De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (12)

Mientras reposaban aquel manjar del que habían dado cuenta el padre e hijo que se alejaban de la villa de Híjar y puesto que los recuerdos le asaltaron nuevamente a aquel anciano, echó entonces mano de aquel zurrón donde guardaba el más comprometedor de sus secretos pues había visto cómo su hijo había sido presa de una digestión que se tornó en sueño apacible. El que por todos era conocido como Juan, extrajo algunos de los pliegos que allí guardaba y comenzó a rememorar tiempos pasados.

‘Castillo de los Duques de Híjar’, realizada por José Antonio Dosset (1892) (Fuente: Instituto de Estudios Turolenses)

“Difíciles circunstancias nos obligaron a abandonar nuestra querida Ciudad Real. Las garras del Santo Oficio no lograron alcanzarnos por muy poco, pues la fortuna de poseer algunos grandes amigos nos alertó de su llegada. Habría sido cuestión de tiempo sin su ayuda y tendríamos los días contados si hubiésemos sido su presa en aquel momento aciago. Lo único que pretendían con ello no era otro fin que dar una lección a los hermanos de nuestra comunidad mediante un escarmiento al ajustarnos las cuentas a algunos de nosotros. Para ellos éramos una de las cabezas visibles a las que poner fuera de la circulación, lo que serviría para amedrentar a todos aquellos que tuviesen algo de aprensión a los métodos de aquella corte. Muchos de ellos incluso provocarían la división de algunas de las grandes familias de nuestra estirpe como la de mi amiga María Díaz “La Cerera”, la de “El Viejo”, Juan Falcón, e incluso la del poco fiable rabí Fernando de Trujillo.

Casi una década atrás me había visto en la misma tesitura de abandonar la población donde más alegrías había recibido, Ciudad Real, encaminándome hacia la cercana Almagro por la ayuda recibida de mis amigos Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo, cuyas buenas relaciones familiares y con el mismísimo maestre nos pondrían a buen recaudo, aunque la protección de los poderosos siempre conlleva un precio que se debe pagar y en esta oportunidad tampoco sería una excepción.

Cuando emprendí la marcha hacia aquellas tierras orientales, no sabía con qué me podría encontrar ni cuándo lograríamos nuestro objetivo de ponernos a buen recaudo.

Bien saben que, muy a mi pesar, habíamos abandonado a parte de nuestra familia allá en nuestra propia morada. No sabíamos si volveríamos a verlos, ni si correrían aún más peligro que nosotros mismos. A ello se sumó un día el encuentro con unos jóvenes cristianos que nos acompañaron en nuestra travesía hacia el Levante. Huían por dramáticas circunstancias que les acechaban además de llevar con ellos un enorme y sorprendente secreto.

En un primer momento no habíamos prestado demasiada atención en que en realidad no eran dos muchachos, debido a las vestimentas tan rudimentarias que portaban. Sin embargo, la crudeza del viaje que tuvimos que soportar puso de manifiesto una realidad que hasta entonces nos había pasado desapercibida: uno de ellos era sorprendentemente una joven mujer que, además, se encontraba en un avanzado estado de buena esperanza.

Ese sería un problema más con el que no habíamos contado en nuestra travesía. Nuestra ya de por sí parsimoniosa marcha tuvo necesariamente que ralentizarse aún más. No solamente por la muchacha encinta, sino porque dado el avanzado proceso de gestación en el que ya se encontraba, forzosamente hubo que hacer una parada para con el fin de que diese a luz a un hermoso niño. ¡Difíciles fueron aquellas circunstancias en las que nacería aquel retoño! Pero, como era de esperar, mi amada María, madre de varios vástagos y sus acompañantes femeninos hicieron un enorme esfuerzo por sacar adelante aquel imprevisto. Todo saldría de la forma más dichosa para los jóvenes padres, aunque quizá aún no hubiesen estado preparados para el ejercicio de dicha paternidad.”

El ensimismamiento en el que se hallaba el progenitor le había impedido darse cuenta que su joven muchacho había comenzado a despertarse de una más que reconfortante siesta. Aquella gallina y algunos de los alimentos que tiempo atrás habían sustraído una noche para saciar su carencia de alimento, había cumplido el papel de nutriente adecuado. En ese momento, el muchacho se acercó sigilosamente a su padre protector.

-¿Qué está haciendo usted, papá? ¿Acaso son esos mismos documentos los que le legó a usted el abuelo? ¿Es en ellos donde se cuentan algunas circunstancias sobre su vida? –preguntó intrigado el muchacho ante la melancolía a la par que gozo que teñían el rostro de su progenitor.

