Me parece muy adecuado hablar de pirámide, y no de triángulo, para referirnos a los estratos sociales. La pirámide es compleja, una figura tridimensional, no bidimensional, cuyas múltiples caras replican en distintos marcos de actividad a la cara visible.
Se identifica a la derecha con la clase alta porque de derecha a izquierda se situaban así los estamentos en la Asamblea Nacional que surgió tras la Revolución Francesa; y desde entonces, nos referimos a derecha/izquierda no para representar capas o clases sociales, sino dos modelos ideológicos opuestos. En la parte alta de la pirámide social se halla la aristocracia, élites que se sostienen entre sí en una trama bien entretejida. En realidad, las élites no son uniformes, sino que se configuran en clanes (familias, grupos …) que aunque pugnan silenciosa y constantemente entre sí por mantener o subir su posición frente a sus rivales, tienen la virtud de ser capaces de aliarse frente a amenazas externas comunes, como se ha comprobado con la reciente fusión de Bankia y Caixa Bank.
En España, la defensa de este entramado aristocrático – político, judicial, militar, económico, religioso, etc. – es el Tradicionalismo. Hasta la llegada de la 2ª República, fue el soporte del sistema caciquil, en el ámbito local y nacional: no olvidemos que el rey Alfonso XIII huyó de España cuando los partidos republicanos ganaron en las grandes ciudades, porque en las pequeñas poblaciones de la España profunda, los resultados de las votaciones estaban condicionados por el poder del cacique local. Pero con el sufragio universal – incluyendo el voto de las mujeres – se reveló que el sentimiento tradicionalista no estaba solo en las élites, sino en buena parte de la población católica española. También cabe recordar que aquellas derechas, como las izquierdas, eran diversas. Y aunque todavía perdura la doctrina que nos inculcaron, de que la República era de “rojos”, su mismísimo presidente, Niceto Alcalá Zamora, fue exministro de Primo de Rivera, católico y de derechas.
En cada país, los conceptos derecha/izquierda se adaptan a su propia tradición cultural e histórica. Y no se puede hablar de la derecha actual española pasando por alto la dilatada estancia de Franco (Caudillo de España por la gracia de Dios, como rezaba en las monedas) en la jefatura del Estado. El Franquismo no solo supuso el regreso al caciquismo (al tradicional orden piramidal en su forma más despótica), sino que justificó una dura y prolongada represión, a partir de la idea retórica de una Victoria militar y perpetua sobre los enemigos de España, tan españoles como el propio Franco – ya fuesen “rojos”, “maricones” o simples mendigos –, admitiendo solo como nacionales a los conversos o a los leales al Régimen. Una España en paz donde el miedo (a la autoridad, al pecado, al enemigo, al “qué dirán”, etc.) estaba muy presente. Hasta su muerte, en 1975, Franco impuso un modelo de nación Una, grande y libre, sobre los principios del Movimiento Nacional: España como unidad de destino en lo universal; la doctrina católica como fe inseparable de la conciencia nacional; los ejércitos de España como expresión de las virtudes heroicas de nuestro pueblo; el trinomio “joseantoniano” Familia, Municipio, Sindicato, como sustituto de los partidos políticos; etc.
Es evidente que en España los tiempos han cambiado, y hasta la propia retórica de la actual derecha (o centro-derecha) rehúye el tema de la revisión del periodo franquista, a la vez que propaga o actualiza bastantes de aquellos axiomas. Sin embargo, todavía arrastramos algunas consecuencias de aquel periodo, no solo en lo económico (lo tangible), sino en lo cultural (lo intangible). Por ejemplo, cuando la derecha se apropia de la bandera nacional para dar valor añadido a sus reivindicaciones; cuando se entiende la alternancia del poder político como una anomalía impropia, peligrosa, como una usurpación inapropiada; o cuando se identifica patria con patrimonio, confundiendo a menudo lo uno con lo otro (razón por la que el mayor enemigo de la patria es aquel que puede poner en peligro el patrimonio).
