonso González de Frexinal.
MANUEL CABEZAS VELASCO
Cabe recordar que el 24 de agosto de 1484 nace, en Sevilla, Fray Bartolomé de las Casas, todo un gran luchador por los derechos del hombre y por la fraternidad entre todos los pueblos de la tierra……
Por cierto, la Inquisición de Ciudad Real, en todo el año 1484, condenó a ser quemadas vivas 44 personas, 22 en estatua y 370 a penitencia horrenda…..
Gracias nuevamente Charles por tus comentarios y buenas citas sobre datos muy relacionados con el texto publicado.
En cuanto a Bartolomé de Las Casas, cierto es que nació en la citada fecha, pero en el conjunto de la trama de la publicación no tiene ninguna relevancia, a pesar de su importancia con motivo de las Leyes de Indias. Buen apunte al respecto.
En cuanto al dato sobre los condenados por la Inquisición, es escalofriante que en dos años asistiéramos en esta ciudad media castellana a tal magnitud de fanatismo religioso y de limpieza económico-religiosa de los conversos acusados de judaizantes. El dato, por desgracia, es totalmente real, y te agradezco que lo pongas de manifiesto para que en posteriores comentarios no se digan otras cosas fuera de contexto.
Un saludo y hasta el próximo