La noche no había sido perturbada por ningún temor para aquellos que permanecían en tan modesta estancia. Ningún miedo asaltó el profundo sueño que padre e hijo encontraron en aquella vivienda improvisada y de la que eran bien conocedores desde hacía unos días.
Las horas que transcurrieron hasta la llegada de los primeros rayos de sol estuvieron teñidas de una tranquilidad absoluta. Entonces llegaron a vislumbrarse las calles de aquella villa. El dibujo de los edificios, el trazado viario, iba mostrándose cada vez de forma más nítida conforme la luz solar hacía acto de presencia. Había llegado el momento de levantarse. Tras apenas haberse podido desperezar, probar algún bocado de las pertenencias que aún portaban en sus zurrones, desatrancaron la puerta y la cerraron tras de sí e iniciaron la búsqueda de su nuevo amigo.
“El tuerto”, como hacía rutinariamente a diario, salía de su casa bien temprano, aunque en esta jornada tenía que hacer un pequeño alto en su camino habitual y se aproximó al lugar de la cita que había concertado el día anterior, la conocida Cuesta del Olmo, donde acababan de llegar el padre y su hijo. Las esperanzas que ambos ponían en el futuro que aquel lugareño les ofrecía no pretendían ser demostradas al menos externamente. No querían parecer desesperados hasta el punto de que se conformasen con cualquier migaja que aquel hombre les pudiera ofrecer, a pesar de lo apurada que era su situación. Sin embargo, sí pensaban que la decisión que habían tomado de regresar a aquella villa conllevaría algunas consecuencias. Querían permanecer en dicho lugar, en aquella población que vio dar los primeros pasos a aquel padre cuando entonces era aún un niño. Pero aún no las tenían todas consigo pues desconocían qué tipo de oferta les realizaría y por cuanto tiempo aquel hombretón que a grandes zancadas estaba a punto de llegar a su encuentro.
-Buenos días tengan ustedes, padre e hijo. ¿Qué tal pasaron la noche en tan improvisada vivienda? –presentóse el hijarano ante quienes le esperaban.
-Bien, a pesar de que uno ya va entrando en años y ciertas posturas no las soporta como cuando era mozo. Agradecido quedo por su ofrecimiento, pues ya nos hubiese tocado dormir al raso a las horas que nos encontró ayer sin ninguna estancia donde alojarnos. – respondió educadamente el maduro impresor, adelantándose a cualquier respuesta vivaz que el muchacho pudiera dar y que provocase incomodidad en aquel momento.
-Me alegro, aunque entiendo y comprendo lo que dice pues ya no pasan los años en balde y ambos ya no somos jóvenes, no como el mozalbete que le acompaña. ¿Quién pillara su edad ahora con lo que en estos momentos uno sabe? –señaló mirando con cierta complicidad al muchacho, que parecía estar algo tímido en aquella conversación tan tempranera –. En cuanto a la oferta que ayer les hice, les explico. Mi idea es que al necesitar algo de ayuda para hacerme cargo de mis quehaceres, almacenar en el granero lo que vaya cosechando, traer y llevar las cuentas que la venta de mercancías en el mercado y limpiar con agilidad el producto que podamos vender, no me vendrían mal ni su cabeza y buen seso ni las menudas manos del muchacho. Aunque no es mucho lo que les pueda ofrecer hoy en día, pues soy un modesto labrador con algo de fortuna, pero poco más. Si están dispuestos a trabajar por un plato en la mesa en algún que otro dinerillo cuando las ventas sean buenas, les podría incluso hacer algún tipo de rebaja en el alquiler de la casa donde anoche durmieron, para que así tengan un techo donde dormir.
-No es mucho más lo que mis manos podrían hacer, aunque aún me considero vital y todavía mi cabeza no me ha jugado ninguna mala pasada, pero mi hijo aún es demasiado joven y no posee las fuerzas suficientes para faenas de mayor dureza con las que quizá le habría ayudado aún más. Creo que no tenemos inconveniente en arrimar el hombro y cumplir con lo que usted nos propone. Pero, si no es indiscreción, ¿cuál es su nombre? Pues eso de llamarle por un mote que no obedece a un halago precisamente no me haría sentir muy cómodo y quizá pudiera ser malinterpretado.
