En pleno siglo XXI, el ritmo vida se ha acelerado notablemente; y como consecuencia, el tipo de vida de las personas se ha transformado bastante más de lo que parece a simple vista, comparado con el que se llevaba hace apenas pocas décadas.
Vivimos en una sociedad de consumo voraz, difícilmente sostenible, donde todo sucede muy deprisa, donde todo lo que puede afectar al ritmo de vida está afectado por la urgencia. No da tiempo a asimilar las imágenes fugaces que lo inundan todo; las modas y las versiones de los programas informáticos son demasiado efímeros; los productos industriales están diseñados y fabricados para que no duren muchos años… Incluso el comercio por internet compite con el comercio tradicional no sólo en los precios – gracias al ahorro de costes – sino en la inmediatez de la adquisición del producto. No hay sitio para la espera;la novedad queda rápidamente obsoleta por el empuje de una incipiente novedad; la pausa improductiva tiene un valor despreciable…
En nuestra sociedad de consumo, además, se ha terminado por imponer la idea de que la calidad de vida está en relación directa con el poder de adquirir objetos que nos proporcionen mayor comodidad, menor esfuerzo, y a menor precio. El esfuerzo, también tiene un valor despreciable en la sociedad moderna. Indudablemente, hace décadas que la mecanización y la externalización de las labores domésticas (lavar, hacer un caldo, tejer, etc.) liberó a la mujer del rol asignado desde tiempos inmemoriales: cuidar de las necesidades familiares mientras el hombre buscaba el sustento. La incorporación de la mujer al mercado laboral implicaba una mejora en la calidad de vida, tanto por el incremento del poder adquisitivo de la unidad familiar como por los beneficios que puede comportar un trabajo. Sin embargo, el paso del tiempo ha pervertido esta situación: no ya para adquirir objetos, sino para cubrir las necesidades básicas – como la vivienda – resulta prácticamente imprescindible que ambos miembros de una unidad familiar aporten ingresos a su economía. Las necesidades básicas se han convertido en un lujo, en relación con el poder adquisitivo de la gente, que como todo el mundo sabe, en la última década ha ido decreciendo: tener un trabajo estable y bien remunerado es algo cada vez más raro. En consecuencia, esta incertidumbre provoca un cierto estado de ansiedaden buena parte de nuestra sociedad, que se acrecienta con mensajes consumistas (directos o subliminales) que nos llegan a través de los medios.
No es que antes la calidad de vida fuese mejor, pero dependía de otros factores.La sensación de que el tiempo transcurría mucho más despacio que ahora se aprecia incluso viendo viejas películas de cine, muchas de las cuales no han soportado el paso del tiempo (desde las películas de El Gordo y el Flaco hasta las de Monty Python) precisamente por “lentas”. Hace cincuenta o sesenta años, la mayoría pertenecía a la clase obrera o campesina, mientras que ahora hemos ascendido en masa en el escalafón para formar parte de la clase media, sea cual sea nuestra ocupación laboral. Para la mayoría de la población, el objetivo fundamental en la vida, lo que condicionaba todo, era cubrir las necesidades básicas. En una época en que la inmensa mayoría de la gente era humilde, la humildad condicionaba la vida: los problemas tenían que ver con la vida real;la falta de dinerono era un problema, sino algo común, y las relaciones humanas eran más solidarias; la educación familiar en valores no se transmitía con muchas palabras, sino con el ejemplo. La sociedad de consumo del siglo XXI ha cambiado totalmente esta manera de ser y de relacionarnos.
El ritmo de vida actual puede proporcionar estímulos placenteros, pero no calidad de vida. Evidentemente, aunque ayude, el dinero no es lo que nos proporciona la felicidad. La calidad de vida depende de otros factores. Si lo que queremos es ser verdaderamente felices, la felicidad requiere paz, y ésta requiere sosiego. Queremos que ese estado dure, no que pase deprisa.Es cuando hacemos un parón prolongado cuando parece que se dan las condiciones de pensar en lo que venimos siendo y en lo que queremos ser, lo que nos satisface y lo que nos incomoda, lo que está en nosotros que se arregle y lo que no, si los traumas se han superado o si persisten… Sin tiempo para detenerse a pensar, es imposible regocijarse verdaderamente. ¿Qué habría de pedirle uno a Dios en última instancia? Se le puede pedir muchas cosas, pero sería interesante observar lo que dice una oración cristiana: Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona nobis… ¡Pacem! Sí, la paz. La felicidad consiste básicamente en encontrar la paz.
Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde
Vivimos en una sociedad enferma de prisa y totalmente anestesiada, y lo peor, es que cada vez somos menos conscientes.
Necesitamos una higiene mental preventiva que tiene que entrar por los colegios……
A mí, lo que me da que pensar, es que ahora ya no se pueda comentar en las noticias relacionadas con Puertollano.
Ahí, ahí…
Era eso o una Operación Araña para Puertollano y aldeaños exclusivamente…
Es que lo que pasa en el pueblo, es para censurarlo.