—Audrey, querida, ¡tienes carta! —La señora Rideau gritaba desde el jardín.
Marzo finalizaba anunciando la inminencia de la primavera. Los galantos y las prímulas contrastaban con el verde de la hierba. Audrey salió corriendo. La carta era de Philippe.
Querida Audrey:
Con motivo de la despedida del padre Auguste, estaré unos días en Porte Sommet. Tengo novedades respecto al padre Adrien. En su anterior parroquia fue acusado por una joven de propasarse con ella. Me puse en contacto con su familia que no sabe nada de él, aunque tampoco parece importarles mucho. Se fugó de casa con el dinero que tenían ahorrado y no lo tienen en buena estima, por decirlo educadamente. De hecho, las palabras de su madre al decirles que había desaparecido fueron: «Ojalá esté muerto». El obispado tampoco ha hecho gran cosa para buscarlo. Todos piensan que lo más probable es lo que pensamos: que tenía una relación con Gretta, discutieron, la mató y escapó.
Me alegra saber que tus clases van tan bien. Eres una buena maestra. Te conmueve enseñar. Y tienes paciencia, mucha. Con los niños, con los adultos y conmigo.
Llevaré un jerez para sorprenderte.
Afectuosamente, Philippe.
Audrey se puso la carta en el pecho emocionada. Lo había echado tanto de menos. Las cartas le habían ayudado a llevar mejor la desaparición de Gretta. Notaba que Philippe se había implicado en el caso con la misma fuerza que ella. La casera de Gretta le había pedido que se llevase sus cosas. Había guardado con especial cariño los zapatos de la madre. Tal vez algún día encontrase a algún familiar a quien devolver el legado.
El padre Auguste venía por la calle, sudoroso como siempre.
—¡Buenos días, maestra! —le saludó el sacerdote.
—Buenos días, padre —Se guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta—. ¿El paseo matutino?
El hombre gordo se señaló la barriga.
—No baja, no baja.
Audrey se rio con ganas.
—Padre, no baja porque la rellena enseguida. Más acelgas y menos pastel de manzana.
El sacerdote se rio con ella. Después de pasar esos meses de invierno viéndose casi todos los días, Audrey había reconocido que en el fondo lo que le asustaba de él era solo el físico tan extraño que tenía. Y se prometió no ser tan pueril. Seguía dándole asco el sudor que no paraba, aun con temperaturas bajo cero. Pero no era culpa del pobre hombre. Le había ayudado a recoger las cosas de Gretta, incluso se ofreció a guardarlas en su casa si creía que a ella le iba a resultar difícil tener todo lo de su amiga tan cerca, pero ella declinó la oferta. Muchas noches, en su habitación, sacaba los zapatos de Gretta y recordaba a su amiga. De vez en cuando, preguntaba a Chiffet si había novedades, pero este siempre le respondía que estaban como antes. Después de que Brigitte contara en gendarmería lo que vio el sábado en el bosque, era la teoría que manejaban. El doctor Junot, al ser preguntado de nuevo por su testimonio, contó que se había equivocado de día cuando la vio en el camino de Majeure. Adrien había matado a Gretta y se había escapado. Lo estaban buscando por la zona sin resultado alguno. Y había mandado la orden a las gendarmerías del país, aunque sin mucha esperanza. El cuerpo de Gretta seguía sin aparecer.
Las clases habían sido un éxito entre la gente del pueblo y de los más próximos. Muchos hombres se habían apuntado. Algunos ya sabían escribir un poco y sumas fáciles. En cambio, con las clases de las mujeres, Audrey descubrió que había mucho talento desperdiciado. Averiguó por qué Brigitte era tan lista. Su madre enseguida aprendió a leer y era un filón en matemáticas. Audrey le había pedido libros más avanzados a Philippe para seguir con ella. A casi todas les gustaba leer, así que propuso un club de lectura. Fue difícil conseguir un libro que tuvieran todas o al que pudieran acceder. Pero Audrey fue a las casas y vio que Dumas coronaba las escasas bibliotecas de Porte Sommet. El conde de Montecristo fue el elegido, aunque no era de sus favoritos, pero era el único título que encontró en las tres bibliotecas privadas del pueblo: la del médico, la de la escuela y la de la señora Moulian. Entre las clases, la preparación del club y las charlas después de cenar con la señora Rideau, Audrey no se dio cuenta de que el invierno había terminado.
Aquella tarde de finales de marzo, el pueblo entero, más vecinos de la comarca, estaban de fiesta en la plaza para despedir al padre Auguste. El sacerdote tenía un nuevo destino, en el norte del país. La señora Moulian y la señora Rideau habían preparado algunos platos, con ayuda de otras mujeres, y Climent les había ofrecido la bebida. Los abrigos ocupaban los bancos de piedra, pues el sol no había dejado de lucir en todo el día. Philippe y Audrey hablaban con la madre de Brigitte. El padre Auguste iba de corrillo en corrillo, recibiendo agasajos y buenos deseos para su nueva andadura. Los niños corrían y jugaban a pillarse esquivando los vestidos de domingo y los trajes guardados sacudidos de polvo esa misma mañana.
Sudoroso como siempre, el sacerdote se acercó a la pareja. Con un pañuelo blanco se secaba la frente.
—Maestra, no quisiera marcharme sin despedirme de usted. Aunque no empezamos con buen pie, creo que hemos forjado una bonita amistad al final. —Levantó el vaso de calvados y brindó al aire.
Audrey y Philippe hicieron lo mismo con los suyos.
—Creo que hasta le echaremos de menos, padre —replicó Audrey contenta.
—Sobre todo, Climent. Se le va un buen cliente —apostilló el sacerdote—. Espero que mi sucesor sea tan digno como yo en ese tema.
El doctor Junot interrumpió la conversación para llevar apartado al padre a un rincón de la plaza. Mientras Philippe le contaba a la madre de Brigitte que había conseguido que un profesor de Majeure viniera a darle clases avanzadas una vez a la semana, Audrey observaba a los dos hombres. Frunció el ceño al ver que el médico le daba unos sobres y el padre los guardaba discretamente en los bolsillos dela sotana. «Qué tejemanejes se traerán esos dos», caviló. Pero enseguida dejaron de tener su atención al notar que Philippe le agarraba de la cintura.
—Te he extrañado tanto estos meses—le susurró.
Ella sonrió. Se moría por besarlo. La señora Rideau se puso al lado de ellos inesperadamente.
—Querida, me he comprometido a adecentar un poco la casa del sacerdote para el nuevo. ¿Podrías acompañarme? Ya sabes que se me cargan enseguida las piernas cuando hago un sobreesfuerzo y…
Audrey sabía que cualquier excusa no le valdría, así que no tuvo más remedio que aceptar.
—Mañana por la mañana iremos temprano. No trasnoches… mucho —le dijo con sorna la casera.
Unos gritos interrumpieron la algarabía de la plaza. La señora Ondreaux bajaba hasta la plaza golpeando un bastón contra el suelo y paredes.
—El diablo se va de la montaña. El diablo se va de la montaña. No puede escapar. No puede escapar—gritaba a la ve que golpeaba todo lo que se cruzaba por su camino.
Fueron hacia ella la madre de Brigitte y la señora Moulian. Cada una la cogió de un brazo y la llevaron a sentarse a un banco.
—El diablo se va… —repetía la señora Ondreaux mientras se balanceaba sobre sí misma.
—Tome un poco de coñac, señora Ondreaux. Está muy alterada —le pidió la madre de Brigitte.
La vieja del bosque, de un manotazo, le tiró el vaso al suelo. Se levantó renqueando y recogió su bastón. Se marchó por donde había venido.
—¡El diablo se va de la montaña!—gritaba a todo aquel que quisiera escucharla.
En los corrillos, los murmullos subieron de tono. Todos hablaban de la pobre anciana, primero con misericordia; después, conforme cada uno contaba alguna experiencia con ella, la acusaron de ladrona y de bruja. «Las gallinas de Torquet aparecieron muertas cerca de su casa, desangradas y abiertas en canal. Son rituales de brujería para invocar al diablo», dijo una vecina, bastante alterada. Hasta alguien contó que hacía muchos años estuvo implicada en la extraña muerte de un vecino.
El padre Auguste se despidió de cada uno. El señor Junot lo iba a acercar a Majeure. El tren salía a primera hora de la mañana y haría noche en la pensión de la estación. Cuando le tocó el turno a Audrey, esta no puedo reprimir darle un abrazo. «Qué blandito es, como un osito de peluche», pensó mientras se separaba de él.
—Señora Rideau, he dejado un baúl con mis pertenencias en la casa. Lo recogerá el doctor Junot en cuanto pueda.
—Tranquilo, padre. Solo airearemos un poco y daremos una vuelta a las habitaciones.
El padre Auguste se montó en el coche del médico.
—¿Has guardado mi bolsa?—le espetó al doctor.
El médico respondió con un gesto señalando el maletero.
—Pues arranca de una vez. —Miró hacia atrás solo un momento. Desde la carretera vio a lo lejos la cabaña de la señora Ondreaux—. Me voy, señora.
En la pequeña habitación de la pensión, Philippe y Audrey se miraban con complicidad. Bebían el jerez que había traído este. Audrey dejó el vaso encima de la cómoda y se acercó insinuante a Philippe, que estaba sentado encima de la cama. Se sentó a horcajadas encima de él. Philippe no pudo reprimir una mueca de dolor.Audrey se levantó asustada.
