Natividad Cepeda.– Es difícil e imposible comprender que a diario despidamos a vecinos, amigos y desconocidos escuchando doblar las campanas con su triste tañer al despedirlos cuando el féretro se anuncia que está a punto de llegar al templo para su funeral. Camino de la iglesia siento que me tiemblan las piernas y regreso al recuerdo por quién doblan las campanas en ese año fatídico de 2020 y en el que ha empezado con la misma continuidad.
En las tiendas de alimentación, en los intercambios de saludos al preguntarnos por la salud, se baja la voz y se dice que no importamos a nadie… Nos estamos muriendo en un atroz abandono, casi un genocidio “civilizado”, dicen los más atrevidos. La gente comparte la opinión y con una mirada de tristeza y miedo se despiden no vaya a ser que por cambiar unas cuantas palabras nos contagiemos.
En los canales de televisión cuando aparecen gobernantes y afines la gente, casi todos, me dicen, que cambian de canal porque no pueden soportar la sarta de mentiras que exponen. Hay en el ambiente malestar y desconfianza tanta, que apenas si se cambia el saludo. Y se alejan para ocultar que han perdido el trabajo y ocultan sus lágrimas con esa dignidad de quienes nunca, antes de ahora, han dependido de la caridad. Pero la gente, las familias, muchas de ellas no pueden pagar el recibo de la luz, sobre todo con las subidas de las tarifas y el gélido frío de días pasados.
Las tiendas, todas ellas, aparecen vacías; no hay clientes que compren y se esperan para cerrar los establecimientos hasta las nueve de la noche por si alguien pasa y se vende alguna cosa. Las calles aparecen desiertas de coches y de gente. Resuenan en las aceras los pasos solitarios de algunos viandantes y el aire pareciera que pesara más que en otros días, y así un día y otro y, pidiendo a Dios, los creyentes, nos ayude y se nos vaya esta maldita pandemia.
La economía está caída y el panorama que se presenta para la pronta primavera es devastador porque no vemos el futuro demasiado bien. Lo vemos tan mal que la esperanza es un saco roto al que hay que recuperar para vencer la bajada de defensas y hacer frente común al virus de la pandemia. Contamos los muertos y nos tragamos las lágrimas en silencio. Es lo que tenemos sin paños calientes ni ayudas para comenzar. Los ahorros, quienes los tuvieran, se van menguando y los abuelos, aquellos abuelos que salieron al frente del descalabro económico del año 2008, muchas familias los han perdido y los únicos que han ganado con su muerte son las arcas del estado que se ahorra pagar mensualmente a los jubilados.
Lo bueno es que la nieve caída ha logrado con el deshilo hacer correr por los ríos resecos manchegos el agua hasta llenar los pantanos. Se han helado muchos olivares con la aceituna en sus ramas y la cosecha es por ese motivo pequeña y canija. Los impuestos los han subido y el campo y los pueblos se mueres quedándose vacíos… En fin que la juerga es toda esa, contemplar la belleza del agua que ha recobrado los cauces secos de los ríos y los pantanos se van llenando hasta rebosar. No hay mucho más salvo que la vacuna es un toro de miura al que se trata de evitar por la gran desconfianza que está alojada en la población.
Es lo que hay estelas de hambre y vergüenza de tener que ir a comer porque de no hacerlo las tripas sonaran a huecas y eso es lo último que hay que hacer para no acumular bajada de defensas. Ir a ver pantanos y ríos, fuentes y naturaleza despertando del letargo invernal es adonde podemos dirigir nuestros pasos, si nos lo permiten, porque lo demás es triste y lo peor de lo peor es perder la ilusión de seguir apostando por la vida incluso, cuando hay que pedir la limosna de un plato de comida.