Natividad Cepeda.- En pueblos y ciudades hay rincones donde generaciones de niños han jugado y crecido quedando su recuerdo prendido a la vida de los que por allí pasaron. Suelen ser lugares cargados de misterio, algunos por su ubicación anterior, y también, porque en ellos quedan vivencias agazapadas entre su espacio oculto a la mirada de los ojos y del alma. Los que hoy sumamos décadas fuimos los niños de ayer: niños, sin especificar que en ese grupo estábamos también las niñas.
El lenguaje se reinventa continuamente, en ocasiones afortunadas, y en otras crea distanciamiento, e incluso, es vehículo para sembrar odio y discordia por los conductores de masas que seducen con sus mensajes envenenados. En este periodo de tragedia, donde la muerte es moneda de cambio para la vida de muchos de nosotros por la pandemia que sufrimos, me sorprende que esos conductores del pueblo, sigan inyectando discordia, cuando estamos tan necesitados de misericordia ante la pequeñez de los seres humanos.
Los escritores somos, como escribió Manuel Vázquez Montalbán, “escribas sentados”. “El escriba sentado” es uno de sus libros que suelo leer. Y es cierto porque el oficio de escribir aislado y solitario se hace sentado.
Escribo y creo que recuperar las vivencias es un testamento de identidad de la historia personal que cada uno acumulamos, sin otro ensayo ni teoría que narrar aquello que nos hizo ser como somos hoy. Carga emocional que contienen las estructuras sociales y familiares donde estuvimos viviendo. En Tomelloso no hay demasiadas plazas ni rincones recovecos ya que las calles son rectas y tan claras que se ven el principio y el final de ellas. La Glorieta de María Cristina, su nombre se refiere a la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena o María Cristina de Austria, casada en segundas nupcias con el rey Alfonso XII, que fue regente hasta la subida al trono de su hijo Alfonso XII. Pero no hay placa alguna que lo aclare, ni ayer, ni tampoco hoy.
La glorieta de María Cristina fue mi sitio de juegos infantiles por estar cerquita de mi casa y no tener más problema que no aspirar las flores rosas de las adelfas porque se nos decía que no las tocáramos porque se nos hincharían los ojos y nos picaría la nariz. Nadie las tocábamos jamás. En la glorieta está la fuente de un pescador, con su caña de pescar y un sombrero por donde sale el agua cayendo al centro del pilón redondo. El pescador se llama Lorencete y era una escultura policromada. Rodeada la fuente de una verja de hierro donde apoyados en esa verja, nos asomábamos los niños para ver nadar a los peces en las aguas oscuras, intentando ver, si Lorencete pescaba con su caña algún pez.
Los rosales y los arbustos de hoja perenne que nos decían se llamaban bonigos, así sin más conocimientos de jardinería. Los arboles eran de moreras blancas que cubrían el suelo de tierra y a las que yo recogía cuidadosamente entrándolas en una cestita de juncos para llevármelas y lavarlas en casa y comerlas. Un día al replantar unos arbustos, entre la tierra removida salieron huesos humanos y unos pendientes de oro…Durante muchos días no pudimos pasar a la glorieta y entonces supimos que allí había estado el cementerio de Tomelloso antes de hacer el que ahora conocemos. Cuando volvimos a pasar, al chocar las hojas de los árboles por la fuerza del viento, creíamos escuchar las voces de los muertos.
Crecimos y al llegar la feria en la glorieta de María Cristina se celebraba el baile elegante de la feria y la cena de la reina y damas de la Fiesta de las Letras. Un año el baile se cambió al parque nuevo y la glorieta perdió aquellos encuentros. Siguió con su chiquillería corriendo entre setos y desapareció el pescador de Lorencete, sin que hasta hoy, nadie haya desentrañado ese robo misterioso. Se encargó otro Lorencete, pero sin policromar y sin la cara aquella del pescador primero. Ahora en la glorieta está ubicado el Museo Municipal del Pintor Antonio López Torres, con ornamentación de jardín actual, diferente de aquel otro, solitario, sin niños y esperando a los escasos visitantes que se acercan al museo. Cuando hace viento los arboles elevan sus gemidos y al pasar junto a ellos, vuelvo a recordar el gemido aquél de los muertos de mi infancia.