Cada vez quedaba menos distancia para alcanzar la amada Ciudad Real de la que años atrás había huido Leonor González. Sabía por su propio hijo que no tendría las puertas demasiado abiertas sino más bien todo lo contrario.
La esperaban, sí, pero para que cumpliese la condena de la que su huida la había librado tiempo atrás. Pero, aun así, a pesar del certero peligro que corría con su regreso, el hecho de contemplar las calles de su ciudad, le despertarían emociones encontradas y también cierta melancolía al asaltarle multitud de recuerdos. Aún no había olvidado, ni tan siquiera en su lecho, el calor ausente de su difunto marido, Alfonso González del Frexinal. Sin embargo, debía seguir avanzando pues se había comprometido con su hijo, a pesar de que conocía que su final sería más bien aciago. Todos aquellos pensamientos le asaltaban mientras habían encontrado un lugar de reposo pocas horas antes de iniciar la que podría ser la última de las jornadas de viaje desde que se alejaron de las tierras de Fregenal de la Sierra. Sería entonces cuando transitarían por el valle de Alcudia, no muy lejos de los terrenos que albergaban las afamadas minas de Almadén, aquellas que serían grandemente exploradas por los romanos, aunque tiempo atrás fenicios y cartagineses las hubieron explotado.
En aquella noche de desvelo, Leonor recordaba cómo Juan le había explicado la misión que los inquisidores le habían encomendado, la de convencerla a ella de regresar del reino de Portugal donde había residido durante largo tiempo, aunque en las últimas fechas se había acercado a las tierras de Fregenal con el fin de recordar el tiempo que había pasado con su desaparecido esposo. Aquellos monjes le habían certificado a su hijo que, si lograba el objetivo deseado, la señora se libraría de ser pasto de las llamas y él, como converso, obtendría su propia recompensa en la otra vida. <¿De veras que mi hijo se había vuelto tan incrédulo ante tan vanas promesas o sólo trataba de aminorar los temores que despertarían en mí al oírle hablar del tribunal del Santo Oficio?>, pensaba la anciana para sí. Con los dolores de cabeza que siempre le había dado desde muy pequeño aquel hombre ya padre de dos vástagos, aunque dicha actitud acrecentaba aún más su amor por él, su respuesta la había hallado en su misma pregunta y sabía más que de sobra que, como amor de hijo, sólo ocultaba el destino fatal que le depararía aquel viaje de regreso. Y ella bien que lo sabía y por ello apenas pudo conciliar el sueño en el transcurrir de esa noche.
Llegaron entonces las primeras luces del día. Todos aquellos que habían iniciado aquella travesía ya estaban preparados para adentrarse por el Valle de Alcudia. Tras haber recogido todas sus pertenencias, reemprendieron la marcha e iniciando la travesía que les estaba llevando a alcanzar la amada Ciudad Real. Al comienzo de aquella nueva jornada una mirada fue suficiente entre madre e hijo para saber el destino que realmente les esperaba.
-¿Cómo ha dormido usted, madre? – preguntó educada y sinceramente Juan, al preocuparse por el estado de la anciana Leonor.
-Poco te puedo decir, hijo mío, que ya no sepas. Apenas los ojos se me cerraron en torno a un par de horas en los que pude dejar de pensar en nuestra llegada. Nada que te pueda decir podría servir para poner paños calientes ni como consuelo a tu propio pesar, si es lo que ahora estás pensando. Ambos sabíamos que este día podría llegar y tú sólo te has convertido en el instrumento de aquellos que no toleran que volviese a respetar las creencias de nuestros antepasados. Querido Juan, anda y ve con tu esposa y tus vástagos, pues a buen seguro estarán más preocupados por ti al ser el soporte de sus vidas. Sé que es una prueba difícil lo que en este viaje estás teniendo que soportar, pero una mujer como yo ya ha vivido lo suficiente para conocer que el tiempo a veces se acaba sin que lo hayas disfrutado de la mejor manera ni puedas ejercer tu propio control sobre esa suerte. No te preocupes más, que pronto podré reunirme con tu padre, que seguro que me estará esperando con los brazos abiertos.
-No diga eso madre, pues aún le resta mucho de vida para que tan fatal destino le alcance. Debe confiar, aunque no las tengamos todas consigo, pues esos monjes malnacidos están deseando poner sus garras en todos nosotros. Anímese usted, pues mis hijas necesitan poder disfrutar más de su abuela, a la que apenas conocen. –reteniendo una congoja que cada vez más le invadía, aquellos dos rostros no necesitaban expresar más de lo dicho en aquellos momentos. El pesar invadía sus corazones, pero como no estaban solos, debían cambiar su semblante para insuflar mayores ánimos a todos aquellos que los acompañaban. Había que encarar el destino no sólo con dignidad sino con valentía y un atisbo de sonrisa en sus caras nunca estaría de más en aquellos tensos trances.
Tras incorporarse a sus monturas y carretas, aquellos viajeros iniciaron su travesía por un valle de Alcudia que tan buen provecho había sacado la Orden de Calatrava con sus diversas rentas, tratando de llevar a cabo un trayecto que, a pesar de los riesgos al ser muy conocido, los llevase en el menor tiempo posible a alcanzar su ansiada Ciudad Real. El tramo del Camino Real de Córdoba a Toledo sería el elegido allá por el Puerto de la Inés para salir del Valle por el Puerto Veredas iniciando el camino hacia el norte, en donde les esperaban Almodóvar, Caracuel y la morada que muchos deseaban arribar con todas sus fuerzas, penetrando por la Puerta de Alarcos que formaba parte de la cerca amurallada de la Villa Real alfonsí. Pero para que llegase tan deseado momento aún quedaban algunas horas y no sabían qué circunstancias rodearían su acogida.
MANUEL CABEZAS VELASCO
Continúa la travesía por el Valle de Alcudia, el edén de La Mancha.
En 1525, Carlos I pagó los gastos de su coronación alquilando las minas de Almadén a una familia de banqueros alemanes. Interesante…..
Muchas gracias de nuevo Charles, aunque para los tiempos del Emperador aún queda un trecho en cuanto a Juan de la Sierra y su familia.
Nuevamente agradecido por tu seguimiento y comentarios.