—¿Te he hecho daño?
—No, no. —Philippe le indicó que volviera a sentarse sobre él—. Estaba en una mala postura.
Pero Audrey no estaba convencida. Después de aquella conversación con el padre Auguste en el bar, sospechaba que Philippe no era sincero del todo con ella. Pero en las cartas no se atrevía a preguntarle. «El miedo a saber la verdad», supuso Audrey. Philippe se puso en pie. Audrey comenzó a besarle. No quería hablar, no quería oír nada que no fueran gemidos de placer, solo quería sentir la lengua de él en la boca, en los pechos, entre las piernas. Comenzó a desabrocharle el cinturón del pantalón.
—Para, Audrey. Es importante lo que tengo que decirte.
Audrey iba más rápido. Si la iba a dejar, si le iba a decir que no iba a volver, que estaba con otra, que lo suyo era imposible, ella quería un último recuerdo. Se escapó de las manos que intentaban paralizarla. Solo quería una noche más con él.
—¡Audrey! —Y el grito salió a la vez que cayeron los pantalones de pinza.
Unas gotas de sangre descendían por el muslo. Una reciente cicatriz recorría la cadera hasta la rodilla. Audrey le interrogó con la mirada. Philippe se acercó al lavabo a limpiarse con una toalla.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Audrey con un hilo de voz.
Philippe la contempló sentada sobre la cama, con los hombros encogidos y la cabeza baja. Los pies descalzos amurallaban las gotas de sangre. «El valor, Philippe, ese del que careces», recordaba las palabras del padre Auguste. Y entonces empezó a hablar:
—Yo… te he mentido. He mentido a todos. —Sujetaba la toalla sobre la herida—. No fui a la guerra. Solo supe de ella por los periódicos y la radio, por los amigos que regresaron del frente contando lo que habían visto. Yo estuve en mi casa del campo durante esos años. Bien servido, bien comido, bien tranquilo. —Levantó la toalla—. Esto… esto que siempre has creído de un héroe no es más que la inconsciencia de un cobarde.
Audrey lo miraba sorprendida.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando me llamaron para alistarme, me invadió el miedo. Yo no quería ir a la guerra. Oía a mi madre contar a sus amigas con esmero que me iba al frente; mi padre con sus socios también se jactaba del orgullo de un hijo en primera línea. Y yo… yo solo estaba muerto de miedo. Así que una noche me emborraché y fui al cobertizo en nuestra casa en el campo. Con las herramientas del jardín empecé a golpearme. Solo quería partirme la pierna para posponer mi marcha. Pero cada golpe, en vez de paralizarme por el dolor, me daba más fuerzasy me atizaba más fuerte, y más. No podía parar, aunque mi cabeza estuviese gritando que lo hiciera. El dolor era insoportable, los huesos asomaban debajo de la carne y la sangre, pero aun así seguía dándome palazos hasta que perdí el sentido. Me encontraron al día siguiente tumbado y sin poder moverme. Solo gritaba de dolor. Los médicos hicieron lo posible para que recuperara la movilidad entera. Pero ya ves que no pudo ser… Soy cojo por cobarde, Audrey. —Se sentó al lado de ella.
Audrey tomó con delicadeza la toalla y se la sujetó sobre la pierna. Ya no sangraba apenas.
—Estuve ingresado muchos meses. Con ejercicio y varias operaciones más, me recuperé un poco. Pensamos que lo mejor era que me quedase en la casa del campo hasta que todo acabase. Y, cuando volví, la gente creyó que había ido al frente y me habían herido allí. Mis padres se encargaron de no desmentirlo. Y yo seguí esa historia. —Se rascó la cabeza—. Audrey, tienes que entenderme. Era una especie de héroe. Era cojo por la libertad, no por la cobardía. —Se calló unos instantes para ver si Audrey le respondía—. Cuando te conocí, no supe decirte la verdad. A veces, me armaba de valor y venía dispuesto a contártelo todo, pero tenía miedo a que me rechazaras. Siempre me decía que la siguiente visita sería la definitiva y te contaría la verdad. Pero, cuando te miraba, era incapaz. No quería que me vieses como lo que soy en realidad: un cobarde. —Se quedó mirando la pierna—. Un cojo cobarde.
Audrey le cogió de las mejillas y lo miró con mucha dulzura. Lo besó muy despacio.
—¿Sabes qué? —le replicó. Se tumbó en la cama—. Hoy me quedo a dormir. Contigo. Siempre.
Beatriz Abeleira
Postales desde Ítaca
Cada vez más interesante…..
¡Gracias, Charles! Ya solo quedan dos.