Fermín Gassol Peco. Director de Cáritas Diocesana de Ciudad Real.– Quizá dentro de no muchos años el diccionario recoja la palabra “espera” como “término usado en otra época, hoy en desuso”. Y es que aquellas cosas, actitudes, necesidades y costumbres que dejan de utilizarse acaban almacenadas en el olvido. ¿Esperar hoy a qué, a quién y para qué? La pregunta no pretende saber por cuanto tiempo, siquiera desde o hasta cuándo.
A las generaciones de este siglo las hemos venido educando en la contemplación del presente como único tiempo; ni el pasado ni el futuro parecen tener cabida en esta filosofía del “ahora mismo”. Y no solamente a un presente como concepto cronológico, sino como realidad existencial. Con esta manera de entender la vida, la “espera” se torna como algo innecesario ya que todo lo podemos, queremos y exigimos de manera instantánea, incluso la búsqueda más noble y trascendente como es el amor humano.
Sin embargo una pregunta se antoja inevitable: ¿todo es susceptible de obtenerse “ipso facto”? Pensando un poquito nada más, la respuesta viene definida por un, depende de lo que pretendamos alcanzar y desde luego que en muchos casos no. Porque notorio es que los hechos más cruciales suelen hacerse esperar, a veces por un largo tiempo, idóneo para desarrollar el deseo y la ilusión en lo que está por acontecer. Los descubrimientos y logros son siempre producto de una necesaria e inevitable espera, pues lo contrario conllevaría hacerlos abortar, anulando por aplastamiento al futuro contra el presente. De ahí que ignorar el pasado supone eliminar las raíces y por tanto las bases del soporte que procura mantener ese presente en pie cara a ese futuro. Porque la espera siempre está relacionada con aquello más o menos importante que está por venir a nuestras vidas y anhelamos que así sea.
Sucede sin embargo con nuestra mentalidad cada vez más computarizada, que el futuro no entra en nuestros cálculos diarios… y si la espera no existe, el futuro tampoco. El ser humano de última generación parece haber perdido el sentido de la propia vida como un camino a recorrer, convirtiéndose paradójicamente en un ser mentalmente sedentario dentro de un mundo que sin embargo cada día presenta un carácter más nómada.
Pues bien, en ese camino, es ese gran camino que conduce a la Salvación, aparece en estas semanas el Adviento como momento de espera latiente en el corazón de los creyentes. Un Acontecimiento que se ha venido configurando en el Antiguo Testamento a través de los profetas y que tiene su culmen en Isaías. Como reza el Prefacio del Adviento: “A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza”.
Nos encontramos como digo en pleno Adviento. Tiempo de preparación, de espera activa, ilusión y anhelo para acoger un Acontecimiento que si bien se encuentra ya muy próximo, aún está por llegar; una Espera que se convierte en Esperanza hacia un hecho que cada año se trasforma en permanente y admirable sorpresa: Es Dios Quien va a venir para quedarse con nosotros. Cuando llegue ese momento único, cuando llegue la Navidad, la celebraremos llenándola de sentido, Y ese sentido ahora se encuentra en el Adviento. Esas luces tan bonitas que ya iluminan nuestras calles, plazas, edificios y comercios, son aunque ellas no lo sepan, luces que alumbran el Adviento.