El día 13, en el Aula Magna de Letras, y como un anticipo de su investidura el día siguiente como Doctora Honoris Causa, Cristina García Rodero nos proyecto a sus acompañantes de la tarde, tres carruseles de imágenes, construidos desde una selección de sus propias fotografías.
Con la boca abierta, el primero de ellos versaba sobre un repertorio de imágenes, de distinta procedencia y de diferentes momentos temporales. Caracterizados, justamente, por esa casualidad del instante o del momento, de capturar al fotografiado con la boca abierta; donde caben niños, ancianos, caballos, perros, amantes, gallos y máscaras, en el momento de un bostezo, un grito, una exclamación, un alarido o un lamento dolorido. Todo ello, venía acompañado por un montaje musical abstracto, que le daba al carrusel de imágenes de Cristina García Rodero un tremendo aire cinematográfico. Cosa que por otra parte suele ocurrir, en la medida en que las imágenes en movimiento son la naturaleza misma del cine.
El siguiente carrusel estaba formado por las imágenes procedentes de las distintas capturas (creo que proceden de tres momentos diferentes, de tres años distintos y de tres viajes diversos) del viaje de García Rodero a Lalibela. Esa suerte de santuario cristiano de Etiopía, donde permanecen intactas ceremonias antiquísimas de unas celebraciones inmemoriales y arraigadas al roquedal estéril. Ceremonias que cuentan con un claro carácter ritual y un enorme talante ceremonial y espiritual. Allí se celebran rezos, ofertas, meditaciones, exorcismos, imposición de manos y pequeñas procesiones de fieles alrededor de unos eremitas que tienen un aspecto milenario, escondidos en la roca como unos equivalentes de los San Jerónimos pintados, que conocemos a través de la pintura de Bellini o de Carpaccio. Para componer con el fondo terrizo de las piedras excavadas un séquito de esa espiritualidad de los pueblos primitivos, que eso debería ser el primer cristianismo: una cascada de emociones y una lluvia de sentimientos primarios. Ahora a la lluvia de propósitos espirituales, sanadores y rituales, sólo acompañaba la voz y los comentarios precisos de la fotógrafa con una severidad monocorde.
El tercero de los carruseles proyectados en la tarde, cambiaba el blanco negro de los precedentes, por una lluvia de color (nunca mejor dicho) de las fiestas del Holy en la provincia india del Braj, al norte de la India. El Holy hace referencia a Joliká, la malvada hermana del rey Hiranyakashipu y tía del príncipe Prahlada. Cuando los poderes que le fueron otorgados al rey le cegaron, creyéndose la única deidad a la que su pueblo debía adorar, el príncipe Prahlada decidió seguir adorando a Vishnu y enfureció a su padre. Nuevamente las imágenes encadenadas demandaban un relato ahora diversos y cromático, más allá de los comentarios de Cristina sobre las dificultades de capturar ciertos instantes de la fiesta primaveral, o la empresa de soportar la lluvia ingente de polvos coloreados que caían sobre los ojos asombrados y sobre las cámaras fotográficas no menos asombradas.
Mientras miraba con interés todo ello, me volví a preguntar por la similitud del desfile de las fotografías encadenadas de García Rodero con una película de argumento aún desconocido por mí, como nos ocurre con las películas primitivas del cine mudo, que cuesta entender su historia hasta que no concluyen. La secuencia ordenada de tomas, de detalles, de panorámicas y de primeros planos me hacía preguntarme por el argumento desconocida de la película a la que estaba asistiendo. Igual que me había ocurrido con las dos anteriores.
Y comprendí que la historia de esas tres películas, compuestas por las fotos de Cristina García Rodero, sólo tenía como argumento fundamental la vida misma. La vida misma expuesta bajo la luz. Cosa que quedó meridianamente clara al día siguiente, ya con otras luces. Tras los protocolos y discursos de la ceremonia de la investidura doctoral, se volvió a proyectar un nuevo carrusel de imágenes, de diferentes proyectos y tiempos divergentes. Acompañados por una música ceremonial y ceremoniosa que entonaban Irene Papas y musicaba el compositor griego Vangelis.
Ahora, al compás de esas voces y de esos sones cambiantes, todo parecía cuadrar y mostrarnos que el verdadero argumento de las extraordinarias fotografías de Cristina García Rodero no era otro, sino la vida misma exaltada y seleccionada por su mirada paciente. Gracias Cristina García Rodero.
Periferia sentimental
José Rivero
Soberbio y extraordinario…..
Gracias a Cristina y, en este caso, a ti. Textazo.