Si hasta la llegada del desarrollismo de los años 60, la principal vía de transmisión ideológica era la Iglesia – cuyo entramado llegaba hasta las parroquias y confesionarios más remotos del país –, con la progresiva secularización del país, su lugar es ocupado por los medios de comunicación, sobre todo la prensa escrita y buena parte de las emisoras de radio, dependientes de entes y grupos empresariales, y plenamente alineada con los sectores políticos de derechas. La libertad de prensa, la enorme permisividad de la legislación con los bulos y la falta de rigor, hacen que se publiquen en prensa noticias y artículos donde se confunden con frecuencia información con opinión, lo que propicia la confusión y la manipulación de amplias capas sociales: lo hemos visto en el proceso independentista de Cataluña, con la claridad que proporciona la distancia; pero también se observa en la prensa española. Si ser de izquierdas era antes un pecado ante los ojos de Dios, la prensa de hoy los señala como portadores de toda clase de males: ineficacia, corrupción, conspiración, represión, separatismo, … La prensa de derechas pone toda su atención en este punto, mientras justifica o resta importancia a los desmanes que se producen desde sus filas, y reduce al mínimo su crítica a las acciones legislativas cuando gobierna la derecha (véanse, si no, el espacio y contenido en las portadas de los diarios ABC o La Razón, para anunciar los recortes de Zapatero en 2010 o de Rajoy en 2012 – o el empeño que puso el diario El Mundo en intoxicar el juicio del 11-M, con tal de dar credibilidad a las mentiras del Gobierno de Aznar). Con ello, se logra el propósito de mantener motivada a su leal base electoral, imprescindible para conseguir ganar las elecciones que aúpen al poder a sus partidos.
La prensa ha sustituido como poder fáctico al poder militar – plenamente subordinado al poder político. Y es que el Ejército ya no es necesario para sostener la pirámide: el oligopolio de la distribución alimentaria, o los abusos en los precios de la vivienda, no tienen una respuesta social que suponga ninguna amenaza al sistema. Ahora es más útil aliarse con la prensa; o controlar la judicatura, donde las decisiones individuales de los jueces, como integrantes de las élites, pueden llegar a influir en los acontecimientos políticos y sociales. En cuanto a la intrusión de la Iglesia en los asuntos de Estado, la relación de una organización religiosa como el Opus Dei, con las élites y los gobiernos de derechas durante los siglos XX y XXI, es totalmente insólita en países de herencia cultural cristiana (otra cosa sea en los países musulmanes).
A pesar de la diversidad ideológica y la libertad de elección, hay algo que perdura, y que ha salido fortalecido con el auge del neoliberalismo y su incidencia en nuestro país: la estabilidad de las élites y el crecimiento de la barrera entre las clases pobres y las clases ricas (o media-baja y media-alta si lo prefieren): porque las diferencias entre clases no solo siguen existiendo, sino que en este tiempo se han ampliado. En esta vida, unos se preparan para sobrevivir, otros para prosperar, y otros para formar parte de las élites. No se forma parte de la élite solo por herencia, sino por la preparación, el tipo de instrucción y de educación que se recibe (donde la influencia de las órdenes religiosas católicas – lejos de la escuela pública – sigue siendo esencial), o por los lazos que se van creando en las propias escuelas; por los modos de vida, las costumbres y los lugares que se frecuentan; por las poblaciones y los barrios en donde se vive … Muchos sectores de la clase media-media, en todas las poblaciones, imitan la imagen de la clase alta, de la gente exclusiva, con la pretensión o la convicción de pertenecer a un escalafón social más alto… pero hay que sumergirse en los barrios y los lugares de trabajo de la clase alta para darse cuenta plenamente del abismo cultural y existencial que sigue habiendo entre las élites – los mayores beneficiarios de las políticas de derechas – y el resto.
Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde