Carlos Javier Rubio. Historiador.-Este año Infantes vivirá su popular fiesta de las Cruces de Mayo de una forma poco usual. El confinamiento ha obligado a que se celebre en casa, en el espacio privado del hogar, y que el ponche y el “puñao”, a la salud de los mayeros, deban tomárselo las peanas y los mayordomos.
Por suerte, la tecnología y el buen hacer del vecindario ha permitido que la música de las rondallas suene en los móviles y que sean las propias cruces las que recorran y visiten las casas. A pesar de ser tiempos de soledad, el espíritu sigue vivo y este año además se ha tenido la idea de engalanar muchos balcones y ventanas con pañuelos de hierbas; junto a flores, mantones, banderas nacionales y crespones negros. La epidemia ha cambiado todo, pero las Cruces de Mayo de Villanueva de los Infantes resisten a cualquier envite, pues es una fiesta con significados tan contrapuestos que parece que en ella todo cabe: la vida y la muerte, lo viejo y lo nuevo, la alegría y la tristeza, la soledad y la compañía, el recato y el descaro, la enfermedad y la salud…
Porque, las Cruces de Mayo es una fiesta tan antigua como lo son las epidemias; desde hace siglos han convivido juntas, y dentro de los gestos piadosos que el pueblo ha transmitido hacia el santo madero nunca han faltado algunos relacionados con crisis sanitarias. De hecho, de entre las historias que guardan las cruces que han salpicado las calles y alrededores de Villanueva de los Infantes hay algún ejemplo que puede relacionarse con tiempos similares a los que vivimos. Resultaría largo narrar todos los periodos en los que Infantes sufrió un brote contagioso, porque son muchos y de distinta intensidad, como el cólera de 1885 o de 1855, o la malaria, que afectó en la primera década del siglo XIX llevándose a 947 infanteños. También la peste bubónica azotó en varias ocasiones durante los siglos XVI y XVII, y cubrió a la población con una nube de sombra y miedo. Los datos de arreglos de fuentes y la construcción o desplazamientos de cementerios que los historiadores solemos encontrar en los archivos, en muchos casos tienen detrás una urgente higienización del espacio ocurrida en tiempos excepcionales. Por ejemplo, la inauguración, en enero de 1807, del primer cementerio que tuvo el pueblo, el de San Juan, ubicado en el actual Paseo, coincidió con la época de malaria antes citada; y su desplazamiento en 1855 a la ubicación actual lo provocó la epidemia de cólera. Muchos comportamientos de la sociedad ante la plaga no difieren en gran medida con los actuales, aunque nos aleja el desconocimiento mayor que ellos tenían del enemigo. Por ejemplo, a los infanteños de la peste de 1681 no les habría parecido suficiente lavar a más de sesenta grados la ropa de los enfermos, directamente era llevada a las afueras, quemada y enterrada con cal en pozos. A falta de hospitales, los convalecientes se vieron obligados a hacer sus cuarentenas hacinados en casas, muchas en el barrio de San Sebastián, que otros vecinos, huyendo del contagio, habían dejado abandonadas. Los días de cuarentena se cargan de dolor y el ser humano vuelve a tomar conciencia de su fragilidad, por lo que la invocación religiosa siempre ha resultado reconfortante. En 1800, al acercarse la malaria, don Julián de Diego, uno de los médicos de la población, mandó una carta al ayuntamiento pidiendo que “siendo en esta villa suma la confianza que tienen en la Virgen de la Antigua (…) suplico, si lo haya conveniente, empezar a poner los medios para precaverse de la peste mandando traer a dicha imagen a la parroquial para hacerle sus cultos y súplicas”.
No obstante, no existía en la población mejor aliado contra las epidemias que la invocación a san Sebastián. Infantes tiene dedicada a este santo una ermita cuyos orígenes se hunden en los tiempos medievales. A raíz del fin de la peste que azotó a la población entre 1507 y 1509, el vecindario, agradecido, colmó al santo de numerosas mandas y limosnas en dinero y grano, las cuales permitieron cambiar los muros de tierra de su vieja ermita por otros de piedra de sillería, consiguiendo darle al conjunto un bello aspecto que, por desgracia, no es el que conserva. Y es que, desde hace mucho, el santo asaetado se ha asociado con las enfermedades contagiosas, debido a que estas fueron comparadas desde la antigüedad con una lluvia de flechas, con un enjambre de dardos que caen del cielo de forma indiscriminada sobre las gentes. Por ello, las víctimas de las epidemias fueron identificadas como asaeteados, y el mártir que sobrevivió a tal suplicio se convirtió en su abogado y protector.
No muy lejos del casco urbano de Infantes, al norte, se conserva una cruz conocida popularmente como la de los “Aseteaos”, corrupción de asaeteados, que no le falta mayo sin que la adornen. Algunos investigadores han especulado con esta sugerente denominación y creen que el lugar pudo ser un “peralvillo” donde la Santa Hermandad ajusticiaba a sus reos. No puedo confirmarlo, como tampoco que la cruz haga referencia a las víctimas de las epidemias. Su culto lo tengo rastreado y es bastante antiguo, pero aún no he hallado de dónde parte. Puede que no se trate más que de un espejismo, como lo produce la inscripción que aparece en su peana, que recuerda el momento en el que fue rehecha con “limosna recogida por el pueblo”. Fue concretamente el “28 de abril año de 1918”, esto es, en vísperas de unas Cruces de Mayo y a las puertas de la otra gran pandemia que sufrimos: la llamada Gripe Española. Es probable que no sea sino fruto de una triste ironía y tampoco tenga relación con aquella calamidad, pues en aquellos días primaverales de hace un siglo aún faltaban meses para que el virus generase alarma. De hecho, no se registró el primer caso de gripe en la población hasta primeros de octubre, cuando los facultativos le diagnosticaron la infección a una vagabunda. La única cruz infanteña que tengo perfectamente identificada con tiempos similares a los que vivimos desapareció y hoy solo se conserva su peana de piedra, relegada y olvidada en un rincón de la Alhóndiga. En ella hay una inscripción en la que puede leerse “Este signo de la redención del mundo se restauró. Devoción del presbítero don José Martín Jiménez, año 1919”. Este clérigo infanteño, quien años después, al igual que su cruz, sería víctima de la Guerra Civil, hizo la promesa de restituir el recuerdo en Infantes a la antiquísima Cruz de Palo, la cual había sido quitada con poca delicadeza en 1901 para poner en su lugar la Cruz del Siglo. Lo interesante es que el motivo de tal promesa se descubre al conocerse la fecha en la que lo cumplió: el domingo 26 de enero de 1919, el día en el cual se celebraron en Infantes las fiestas por el fin de la pandemia de gripe. Al caer la tarde, en el mismo paraje donde estuvo antaño, aunque un poco más arrimada al camino, la cruz fue bendecida, ante la presencia de una muchedumbre y también de la Virgen de la Antigua, la cual regresaba a su ermita tras haber permanecido en la población durante los meses más duros. De este modo, aquella cruz se convirtió en el testimonio vivo de todo un pueblo, de un pueblo que había conseguido volver a lo que nosotros llamamos “la normalidad”; ese estado que hoy aspiramos recuperar con deseo y esperanza.
El mejor guiño a esta popular fiesta…..
Bonita tradición cultural, digna de ser mantenida
Cuando pase toda esta situación y nos permita «Chanches» y el «Coleta» hacer turismo, recomiendo una ruta por S.Carlos del Valle,Infantes,Montiel y un bañito en nuestras Lagunas.