De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (33)

La visita a las tierras que “El tuerto” tenía a su cargo por parte del padre y el hijo les provocó más de una sorpresa y algún que otro cambio en el futuro de sus vidas. No sabían lo que les depararía lo encontrarían a la vuelta de la esquina, aunque estaban acostumbrados a cambiar de planes de forma brusca en las fechas más recientes.

Fotografía actual de la Plaza de San Antón, Híjar (FUENTE: www.aragonmudejar.com)

El regreso a la morada tras aquel largo día de toma de contacto en las tierras de Híjar estuvo teñido del mayor de los silencios. No había mucho de qué hablar, aunque el muchacho seguía reteniendo en su memoria el rostro de aquella muchacha, que sin saber por qué le llevaba a pensar en cómo se conocieron sus padres, cuáles fueron las circunstancias que rodearon a su primer encuentro. Todo aquello parecía estar guardado en la memoria del único guardián que aún podía contarla, su propio padre, aunque bien sabía que no era un tema que le trajese solamente buenos recuerdos y por ello no había insistido demasiado en preguntar. Sin embargo, al conocer a aquella muchacha se despertarían en el jovencito sentimientos que él aún no había experimentado. A pesar de todo, no era ese el momento para un diálogo tan personal y que requeriría cierto tiempo, además de no saber qué derroteros llevaría ni qué reacción provocaría en su propio progenitor. Por ello, puesto que no tenía fuerzas para iniciar una conversación padre-hijo a esas horas, en cuanto alcanzaron la residencia de la que habían partido con las primeras luces del día, apenas tuvieron ganas de probar un bocado de lo que habían conseguido a lo largo de aquella jornada y la escasez de fuerzas les conduciría a caer en el lecho sin apenas rechistar. A pesar de que el mutismo que se había adueñado del trayecto de vuelta a aquella casa que les había facilitado “El tuerto” había ido preparando el terreno para que no surgiera ningún tema de conversación que les distrajese y se fueran inmediatamente a recuperar las fuerzas y recargar las energías para el inicio del siguiente día, en el cual ya no serían tan tutelados por aquel que les acogió, la mirada del padre se dirigió a averiguar cualquier tipo de reacción del hijo que le diese alguna pista de por qué andaba tan silencioso. Aunque no logró atisbar ninguna reacción al respecto, se dirigió a su hijo:

-¿Va todo bien, hijo mío? ¿Hay algo que debas contarme?

-Nada importante, padre.

-Pero estás demasiado callado tras haberte encontrado con aquel grupo de jornaleros tan jóvenes. ¿Te ha ocurrido algo con ellos?

-No padre, sólo estoy algo cansado, pues no estaba acostumbrado a estar en faenas del campo durante todo el día.

-Debes familiarizarte con las nuevas tareas que nos tocará realizar, pues mientras no tengamos otra cosa, sobrevivir es lo que nos toca. –sonrió el padre para sus adentros.

-Está bien, padre. – respondió apesadumbrado.

-Siento, hijo, que hay algo más y que no tienes muchas ganas de hablar ahora mismo. Como siempre que hemos tenido algo que decirnos, tienes mi total confianza y esperaré a que estés preparado para comentarme lo que tanto te reconcome, pues no creo que sólo sea trabajo. Y ya no insistiré más, pues también estoy algo cansado y, en cuanto probemos algo de lo que llevo en el zurrón, nos iremos a descansar, que mañana hay que volver a madrugar.

-Lo que usted diga, padre.

Tras una discreta pitanza, padre e hijo, buscaron sus respectivos lechos en aquella morada que pertenecía a “El tuerto”. Sin embargo, a pesar del cansancio de aquellos cuerpos derrotados, el sueño placentero sería para ambos desigual. Mientras para el padre apenas necesitó unos minutos para caer en la más profunda de las somnolencias, al hijo le asaltaron no sólo las agujetas que su poco curtido cuerpo acumuló aquella jornada sino sobre todo aquella mirada que se le había clavado y aquella frase con un tono de voz que no le dejó conciliar el sueño en varias horas: <¿Cómo te llamas, chico?>, se repetía una y otra vez en la mente del vástago del maduro impresor, aunque más que la frase en sí aquella mirada que le había penetrado. Largas serían las horas de aquella noche para el muchacho, pues imágenes, voces, sonidos de aquel día que albergó tantas novedades le impedirían descansar como el pretendía.

Mientras tanto, calles más abajo, allá donde la mujer de la casa había preparado una cena para su marido, aquel que todos conocían como “El tuerto” y que siempre para ella sería su pequeño Bernardo, no por su tamaño sino porque era algo más joven que ella, mientras estaba dando cuenta de los platillos tan suculentos que su señora le había preparado, no paraba de darle vueltas a la cabeza sobre la idoneidad de haberles dado trabajo a aquellos que habían llegado tan súbitamente a su vida, a los que había brindado la posibilidad de alojarse en una antigua cuadra que ahora mismo no necesitaba. No sabía qué pago podría exigirles por aquella vivienda tan poco acondicionada ni si prolongarían su estancia el tiempo suficiente para ser dignos de su confianza. Puesto que mañana sería otro día y, entre los jornaleros que tenía a su cargo, gozaba de alguno que podía supervisar el trabajo que hacían los recién llegados, podría así mantener la distancia y ejercer su control de una forma discreta. Lo demás le llevaría a pensarlo durante varios días, pero esa noche no era el momento pues mientras finalizaba aquella cena se percató de que una mirada risueña, zalamera, se había posado sobre él. Era su amada la que requería de su atención. Todo el día había permanecido sola, afanándose en las tareas de la casa, sin la presencia de su esposo, sin la cercanía de su calor. Ese calor, o más bien calentura, es lo que parecía que empezaba a manifestarse en los cuerpos de aquellos dos lugareños. Tras una rápida recogida de la modesta vajilla, el reclamo de aquella mujer los llevaría a explorar los más recónditos recovecos de sus figuras. De lo demás su imaginación daría rienda suelta hasta que la extenuación les condujese a caer en el más profundo de los reposos.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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