-Así es, hijo mío. En este pasaje que me andaba enfrascado que escribió el converso Sancho de Ciudad y entregó a mi padre, tu abuelo, se cuenta cómo él mismo, Ismael se llamaba, y, sobre todo tu propia abuela Cinta, en unas dificultosas circunstancias, se vieron forzados a dar a luz en plena huida cuando unas jornadas atrás aún permanecían en Ciudad Real. Por fortuna para ellos en ese momento la suerte les había sonreído al dar alcance a aquel grupo de conversos liderados por el conocido heresiarca, pues cuando llegó el momento del alumbramiento, doña María, esposa de don Sancho, y las otras dos mujeres que la acompañaban serían las encargadas de atender en mi nacimiento. La destreza de la señora y sus ayudantes dio como resultado que hoy yo me encuentre aquí frente a ti. Ese niño que nació lo tienes aquí delante y jamás podré olvidar lo que aquellas personas hicieron por mis padres y por mí mismo. Es una deuda que aún tengo pendiente y por ello sigo manteniendo conmigo todos estos pliegos por los que preguntaste, a pesar del riesgo que pudiéramos correr si cayesen en manos inadecuadas. –respondió agradecido y orgulloso el padre.

-Entiendo bien su pesar a la par que su alegría, padre. Habrán sido emociones difíciles de compaginar cuando un mismo acontecimiento provoca tanta contradicción y también doy gracias a todas esas personas porque yo mismo también estoy aquí por ese mismo motivo. Siempre estaré en deuda con aquellos conversos y espero que si un día usted no pudiese llevar a término el cumplimiento de su promesa sea yo el que pueda saldar esa deuda.

-Gracias, muchacho. Nunca has dejado de sorprenderme. Jamás me podría sentir más orgulloso de ti como en este momento. ¡Lástima que tu madre no nos pudiera acompañar en estas circunstancias pues también, sino más, se sentiría dichosa de tenerte a su lado!

Ambos, padre e hijo, hacía mucho tiempo que no habían manifestado unas muestras de cariño mutuas tan intensas. En ese preciso instante los remilgos ya no se hicieron necesarios, no supusieron ninguna traba para que ambos se fundieran en un afectuoso abrazo demostrándose el amor paternofilial que entre ellos siempre había existido.

En aquel lugar nuevamente de la memoria del anciano parecieron emerger recuerdos que habían quedado olvidados hasta entonces. Los juegos con su padre, cuando le ayudaba en las tareas de la casa, cuando correteaba las calles de Híjar, todos ellos siempre viéndose coronados por una sonrisa en forma de carcajada. Ismael, su padre, era así de buena persona y su hijo era alguien muy especial. También recordaba los mimos de su madre, su ternura, aquellos rubores que se le despertaban cuando parecía hacer algo inconveniente y no estaban solos, las lagrimitas que vertía cuando la salud del muchacho pasaba por algún trance. <¡Había tenido suerte en la vida!>, exclamó para sí. Sus padres, a pesar de los infortunios, lograron salir con esfuerzo y voluntad de las difíciles y adversas circunstancias que les tocó afrontar. Testigo de todo aquello había sido aquel niño que ahora se había convertido en anciano y que sentía esas mismas sensaciones de protección y recompensa que sus padres habrían manifestado al verse acompañado por su propio vástago.

Tras aquel profundo abrazo el anciano se dio cuenta de que los últimos rayos de sol comenzaban a mostrar demasiadas sombras en aquel camino que habían decidido que fuera de vuelta. Aún recordaba los recovecos que el entramado de la villa hijarana poseía y puesto que sus fuerzas no eran las que fueron tiempo atrás, deseaba llegar con algo de luz a las cercanías de la villa, para más tarde, aprovechando el manto de la noche, volver a localizar aquella morada que días atrás les sirvió de refugio. así se lo haría saber al muchacho:

-Hijo mío. Tenemos que recoger todas aquellas cosas que necesitemos y apaguemos la fogata pues nuestro regreso debemos emprenderlo ya si no queremos que nuevamente la noche se nos cierre en estos caminos de Dios.

-Cierto es padre. Hagamos ese camino de vuelta cuanto antes.

En aquel trayecto de vuelta, aún el anciano dudaba de la posibilidad de permanecer en aquella villa que recorrió en su más tierna infancia. Pero el entusiasmo con el que su hijo se lo había pedido fue razón suficiente para que ambos tratasen de iniciar una nueva vida en aquella población. Sin embargo, el tiempo transcurrido desde que él mismo la abandonase había sido suficiente para que hubiese algunos cambios que le sorprenderían, pues, aunque ya contaba con ello y había vislumbrado como el recordado Palacio Ducal todavía permanecía allí, los tiempos que corrían no guardaban apenas relación con los que llenaron su infancia. Aun así, ya lo pensaría más adelante cuando los ahora escasos rayos de luz les sirvieran de guía para reconocer, a la mañana siguiente, aquel entramado de calles y callejuelas.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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2 COMENTARIOS

  1. Muchísimas gracias de nuevo Charles. Espero que siga gustando, pues así seguiré con la fuerza que merecen estas publicaciones.
    Un abrazo

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