Un sábado de hace muchos años, cuando aún se pagaba en pesetas y salías de los bares ahumado como el queso San Simón, llegué a casa después de trabajar y le dije a mi hermano:
—Chaaachee, llévame a Urgencias.
—¿Qué te pasa?
—Que estoy cansada.
—Pues acuéstate.
—No, llévame.
Mi hermano estudiaba fuera y había venido a pasar un fin de semana tranquilito. Pues llegué yo y le jorobé la noche del sábado.
Allá que vamos mi madre, mi hermano y yo. Paso a Urgencias.
—¿Qué le pasa?
—Pues que estoy cansada.
La doctora me podría haber contestado lo mismo que mi hermano: —Pues acuéstate.
Pero, como era una profesional, me miró los ojos y los brazos. Yo pensé que buscaba signos de borrachera o pinchazos. Me mandó una analítica.
Mientras esperaba los resultados, venía cada dos por tres a verme. Yo seguía cansada. Nada más.
Después salió con un compañero para decirme que estaba en las últimas de sangre y que a transfundir. «Solo quiero dormir». «Te quedas en tu casa durmiendo y mañana no amaneces». Allá que voy.
Ya en el box, me enchufan la primera bolsa. Hay una enfermera monja (no es invent). La enfermera monja se mueve como pez en el agua entre las camas y los aparatos.
Al del coma etílico, cada vez que se queja, le dice que no hay que beber y que no grite, que hay gente ENFERMA.
Hay un chaval que ha entrado con unas convulsiones. Se le han echado encima entre voces de «se nos va, se nos va». Tú piensas que estás en un capítulo de Urgencias (la de Clooney, porque Anatomía de Grey no existía en esa época) y que va a acabar bien.
La monja enfermera viene de vez en cuando a darme en la cara: «No te duermas, que no puedes dormirte». Pero solo quiero dormir y la monja pegaleches no me deja. Luego, se ve que se cansa de ser la única «broncas» y le pasa el marrón de darme manotazos al otro médico. Se turnan, cosa que agradezco, porque el médico da con menos inquina que la monja.
El chaval de las convulsiones está dormido, o eso creo yo. Porque, como es lo que a mí me gustaría, pienso que a todos los demás también.
Dejan pasar a mi madre y a mi hermano. Mi madre solo le dice al médico: «Eso es del café, que toma mucho». El médico le dice que no. Mi madre echándole la culpa al café, que la tía se soplaba el último del día a las once de la noche. Pero el café, vale, mamá.
La monja pegaleches de vez en cuando se acerca a la cama del de las convulsiones y le dice: «Angelito». Y luego viene a la mía y me dice: «Que no te duermas».
Miro el techo. No pienso cosas raras. Me entran ganas de hacer pis. Se lo digo a una enfermera; a la monja no, si no me deja dormir, menos mear.
Me dice que ahora me trae la cuña. Se me va el sueño en un pispás al oír la palabra. Yo, que lo hacía de pie en los bares, entre dos coches, en el campo…, me horrorizo al pensar en la cuña.
Le digo que me aguanto. Me dice que después de esa bolsa van más, que va pa largo.
Me lo pienso. Las ganas de hacer pis aumentan, aunque no quiera pensar en ello. Le imploro que me deje ir al baño. Imposible.
Vuelvo a pedírselo y esta vez cede a regañadientes con una condición: lo tengo que hacer con la puerta abierta y ella me lleva. No aplaudo porque no tengo fuerza. Ella me lleva y yo hago pis con la puerta abierta. No me importa. En peores sitios me he visto.
Vuelvo a la cama. El de las convulsiones empieza a hablar: «Hoy es mi cumpleaños». La monja pegaleches, que aprovecha para dar sermones, le dice que no sabe qué razón tiene porque hoy ha vuelto a nacer.
El chaval era alérgico, pero muy mucho, a los gatos y se había ido de fiesta a una casa donde había habido gatos. Movidón. Pero llegaron a tiempo a urgencias los amigos y él.
La monja se piensa que el chaval se ha reconvertido al ver la luz, pero no. Resulta que su cumpleaños era ese día, de verdad, que lo decía el DNI.
Ya voy por la tercera bolsa. El del cumpleaños ha vuelto a dormirse, porque él sí puede.
El del coma etílico ha dejado de lamentarse y ya ronca, porque con cuarenta tacos que tendría el señor ya ronca y babea al dormir. Que ya te vale pillarte un coma con cuarenta, pero bueno…
Se acaba la sangre. Me mandan a una habitación y allí, por fin, puedo dormir. Eso creo yo. Al dejarme en la habitación una enfermera empieza a chillar. «Un murciélago, un murciélago». Sale espantada y cierra la puerta de la habitación… conmigo dentro.
Yo, con sangre fresca y un murciélago en la habitación, pues me pongo nerviosa por culpa de Vincent Price y sus películas. Pero el murciélago está en un rincón del techo a su bola y ni se inmuta. Sería vegano… Viene una auxiliar y se lo lleva. Sin gritar.
Por fin me duermo. Lo primero que veo al despertarme es a mi jefa al lado de la cama. Pienso: «Mierda, ni muerta me libro de ella». Pero no, no estaba muerta. Tampoco de parranda. Y habrá que agradecerle a la señora que viniera a verme. Mi madre se había ido a tomar un café en ese momento…
No sé qué fue de la monja pegaleches ni de la doctora que me miraba los brazos (que no buscaba pinchazos, ahora lo sé) y los ojos (que tampoco buscaba signos de embriaguez, ahora lo sé), tampoco del médico que me zarandeaba ni del que convulsionaba. Pero sé que los #donantesdesangreme salvaron. Eternamente agradecida.
Foto tomada de la página Donantes de Sangre de Toledo.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Donar sangre es un sencillo gesto altruista y solidario que salva vidas.
Bueno, cuando el cansancio viaja en la sangre se llama ‘anemia’.
Enhorabuena por este vivo relato…..
Y el café, Charles, el café. Ja, ja, ja. ¡Gracias!