Solo tres palabras. «¿No te acuerdas?». Entonces Anna abre despacio la caja que atesora los momentos especiales, las palabras lacerantes, las encarnizadas emociones. La caja de la memoria, que solo está en su cabeza.
Mira dentro curiosa, buscando el hilo que la lleve hasta donde esas tres palabras. Ve que asoma una enredada maraña y busca ansiosa el extremo del hilo que la libere de la confusión. Allí, apenas perceptible, escondido bajo nudos, lo toca. Tira suavemente.
«¿No te acuerdas?».
El hilo se desliza entre sus dedos lentamente. Anna lo estira con delicadeza. Los rayos de luz que se colaban entre las rendijas de la persiana a media altura de aquella trasnochada habitación vuelven a iluminarla. El hilo sigue resbalando. Recuerda la música que sonaba aquella tarde. «Mira cómo habla, mira cómo camina…». El hilo pasa y pasa y ve el colchón en el suelo, con las sábanas apelotonadas encima.
«¿No te acuerdas?».
La música sigue el ritmo del hilo que se alarga entre los dedos de Anna. Un cuerpo desnudo se levanta. Una espalda que tapa la pantalla de un viejo ordenador que reproduce la canción. Vuelve al colchón del suelo. El hilo de Anna tiene nudos, que ella deshace pacientemente. Ahora él la recorre con las manos. Salva los montículos oscilantes en el vientre mientras Anna se estremece con el miedo de que no la quieran tocar ya más.
«¿No te acuerdas?». El hilo corre entre las manos ya.
Las lenguas se buscan. Se topan, se chocan. Despacio, explorando nuevos rincones, apresuradas, encontrando viejos caminos, atinan desesperadamente. Anna deshace otro nudo, el del temor a que esa boca no la volviera a besar, a que ya no quisiera apurarla más cuando tocaba despedirse o reencontrarse.
Toma aire. «¿No te acuerdas?».
El nudo es fuerte. Anna cierra los ojos. Recuerda la luz, la canción, las manos resbalando sobre los cuerpos, las bocas silenciándose, los cuerpos desnudos sobre el colchón. Pero el nudo sigue ahí. Intenta deshacerlo, pero es resistente. Anna decide no tensarlo tanto, no quiere que se llegue a romper el delicado hilo, que ha perdido grosor con el paso del tiempo. Sigue deslizando el resto entre sus dedos.
«¿No te acuerdas?».
Los dos sobre el viejo colchón, desnudos. Ella, ensamblada bajo el brazo de él; él le acaricia el pelo. La luz da paso al atardecer. La música sigue inundando la habitación. Son un puzle de dos piezas. Y Anna se estremece al pensar que él ya no quiera encajar con ella nunca más.
El hilo se ha acabado. Ahora está perfectamente desenredado. Solo el nudo que no ha conseguido deshacer permanece escondido. Anna vuelve a abrir la caja de la memoria, la que lleva en la cabeza, para guardarlo allí de nuevo. Busca el lugar preciso, el que esté más a mano para cuando quiera recordar. Lo deposita con pulcritud para que no vuelva a enredarse. Sonríe. Puede que mañana quiera desovillarlo. Puede seguir de nuevo la luz vespertina que se colaba por las rendijas, la canción que ahora ya sabe por qué la agita inconscientemente cada vez que la escucha, temblar con las manos que se aprendieron su contorno, sacudirse con las lenguas que no dejaron de buscar, encajonarse al cobijo de saber que volverían a estar juntos muchos días más. O hasta el verano. Lo que duró. Puede que mañana consiga deshacer el escondido nudo que queda, el que no recuerda. Deja que la punta del hilo asome por la caja de la memoria para que sea más sencillo tirar.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Ay, las madejas de la memoria. Quien pone un recuerdo en su sitio una vez sacado el hilo
Es complicado una vez que lo sacas, Manuel.
Y es que, como decía el poeta y diplomático griego Yeoryos Seferis, «allí donde la toques, la memoria duele».
Un relato para ‘recordar’…..
Pero bendito dolor. ¡Gracias, Charles!