Emilio Morote Esquivel.- Paul Auster es un escritor norteamericano que goza de una visión especial para detectar el lado chungo de la vida. En la década de los dos mil, el señor Paul Auster dio el salto a la fama, por así decirlo. Hasta tal punto se consolidó como un escritor de éxito, que incluso en España entró en las listas de los narradores más vendidos.
Su nombre apareció durante meses y aun durante años junto al de los autores de best sellers. Así, en las Navidades de hace una década, el españolito de a pie, agobiado comprador de regalos para la Nochebuena, si albergaba la poco probable idea de entrar en una librería, ya no había de conformarse con la inefable oferta del hipermercado de turno: libros de autoayuda, novelas de espadachines y gruesos tochos basados en pseudomisterios gilipollescos compartían anaqueles con las novelas del señor Paul Auster. Una oportunidad única para quedar como un dios ante el destinatario del regalo que ese sufrido españolito de a pie andaba buscando, diez horas antes de la hora en que suele ser preceptiva su entrega. Las apresuradas compras de los tardones sirvieron a Paul Auster para vender una porrada de libros en aquellas cada vez más lejanas Navidades.
Claro que regalar a un familiar o amigo una novela acerca de un mundo que se desmorona a cada segundo que transcurre podría interpretarse como un mensaje subliminal ideado con la intención de cortarle el rollo a la basca. El país de las últimas cosas corta el rollo cosa mala. La protagonista de esta poco simpática novela arriba a un país cerrado al exterior, un sitio del que no se puede escapar, una especie de gran campo de concentración —e incluso un centro de exterminio selectivo— donde los desdichados ciudadanos del matadero, esos seres humanos que maldicen cada segundo de su existencia, se arrogan el papel de verdugos, asesinos o suicidas. No hay muchos más roles, como se dice ahora, para los que allí habitan: queda el papel más interpretado, aunque seguramente no el más solicitado: el de víctima. Entre los figurantes de esta inquietante peripecia, podríamos añadir a torturadores, violadores y, cómo no, a mujeres reducidas a la función reproductora por si alguien las solicita, quieran ellas o no. Los caníbales también andan sueltos. Los hambrientos con ínfulas de emprendedores aprovechan la situación y se montan comercios de carne humana en los que las piezas cuelgan de ganchos de carnicero. Ana, la protagonista, elude por poco el destino del ganado porcino. Su voz narrativa relata al lector una aguda reflexión sobre la lamentable condición humana: violadores, asesinos y caníbales. Eso son todos. Y el que no asesina, viola o practica la antropofagia es porque no ha tenido ocasión. Que no nos pongan donde haya, a buen hambre no hay pan duro y no digas de esta agua no beberé. Por hoy, ya está bien de refranes. Pasen y vean, si se atreven, el lado chungo de las cosas. Los ciegos no pagan, los tuertos pagan la mitad y los bizcos pagan doble.
Grande Paul Auster, aunque solo he leído dos de sus novelas. No obstante le falta la grandeza de su compatriota y eterno candidato al Nobel, fallecido recientemente , Philip Roth.
Felicidades, Emilio. Espero que le paguen bien estas reseñas literarias. Son, junto a los artículos de Isidro Sánchez ,de lo poco que merece la pena leer en la prensa llamada local.
Por cierto que si no lo ha leído, le recomiendo La mancha humana del mencionado Roth.
Amén.
Gran obra que amedrenta, sin duda, con tintes agoreros. Recomendable…..
Gracias por sus comentarios, señor. No he tenido todavía la oportunidad de leer nada de Philip Roth. Anda por mi casa una compilación de sus novelas que ha recibido (según creo, con la anuencia del escritor Roth) el apelativo de «Trilogía americana».
De todos modos, Auster es un escritor venido a menos. Su fama ya no se traduce en calidad, por desgracia. Es este un fenómeno que ya fue analizado por grandes autores de otros tiempos. Creo que fue Stevenson quien dijo que el escritor (y el artista en general) NUNCA DEBE TENER DEMASIADO DINERO.
Esta afirmación, pronunciada en una época, la nuestra, en la que se da la ambivalencia suprema del dinero como meta máxima de todo bicho viviente y, al mismo tiempo, se utiliza la corrección política para NO LLAMAR A LAS COSAS POR SU NOMBRE, esta afirmación, repito, no será ni muy popular ni en exceso asimilada por las masas consumidoras de arte, si es que tal cosa existe.
Pero, centrándonos en el «caso Auster», su biografía como autor de novelas de calidad quedará manchada, me temo, por unas obras crepusculares que nos advierten que, tal vez, Stevenson (¿o fue Dickens?) tenía razón.
Un saludo y hasta la próxima.
P.D. Ah, y por cierto, lean ustedes al señor Angel Romera: escribe en este mismo medio unos artículos preclaros, didácticos y, a la par, excelentes.