Natividad Cepeda.- Cuando cruzan las brillantes perseidas en el cielo no dejan huella alguna. Al buscarlas, en esa inmensidad sin límite jamás he percibido viento cósmico que dispersara sus fulgores.
Recuerdo que allá en esa infancia lejana de mi memoria me decían, las mujeres que apenas si sabían firmar, que algunas estrellas fugaces eran las almas de las buenas personas que al morir iban al cielo. Yo les preguntaba como lo sabían y ellas me dijeron que si al mirar la estrella me recorría un escalofrió, entonces que no dudará que alguien moría y volaba arriba. Las recuerdo sentadas junto al pozo de aquella tierra de mis padres en el paraje llamado de las Tres casas. Sentadas en silencio mirando al infinito, hermosas y profanas. Ninguna de ellas había estudiado astronomía, ni leído a poetas insignes, cantaban algunas coplas que yo desconocía y señalaban la Vía Láctea llamándola el Camino de Santiago. Fueron ellas las que me dijeron que algunas noches cuando cruzan muchos cometas es porque el apóstol Santiago galopa en su caballo blanco guiando a los muertos que han perdido el camino. Eran mujeres oscuras, anónimas con creencias de fe enraizadas en otras paganas. Rezaban ensalmos que curaban, que de ellas aprendí, prometiendo no decírselo a nadie.
Las perseidas otras veces eran antiguas magas desterradas al cielo a causa de la envidia de hombres y mujeres hacía ellas. ¿Por qué? les preguntaba, y ellas sonreían ante mi ignorancia mientras la noche iluminaba sus miradas mostrando sus brazos musculosos con sus mangas remangadas por encima del codo, brazos torneados y blancos, lo mismo que sus blusas interiores, desabrochadas hasta mostrar el canalillo donde empieza el pecho. Senos firmes y altos que nadie adivinaba cuando se tapaban. Si una estrella cruzaba como un relámpago auguraba a quien la había visto en silencio, que a lo largo del año tendría noches fogosas. Y reían al imaginarlo. Y quien no veía estrellas fugaces era porque le faltaba lumbre en el corazón o tenía mala niebla en el alma.
Perseidas y dormir fuera de la casa, fuera de las habitaciones y lejos de los hombres para que la magia de la noche las cubriera. Mujeres aquellas que conocían los sonidos de las aves nocturnas, del ratón que corría y de donde llegaba el aire por el aroma que traía. Las recuerdo leyéndose el futuro por dibujos que hacían en la tierra, por el agua que traspasaba el cristal y aparecía un prisma de colores que ellas decían que eran puertas por donde entramos y salimos en el transcurso de nuestra vida. Ante ellas me sentía desnuda, pequeña, y a la vez deseosa de que me enseñaran lo que ellas sabían.
Ninguna de ellas me traición, ni me olvidó. Éramos diferentes y a la vez iguales. La envidia, niña, me dijeron, es una sarna que no se quita y es un camino oscuro lleno de ingratitud; cierra la puerta a los envidiosos, a los que te quiten varas de pellejo y son desagradecidos. Por entonces aquellas palabras para mí no tenían sentido eran palabras que sonaban distintas, calientes, como la cal viva cuando hervía en viejas calderas destinadas a encalar paredes de tierra apisonada para cubrir los cuadriláteros de tapiales de cientos de años. Mujeres desdeñosas de mendigar caricias con hogaza de amor para sus hijos y un cartapacio de saber entre sus manos ajadas de uñas limpias sin lacas de colores. Mujeres como lo fue mi madre, que me enseñó a salar jamones, a cocer los membrillos y hacer carne membrillo, las jaleas, las conservas de tomate y pimiento, las berenjenas encurtidas en las orzas de barro para el verano, los tomates en sal, el letuario para el arrope, con el mosto más dulce de septiembre, la pepitoria que se servía en la celebración de bodas…
Mujeres que amasaron adobes con sus manos desde la infancia ayudando a la economía familiar y a las que sin decirlo les sobraban saberes. De aquello hoy se ha perdido su esencia, la verdad sin artificio alguno. Cuando cruzan en el cielo de agosto las perseidas en ellas las recuerdo. Regresan en la hondonada oscura de la noche estrellada y siento que me acogen igual que en el amanecer veo el lucero del alba y regreso a coger la mano de mamá, señalándome con su mano el cielo y explicándome que aquella estrella era el planeta Venus. Perseidas y cabañuelas en labios de mujeres y hombres del medio agrícola prediciendo el futuro de los meses venideros. Mujeres y hombres apegados a los ancestros de viejas tradiciones hoy casi olvidadas o profanadas por su alteración y mangoneo ficticio.
Perseidas, partículas de sueños que cruzan por el cielo con su cola luminosa en la noche de agosto; lágrimas de amor por el martirizado San Lorenzo, asado en la parrilla del emperador romano Valerio, que subieron al cielo aquél diez de agosto del 258. Perseo y la decapitación de Medusa brillando en la constelación del Norte… Estrellas que alumbran y nos acompañan desde sus lejanías muy olvidadas hoy por la luminosidad artificial de la electricidad y la ignorancia nuestra.