El sol se ha negado a dar su habitual paseo, continúa aferrado a las sábanas de su conciencia. Tan abatido que ha decidido abandonar su misión de alumbrar al ser humano. Ha cubierto su resplandor tras la luna, disimulando su contorno tras la silueta de su satélite preferido. Piensa que nadie cree en su valía. Su cabecita ha dejado de girar en el sentido correcto. Desestima la posibilidad de volver a calentar e iluminar el sistema en el que se crio. Aturdido de observar el capítulo diario al que se enfrenta.
Él piensa que allá abajo reina la desconfianza. Personas contra personas, agujereando como un queso el planeta que les tendió su corazón. Está seguro de que para ellos es más sencillo pelear por uno mismo que por el conjunto, perdiendo la razón de la existencia. Maldice a ese “don” que les proporciono la evolución, la dichosa inteligencia, que no les sirvió de nada. —Tanto poder y tan poca sensatez—. Está convencido de que no merece la pena aferrarse a una especie, la humana, que ha perdido la empatía. Abrumada y acostumbrada a desastres y barbaries cotidianas, en donde las guerras y muertes pertenecen a las noticias. Historias de razas diferenciadas por: color de piel, religión, lugar de nacimiento, gusto musical, deporte, sexo, política,…
Ese portentoso astro se ha cansado de cruzar los dedos para pedir un deseo de futuro. No piensa volver a realizar su movimiento de traslación para satisfacer egos individuales. Mira a ese pequeño planeta azulado, el nuestro, como se mira a un hijo al que ha visto hacerse mayor, rabioso por su mala conducta. Está enfadado con esa bolita, mitad agua y mitad tierra, que ha tenido todos los medios a su alcance pero a la que ha visto caer en los mismos errores generación tras generación.
Acalorado y ardiente por la situación se debate entre apostar por nosotros o dejarnos en la oscuridad para siempre. —Un debate que comparto con él, lleva gran parte de razón. Pero me niego a dejar que su parte más decepcionada gane la partida—. Aquí, en el tercer planeta de su sistema solar, hay mucha gente que amamos nuestro hogar. Se lo he gritado desde mi pequeño pueblo manchego, Miguelturra: – ¡seguiremos creyendo en la raza humana!
Esta mañana, bien temprano, le he enviado un cohete, repleto de detalles y ejemplos, para demostrarle que la inmensa mayoría deseamos la paz y la convivencia. Que un pequeño puñado de ególatras no puede nublar el cielo que nos guía. Pues, para los que amamos nuestro mundo, cada amanecer es la referencia para nuestros pasos. Que cuando él brilla en el horizonte nos permite atiborrarnos de energía e impulsarnos a vivir.
Él ha comprendido que juntos podemos, y que su fuerza da esplendor a nuestra naturaleza, color a lo que toca y grados para hacer germinar. Que necesitamos su compromiso para derrotar a esa parte que vive en la penumbra de la sociedad.
No sé en qué momento del discurso se ha convencido. El caso es de que con gran delicadeza a pedido a su amada, nuestra señora de la noche, la luna, que se retirase. Ella, encantada por la decisión, ha continuado su viaje a nuestro alrededor. Con ese gesto ha permitido que los primeros rayos de sol volviesen a abrir un nuevo halo sobre las cristalinas aguas del mar, dando el pistoletazo de salida al nuevo día. Un eclipse, que se engendró entre desengaños y remordimientos, ha dado paso a otro mundo de esperanza.
—En esta ocasión deberíamos de aprovechar la oportunidad—.