Esta mañana me ha venido a ver un grupo de muchachos. Llamaron a la puerta y fue a abrirles Amparo, que me atiende en casa desde que falleció mi esposa. La algarabía me sorprendió por lo temprana que me pareció la ruidosa petición del aguinaldo. “Pero todavía no es Navidad…” refunfuñé, “¿a qué viene ese jolgorio?” Me levanté como pude del sillón y caminé hacia el pasillo.
Memorias de un hombre común
Manuel Valero
Capítulo 16
Y allí estaban: un payaso con cara de haber comido mal, una enfermera salpicada de sangre hasta las orejas y un vagabundo con la cabeza atravesada por un cuchillo de carnicero. “¡Truco o trato!”, gritaron todos. “Qué truco ni qué trato”, grité con todo mi mal genio de viejo. “Marchad de aquí, a tomar por culo, ¡fuera!”. Amparito me miró un poco extrañada porque nunca me había visto así de enfadado. Triste, muchas veces, enfadado, alguna, encolerizado creo que fue esa tarde. “¿Cómo permiten eso en los colegios, y en las casas… una burda moda importada, ni siquiera es irreverente, es falsa?” Entonces caí en la cuenta de que ese día estrenábamos el mes de noviembre. El mes de noviembre siempre me ha parecido el mes escondido del calendario, un mes impersonal, de segunda fila. Tal vez por eso colocaron en él la fiesta de los difuntos que cada uno pasa como puede, dolido por la ausencia, regocijado en su esperanza creyente, indiferente, como puede.
Me senté en el sillón de nuevo. Las palabras de Amparo eran como linimento sobre mi escocido humor. “¿Cómo creen que dan miedo con eso?” “Son cosas de niños”. Si, de niños absorbidos por la televisión y colonizados por el consumo yanqui y los grandes almacenes. Niños y jóvenes sin personalidad… Siéntate aquí que te voy contar cómo se celebraba en mi niñez la Fiesta de Difuntos. Amparo me trajo una manzanilla y se sentó junto a mi:
“La recuerdo ahora en esta noche ánimas Ella, mi abuela, estaba sentada frente a la estufa. Cuando llovía natural antes del enloquecimiento del clima, se iban los plomos de la casa de mi madre y la escuálida bombilla de 20 vatios dejaba de dar su luz mortecina. Por eso había velas. Velas y palmatorias en todos los rincones de la casa que mi abuela siempre ponía por estas fechas y a mí me sobrecogían tanto que me asustaba de mi propia sombra. En cada rincón había una mariposa titilante y triste que iluminaba apenas un pedazo de pared. No era la palomita en sí, eran todas las palomitas reunidas en el comedor, en el pasillo, en la cocina. Daban una luz sin fulgor, una luz temblorosa y abúlica. Una tarde me dijo: ”Esa de ahí es por tu abuelo Francisco; la de al lado es por mi hermano y la de más allá, por mi madre, y esa por mi padre. Cada vez que miro la mechita ardiente sobre el aceite me parece verlos a ellos”. Y entonces se fue la luz. Pero mi abuela que ya venía experimentada desde el siglo en que nació, espero un momento para vivir ese instante tan solo a la luz de las palmatorias. “Mira como parece que se ponen vivas”, dijo y encendió una vela. Mi silueta y la suya bailaron cuando el pábilo hizo una crecida de llama. “Cuando me muera quiero que tu madre me ponga una al lado de la de tu abuelo y cuando se muera tu madre espero que hagas tú lo mismo con ella. Su palmatoria debe ser la que ilumine tu casa”. “Sí, abuela”, le dije, mirándola con la misma ternura que ella me miraba a mí. “Y ya sabes si no lo haces tú, vendré yo y se la pondré aunque me haya muerto”. Me encogí un poco asustado. Mi abuela remató : “las ánimas ya están donde les corresponde a cada una, así que cuídate de los vivos, esos son los que hacen daño de verdad. Los que se van nos dejan una herida en el alma, pero si los has amado es una herida dulce”. “Si abuela”. Y sonó un trueno original después de un relámpago que iluminó el comedor con su luz fría y cadavérica. Pero yo estaba al lado de mi abuela enlutada y antigua que me acariciaba la cabeza con tanto amor que no había miedo que lo abatiese”.
Amparo seguía mi relato completamente concentrada. Tuve que repiquetear los dedos para que volviera en sí. Y eso que no le conté cuando en mi casa, mi madre contaba que a la Juani se le había aparecido esa noche su madre y le decía que le hiciera un hueco en la cama porque la soledad era fría y triste. Quiá, ese Halloween solo sirve para hacer películas malas, no tiene poesía, ni romanticismo, ni miedo… Todo es burdo, simple, superficial, frívolo… como le corresponde a este mundo tonto hoy en decadencia que no necesita disfraces para asustarnos a todos o prepararnos para el gran susto.
Le he dicho a Amparo que pueble todos los rincones de la casa con palomitas de aceite, que no deje ninguna en la tiniebla, que deje la chimenea bien cebada y se vaya a casa. Que yo tengo muchas cosas que hacer esta noche. Muchas…
Un entrañable recuerdo de una noche màgica…..