Deles duro, don Benito

Santos G. Monroy.– No se me da un pepino por el debate periodístico y literario en torno a la figura de Benito Pérez Galdós con motivo del centenario de su muerte porque intuyo que sus detractores lo hacen más para darse fuste publicitario y hacer de su capa un sayo que por propio convencimiento.

Jamás admitiré discusión con don Benito, y más vale que no me cuestionen que Galdós es, junto a Cervantes y Quevedo, uno de los grandes arquitectos de nuestro idioma, y que su lectura conforma el pensamiento, enseña la admirable matemática de la gramática española, desentraña España y divierte con una sublime socarronería.

Se le reprochan a Galdós tantas cosas, ya sea desde el prisma ideológico o desde el pavoneo literario, que ni merece la pena detenerse. Otro gallo nos cantara si todos leyéramos algo de Galdós en algún momento de nuestra vida y nos tumbáramos en la toalla de sus páginas al vaivén de esa prosa repleta de drama, humor, reflexión y aventura.

Aburrido, casticista, arcaizante, dice alguno. Galdós es tan fabuloso en sus dimensiones literarias y tan precursor para su época que merece un lugar frente a Dickens, Twain, Conrad, Flaubert o Tolstoi. A menudo se olvida que Galdós fue, sin ir más lejos, feminista, azote de sayones, precursor del realismo mágico. Solo a don Pío Baroja le perdono yo estos olvidos, porque con el vasco la literatura española entró en una nueva dimensión fílmica y antirretórica. Si Galdós fue el rockero literario del siglo XIX, Baroja fue el punki del XX.

A lo que iba. La obra culmen de Galdós, los Episodios Nacionales, se erige todavía como un espejo burlón que nos devuelve la imagen de nuestra sociedad, pavoneada en su modernidad, en su soberbia de democracia adulterada, en sus artificiosos avances digitales, en sus fake news y sus redes sociales. pero con los mismos vicios y virtudes que los antiguos mundos a los que mira por encima del hombro.

Intuimos aquí por qué Galdós ha sido un extraordinario radiólogo de almas. Los Episodios Nacionales comienzan con «Trafalgar«, representación dieciochesca de una España que añora su grandeza colonial entre notas de minuetos y achacosos pelucones espolvoreados de rapé, danzantes a un compás de tres cuartos. Esa España arrastra las cadenas de su decadencia en un trasfondo velado por el humo de la pólvora y manchado por la sangre que resbala en la cubierta de los buques.

«Cánovas«, el último de los episodios, concluye en una patria destrozada, desafecta por las castas políticas, agitada por el anarquismo y la revolución industrial, sumida en la ensoñación de un discurso brutal, violento y revolucionario.

Entre ambos episodios, la epopeya literaria e histórica, las guerras civiles, las traiciones, intrigas, deslealtades, disimulos. El arribista, el trepa, el oportunista. La mediocridad que se agarra a los faldones del poder. ¿Cuántos hombres hay que lo tienen todo, no siendo nada? Por aquí desfilan, al igual que lo hacen los héroes y los honestos, que llevan casi siempre las de perder.

«Los políticos se constituirán en casta, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; en la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida», concluye don Benito su último episodio, en 1912. Anticuado le dicen a usted. Qué me dice, don Benito.

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