Juego de Tronos sin tronío

Manuel Valero.– Basta con salir a la calle que es el lugar común por donde transita la gente, los ciudadanos o el pueblo, usted mismo, para constatar que la inmensa mayoría de los electores o contribuyentes, usted mismo, o asiste atónita al dédalo de conversaciones postectorales para formar gobiernos o sencillamente mira la televisión, hace un gesto de desprecio resignado y sigue a lo suyo.

Es lo que pasa cuando el bipartidismo minimalista de ayer se transforma en un puzzle en el que todo está unido por un hilo invisible, tan invisible que basta con tirar un poco de él para que el hermoso paisaje que se ha construido salte por los aires.

La cuestión estriba no en la supuesta riqueza que aporta la pluralidad de opciones políticas que concurren a unas elecciones como un refresco democrático por encima de una opción a dos, sino en que llegados al momento presente y después de seguir la gran movilización estratégica de los actores en el nuevo tablero de la multiculturalidad política, la gente, los ciudadanos o el pueblo asisten atónitos  a la tremenda representación de las diferentes casas por aliarse con este o aquel, con aquel aquí, con este allí, jugando al todo o nada o si es necesario a las tablas en la gobernación partiendo la legislatura en dos mitades.

Tal enredo de complicado encaje no significa incultura democrática por falta de costumbre en la cultura de pactos sino un conglomerado táctico para sentarse en el trono presidencial o edilicio.  La sensación del sufrido votante es que lo que se negocia en la mesa con la coartada de una cierta empatía ideológica o coincidencia programática no es la defensa de los intereses generales sino la simpleza, tan antigua como el género humano, de tomar el poder o tocarlo. Pero el poder exige rostros y nombres y es ahí donde la nueva cultura del multipartidismo emerge con su peor cara. O eso parece.   

La política no necesita mártires que se inmolan por el bien común –la democracia perfecta es para una sociedad de ángeles, Rousseau dixit– porque la política es cosa de este mundo y  un político que no aspire a lo más alto, esto es, a controlar el panel de las decisiones que afectan a la gente, el pueblo o los ciudadanos en virtud de un proyecto respaldado más vale se dedique a la crianza de periquitos.

Pero falta coherencia, ausencia de complejos y si es necesario un cierto desapego al mando si con ello es la comunidad la que sale ganando. Todo este embrollo viene por eso, por la despriorización de lo mejor para el común, no por la falta de entreno para hacer frente a una realidad a cinco –PSOE, PP,  Ciudadanos, Unidas Podemos y ahora Vox- más los partidos nacionalistas del separatismo radical o del dame y contemporizo.

Paradójicamente en España ha habido más costumbre de pactar con los nacionalistas desde Madrid -de ahí estos lodos- que entre los grandes partidos nacionales que entienden la política como una perpetua guerra civil cambiando votos por balas.

En la capital, Ciudadanos ha acordado lo que no ha podido hacer en todo el territorio del Estado: pactar con el ganador de las elecciones. De la misma manera que el PP sería incapaz de abstenerse para que el gobierno entrante lo haga sin la hipoteca de los protagonistas del vodevil separatista. Hay complejos, inmadurez, prejuicios que anteponen la supervivencia de los liderazgos y de los partidos a los impagables beneficios de la estabilidad política. No, el problema no son los pactos, el problema es el sinuoso baile de movimientos para no perder  el sitial o tocarlo aunque sea un poco o por un par de años.

La imagen es esa. La supervivencia política por encima de la mejor vivencia ciudadana. El candidato por libre de Ciudadanos en Barcelona, Manuel Vals, que está a salvo de complejos, dijo sin tapujos que ante la tesitura que dieron las urnas iba a apoyar a Ada Colau, como mal menor para evitar que la ciudad condal fuera regida por los separatistas. Se puede compartir o no esa conducta pero es la conducta de un político europeo.

La necedad de los cordones sanitarios nos han traído esto: si Albert Rivera hubiera sido más generoso, abierto y moderno, cualidades de las que presume, si no hubiera levantado esa envalentonada e inútil concertina de seguridad en torno a los socialistas, hoy estaría todo resuelto en buena lid democrática. De la misma manera que se gritaba desde las filas socialistas que con Rivera, no. También hubiera cumplido con el protocolo democrático un Unidas Podemos con más musculo y mejores resultados que hubieran sumado absolutamente, por más sofoco que un primer gobierno de coalición de izquierdas en España hubiera llevado a la penumbra de las reuniones de los poderosos del mundo y sus clubs de rutilantes reuniones anuales a los muchos le aplican el dicho de Ambrose Bierce: los electores eligen a candidatos que eligieron otros. 

No. No son los pactos ni la multicolor realidad política española: ha sido y es el modo que gestionar la situación: egoísta, partidista, ombliguista, oportunista… humana.

Si tenemos que dar la bienvenida al nuevo escenario de una España pluralísima, al menos aprovechemos la ocasión para reformar la ley electoral y adecuarla a los tiempos, no para que el laberinto se entrelace aún más sino para despejar impases de incertidumbre que den lugar a este espectáculo. Y sobre todo, para que el nudo gordiano resultante de la muerte del bipartidismo lo rompa la gente, los ciudadanos, el pueblo, usted mismo, con el tajo de una segunda vuelta electoral. Siempre será más saludable, higiénico y democrático la última palabra de la urnas que dejar a los partidos y sus dirigentes entretenerse sobre el mapa de operaciones  con una suerte de juego de tronos… pero sin tronío.  Menos mal que ninguno de ellos tiene dragones.