-No se hable más. En eso quedamos. Por lo de “El tuerto”, no se preocupe usted pues todos me conocen así, aunque como nos acabamos de conocer y si prefiere llamarme por mi nombre, me llamo Bernat, o Bernardo si es usted castellano.
-Entonces, estamos a lo que usted mande, Bernat, pues, aunque mi acento le pueda haber confundido, hace muchos años que no piso en suelo castellano y mis orígenes son de la mismísima Valencia.
-Entiendo, pues, que están acostumbrados a ir de un lado para otro, aunque los rigores del tiempo de esta tierra tienen una mayor dureza que la mismísima costa. Si desean aún quedarse con la vivienda donde se alojaron, deberían reforzar algunos de los maderos, tapar algún que otro hueco para evitar las corrientes de aire y revisar el techo para que el invierno no les sorprenda con alguna que otra gotera. Por lo demás, ¿cómo les debo llamar, pues aún no sé sus nombres?
-No es difícil de que se le olvide nuestro nombre, pues sólo tenemos uno, el mismo ambos. Nos llamamos Juan, y no Joan, pues mis padres procedían de Castilla. El muchacho nació lejos de tierras valencianas, por lo que lo de Juan decidimos mantenerlo su madre y yo.
-Pues Juan y Juanillo, para diferenciarlos, si no es molestia. Vamos a mi granero y a la cuadra que poseo al lado a recoger un carro y una acémila, que nos vamos al campo para que vayan conociendo el terreno cuanto antes. Por cierto, ¿han comido algo, pues no creo que volvamos hasta avanzada la tarde?
-Sí, dimos cuenta del escaso alimento que aún teníamos en nuestros morrales y creo que podremos aguantar con ello.
-Me alegro oírlo, aun así daremos cuenta de alguna cosilla por el camino y que no estén de vacío por la noche. Supongo que hace días que no habrán comido nada caliente ¿no es así?
-Agradecidos quedamos, y hace días que nada caliente nos hemos echado al estómago.
-Eso se pone remedio esta noche, pues les invito a cenar en mi casa si no tienen otros planes. No espero un no por respuesta, y, además, mi mujer se alegrará de ver gente nueva por la casa y consentir a un crío, algo que desgraciadamente no tuvimos la fortuna de hacer desde hace muchos años.
-No sabríamos como agradecérselo. Por cierto, ¿acaso no son padres o lo fueron alguna vez, si no es indiscreción?
-No lo es. Sí lo fuimos, pero cuando el muchacho abandonó la niñez, pues tendría más o menos la edad de su hijo, sufrió unas fiebres que le tuvieron en cama varios días. Nosotros por entonces no teníamos mucho con lo que alimentarlo ni tampoco había ningún físico que nos ayudase. Entonces sufrimos la peor de nuestras pesadillas y Dios nos lo arrebató.
-Lástima oír eso, y bien que le entiendo, pues según me contaron mis padres yo mismo sufrí fiebres de muy niño, pero había un vecino que sí tenía conocimientos médicos y logró que recuperase mis fuerzas y que las fiebres desaparecieran. –<¿Qué habrá sido de aquel hombre, Abraham Alantansí?>, pensó para sí el maduro impresor, recordando a aquel judío que en varias ocasiones le atendiera y calmara el miedo que sus padres tenían de que aquellas duras fiebres le arrebataran la vida. Con disimulo se puso en el lugar de Bernat, aquel que llamaban “El tuerto”, pues aún desconocía si era un cristiano en el que pudiese confiar.
Tras recoger la carreta y la acémila de la propiedad de Bernart, los tres se encaminaron en dirección a las tierras que el hijarano poseía.
MANUEL CABEZAS VELASCO
A finales del siglo XV, la judería de Híjar contaba con 32 familias (unos 150 vecinos) y disponía de su propio horno, carnicería, baño ritual, cementerio y escuela talmúdica. Muy interesante…..
Buenos días Charles:
Ciertos son los datos que señalas y que ya en mi anterior novela, «La huida del heresiarca», dejé constancia de ellos. Además de la imprenta que se encontraba en el mismísimo Castillo del Duque.
Una vez más te doy las gracias por tu seguimiento y fidelidad.
Seguiremos en ello, ya sea Híjar, Fregenal, Ciudad Real, o las poblaciones que los personajes de la novela encuentren en su periplo.
Un saludo