La primera noche le hizo gracia. Después de vinos, risas, caricias, orgasmos, más vino y más risas, más sexo, se quedó dormida. A su lado, él le acariciaba el pelo.
Notó que ella reptaba por la estrecha cama hasta que acomodó la cabeza en su pecho y entonces lo vio: sacó los pies fuera de la cama y el cuerpo emitió un suspiro de relajación, que a él le produjo ternura y risa a la vez. Así se quedó hasta la mañana.
En el desayuno, él la miraba de reojo por encima de la taza. Le dijo:
—Sacas los pies fuera de la cama cuando duermes.
Ella subió ligeramente los hombros y asintió.
—¿De qué vas a escapar?
Ella sonrió y se levantó para dejar la taza en el fregadero. Cogió su bolso de la silla y con los zapatos en la mano se despidió.
Se encontraron varias veces más aquel verano en los mismos sitios con los amigos en común. Acababan las noches como la primera. Él no sabría poner una fecha a cuándo empezó a hacer hueco en los cajones de su cómoda. Tal vez septiembre. Compró un cepillo de dientes morado. El pedido del súper aumentó en café, leche y huevos en octubre. Los pies de ella sobresalían de la cama cada mañana. Y él empezó a verlos cada vez más fuera. Ya no sonreía al mirarlos. Solo los observaba para que no huyeran.
Entonces, llegó el invierno de repente. Sin avisar. Los vinos seguían, pero las risas se espaciaban. Él intentaba cada noche bloquear aquellos fríos pies para que no salieran de las sábanas. Las caricias se volvieron mecánicas mientras no dejaba de pensar en inmovilizar las piernas que se abrían para atraparle y se cerraban durante segundos aprisionándole. Pero, por más que su cuerpo fuera un muro infranqueable y sus piernas enredasen los finos tobillos formando un extraño nudo, los pies de ella escapaban y salían de la cama. Él se quedaba toda la noche despierto contemplando que no se movieran más allá. Sin ternura. Si se iba a escapar, quería verla marchar.
El invierno continuócon cafés para ir a trabajar, con pequeñas discusiones que se fueron convirtiendo en reproches, con recelos por las risas con los amigos, con noches de sospechas de soñar con otros que no eran él, con vigilias podales que le atormentaban cada vez más. Él se dio cuenta de que ella ya no suspiraba al quedarse dormida ni buscaba el hueco de su pecho para utilizarlo como almohada. La espalda tensa, bocabajo; los pies asomando al abismocontinuaban allí en su cama. Inertes. Él contemplaba cómo se desmoronaba todo.
No sabe si llegó enero porque no recuerda ver las luces navideñas, solo los pies blancos fríos cada vez más lejos. Ya no había orgasmos entre vinos y caricias. Ni risas. Ni palabras. Solo los ojos de él en la noche iluminaban con ira los pies de ella.
Oyóbolas rodar.Soloderribaron un bolo, que cayó sin apenas hacer ruido.El cansancio le ha vencido y ha tenido un sueño extraño. Se despertó de golpe y contempló el techo blanco. Por fin, había podido dormir algo. Estiró el brazo y notó el vacío. Se levantó de golpe, pero todo seguía igual que cada mañana. Pero no era lo mismo. Lo intuyó. En la calle ya era primavera y en su piso persistía el frío invernal. Las bolas rodando en el parqué eran las ruedas de una maleta. El bolo caídoera la puerta que se cerró para siempre. El espejo le devolvió el reflejo del rostro cansado y vio el papel encajado en una esquina. Lo desdobló con cuidado y supo la respuesta por fin:
«De ti».
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Enhorabuena por este relato. Y es que siempre hay que elegir bien el ‘largo del colchón’…
El colchón a veces se nos hace pequeño.
¡Muchas gracias, Charles!