Días pasados el diario El País dentro la sección inventada últimamente por las urgencias actuales –La crisis del coronavirus– fijaba la mirada del lector interesado en un circo varado en Vilanova y la Geltrú. Y ese circo –el Gran Circo Universal, GCU– era un emblema de otras desapariciones circenses y extra-circenses.
El GCU representaba en su quietud ambarina –por más que sigan encendiendo las luces de la carpa al atardecer, como muestra de una actividad imposible ahora– el reflejo de una extinción: la del mundo del circo. Como remedo de lo afirmado por uno de sus titulares, Loredana Marton. “En el circo lo último que se apagan son las luces. Es una señal de esperanza”. Aunque a veces esas luces al atardecer sólo muestran el desfase de los tiempos actuales y cómo han cambiado las formas del ocio. Aunque a veces esas luces al atardecer sean el preludio de un apagón.
Puede que la primera puñalada dada al circo, como espectáculo de ocio familiar e intergeneracional que viajaba con dosis de nomadismo, lo otorgara la televisión, que en su programación de máxima audiencia y en el día más visitado de la semana –los sábados por la tarde– dedicara su programación estelar en horario punta –la tontería del Prime time, actual– a funciones de circo, pero ya con carácter estático. Espacio de programación en horario prevalente, que hoy ocupa otra forma de espectáculo condenado a la extinción, como es el cine popular, a fuer de populachero, Cine de barrio. Y con ello, con esa mutación desapareció la magia del directo por el fulgor del diferido, o del programa enlatado. Y hay celebraciones y espectáculos que se avienen mal a las retransmisiones en diferido y al estatismo del prime time.
Antes de ello, de la usurpación televisiva, los circos de diversas denominaciones y procedencias se paseaban por pueblos con posibles y de ciudades con calderilla, como parte del rito festivo anual. De tal forma que podía decirse que no había Feria provincial y provinciana que no se engalanara con la carpa majestuosa de un circo de campanillas y altavoces. Había circos de todas las nacionalidades y continentes y figuraban –por la diversidad de las naciones en concurrencia en sus actuantes y partícipes– en una autentica filial de Naciones Unidas. Incluso –como más tarde en los establecimientos hoteleros y sus consabidas estrellas que definen la categoría merecida del establecimiento– había circos con una, con dos y hasta con tres pistas, que podían utilizarse simultáneamente para engrandecer el espectáculo. Circo Americano, Circo Ruso, Circo Chino, Circo Asiático, Circo Alemán y hasta Circo de los Muchachos, cual escuela de aprendizaje del futuro personal. De igual forma que muchos de ellos, contaban con una parcela faunística significativa y casi noeniana: desde los leones agresivos y aburridos de Ángel Cristo –que destacó en la doma, antes de fluir por rendijas variadas–, a los elefantes más sumisos y serviciales que los felinos, pasando por el grupo de caballos amaestrados que hacían filigranas en pista o de los perritos caniches, capaces de ejercicios sorprendentes. Junto a los equilibristas, trapecistas, contorsionistas, ventrílocuos y músicos de no mal nivel, componían una grey que se ha visto modificar en los últimos tiempos. Por no citar los insustituibles payasos que aún se recuerdan como arco de bóveda del circo: los hermanos Tonetti o Pompof y Teddy. Una vorágine de compañías recorría las geografías de la ilusión, con ese cargamento de sueños viajeros apresados bajo la lona rayada y la música plastificada y repetitiva.
El momento de gloria circense se refleja en la extrapolación del circo al cine, que acontece en el periodo temporal que acotaría Federico Fellini, un enorme defensor y un enamorado melancólico del circo. Y ese periodo que comenzaría con La strada (1954), tendría su reflejo intermitente en retazos de Otto e mezzo (1963) y se cerraría –como una premonición de la extinción abierta– con I clowns (1970). Junto a las características propias del cine de Fellini, tendríamos que citar, como un recuento parcial, otras piezas memorables del cinematógrafo centradas en ese espacio y en ese espectáculo tocado de muderte. Desde el comienzo de Chaplin con El circo (1928), pasando por Los Hermanos Marx en el circo (1939) de Edward Buzzell, o El Circo de Cantinflas (1943). Para desembocar en las grandes piezas de Cecil B. de Mille El mayor espectáculo del mundo (1952), El mundo de la fantasía (1954) de Walter Lang, El gran espectáculo (1961) de James Clark y El fabuloso mundo del circo (1964) de Henry Hataway. Incluso en ese movimiento oportunista, hasta el cine español tuvo su oportunidad de valuada, con la pieza menor –apta para el referido programa de Cine de barrio– Pelusa, de Javier Letó (1960) con la impagable Marujita Díaz como payaso femenino.
Ya digo, una abundancia que reflejaba la apoteosis final. Y así de aquella proliferación de circos y entidades en España, se ha pasado al absoluto de las 50 compañías –que parecen muchas, tal y como están las cosas–, y de las que quedarán –si es que quedan– solo 10 cuando esto acabe. De ello da cuenta otra serie fotográfica de Dominique Secher, denominada Héroes del circo tras el escenario. Que recoge en versión francesa, la enorme melancolía del final de lo que fue fiesta y bulla. Y eso que las fotos de Secher son de antes de la pandemia, concretamente de los años comprendidos entre 2011 y 2019. Donde es visible, ya a estas alturas, la desaparición del bestiario circense de las pistas, fruto de la presión de todos los animalistas, que condenan el uso de animales en tales tableaux vivants. Por lo que todo queda reducido a Hombres-bandera, carteras húngaras, equilibristas deconstruidos o correas aéreas. Como ocurre, por otras parte, con uno de los supervivientes del gremio, El Circo del Sol, llegado de Francia a otros lugares, para expresar esa ambivalencia de lo que se va yendo y se transforma para poder mantenerse. Ya sé que hoy, desde el desdén social por el carácter marginal de los trabajadores del circo y desde la denuncia de los grupos del fundamentalismo animalista, los circos grandes y pequeños se venía tambaleando, desde la denuncias del uso indebido de animales en cautividad y exhibidos como escarnio de cierta conciencia. Dejando atrás un época gloriosa de esplendor y brillo, que ya sólo podremos contemplar en esas ficciones llamadas películas memorables.
Periferia sentimental
José Rivero
El circo muere con la edad y bien pronto diría. Es un espectáculo para muy pequeños. Las veces que he ido ha sido decepcionante pero entiendo que es para niños y si son de cierta edad se aburren. El circo se ha reinventado con espectáculos típo Circo del Sol que son una pasada
Me encantaba ir al circo de niño, nos llevaba mi tío a toda la prole. Una pena que muera , aunque la agonía viene de lejos.
Solo un pero al artículo ,tan bien documentado. Le cirque du soleil no es francés sino canadiense.
Y es que el futuro del Circo está en el aire, como acostumbran a estar muchos de sus acróbatas, solo que la red de seguridad ahora parece más fina y alejada…….
La situación actual se parece más a La parada de los monstruos, de Tod Browning. España es algo deforme, esperpéntico; siempre lo ha sido y siempre lo será. Y entre todas las autonomías le van a hacer al estado lo que a la protagonista al final.
Por demás la España de hoy es heredera del Gran Teatro Chino de la manchega Manolita Chen, no la del Paralelo, la otra. Un espectáculo rancio y demodé.