Memorias de un hombre común (13)

Daniela y yo vivimos una historia de amor irrepetible, tanto, que cuando me dejó plantado por un primo segundo suyo que vino de Barcelona para llevársela y se casó con ella, creí que todo el sentido de la vida se había agotado a partir de aquel fatídico día. Fue como si los relojes del mundo se hubieran parado para comenzar una nueva cuenta, lenta, abúlica, triste…memorias

Memorias de un hombre común

Manuel Valero

Capítulo 13

Siempre la primera vez de todo… no falla, es un mojón que todos llevamos a nuestra manera bien visible en la ruta de nuestra vida. Con Daniela conocí la dulzura y el tormento del amor por primera vez porque por primera vez besé a una chica como se debe hacer, boca abierta y lengua viva. Aunque no era solo eso lo que me arrebató, como descubrió mi tío cuando me señaló el corazón con una vara: lo mío era amor amor. Me arrebató toda ella, su cara, su pelo, su perfume, su manera de ser, optimista, vital, un poco pícara, y esa pátina de señorita que tenía de natural aunque fuera una chica del servicio en la casa del notario don Agustín Castro. Daniela no tenía padres, solo unos parientes que nunca se preocuparon por ella que vivían lejos del pueblo en algún lugar del norte de España. La señora doña Clara Antonia la había sacado del hospicio cuando era niña porque solo había parido hijos y para cuando quiso insistir en romper la monotonía varonil de su descendencia, ya se le había pasado el arroz. La acogieron con el testimonio burocrático y el compromiso ante el régimen y la Iglesia del régimen de cuidarla dignamente y educarla mediante la inculcación de los principios inalterables del Movimiento, mediante el trabajo y la perseverancia en sus quehaceres. Ambrosio, el hijo más pequeño de los señores le sacaba tres años y cuando Daniela cumplió los quince no paraba de perseguirla para desfogar con ella los ardores de la juventud. Siempre sin éxito y con la negativa implacable de Daniela que nunca dijo nada a los señores. Pero descubierto en su encelamiento crónico fue enviado a Guadalajara a un colegio interno. Y así quedó la cosa. La conocí en el segundo curso de Bachillerato nocturno. Yo que había comenzado los estudios un poco más tarde debido a mi trabajo andaba por los diecisiete años, los mismos años que tenía ella. Cuando ya habíamos roto el hielo y yo, sobre todo, mi timidez, comenzamos a hablar, a contarnos cosas y a estar simplemente juntos sin más previsión ni plan que ese. Me ofrecí a llevarla a su casa, pero eso era tarea de uno de los criados y a veces de Josemari, el segundo hijo de los señores, cuando no era el mismo don Agustín quien acudía al instituto a recogerla sobre todo en invierno que anochece pronto y hace frío, niebla o llueve. Aquello me desconcertaba. Ese trato especial con una chica que no era hija sino sirvienta fue sedimentando en Daniela un barniz de chica de familia bien. En una de nuestras múltiples conversaciones me contó que doña Clara Antonia era una mujer tan buena que merecía ser santa y que don Agustín era un hombre serio, pero no severo y solo apostillaba cuanto decía su esposa en relación a las cuestiones religiosas y las actitudes cristianas con respecto al prójimo. Daniela fue en parte la afortunada receptora de la bonhomía de los señores, y aunque en el servicio fue tratada como si fuera una hija e incluso educada para ello.Yo le conté mis habilidades con la forja en el taller de fundición en el que trabajaba, mi debilidad afectiva por mi tío Paulino, y mis sarpullidos de poeta que se acrecentaron durante el tiempo en que vivimos nuestro festivo y primer amor.

Fue una tarde en el parque anexo al instituto, habíamos quedado allí una hora antes de la primera clase, sobre las cinco. Y como hacía bueno nos sentamos en el suelo al abrigo de unos setos sobre un colchón de hierba fresca. Y allí la besé. No puedo reproducir exactamente lo que sentí sin apelar a vuestra experiencia, porque todos creo sentimos lo mismo ante las mismas cosas cada uno a su manera. Fue el primer beso de muchos pero no más allá. Ella no me lo permitió y cuando nuestra relación cruzó la línea de la mera amistad pura y casta, me lo dijo muy clarito. Solo besos, nada de tocamiento, bueno, un poquito, poquito, pero por arriba y yo ella, nada de ella a mí. A mí me daba igual porque estaba enamorado y aunque su mera presencia me excitaba sin remedio me conformaba con ese marasmo espiritual y romántico en el que dejaba mi alma después de despedirnos hasta la tarde siguiente. Pensaba en ella a todas horas y eso dificultó mi atención aunque no fue un impedimento serio para el avance en mis estudios. Cuando me atosigaban las ansias de la carne me iba al corral y pensaba en otra, no pensaba en Daniela.

Pero a los tres días de recibir las notas con la alegría de aprobar todas las asignaturas, alguna con buena calificación, nos vimos en el parque y me presentó a su primo segundo del que yo no tenía ni idea de su existencia porque jamás me habló de él y me dijo: “Este es mi primo Sebastián, vive en Barcelona, y es mecánico. Ha venido de vacaciones y a por mí por encargo de unos parientes con el permiso de los señores. Dicen que allí hay mucho trabajo. Don Agustín viene con nosotros para conocer a mis parientes, nos escribiremos mucho”. “¿Y te irás?” “Claro, me da un poco de pena, pero me voy, quiero irme” “Pues, adiós” “¿No me das un beso?” “Que te lo de ése”, le dije. Y dicho y hecho, su primo la cogió por el hombro y le dio un beso en la mejilla, sí, en la mejilla, pero le dio un beso como quien tiene derecho y consentimiento para ello, mientras me miraba con una sonrisa maléfica.
Lloré mucho junto a mi madre que también lloró con un vaticinio más que probable dadas las circunstancias: “Eres muy joven y ya sabes como es la vida. Así que conocerás a muchas chicas y si entre ellas está la que está destinada para ti, así será. Y no volverás a acordarte de Daniela”….

Sí, la primera vez que nos ocurren las cosas descubrimos la vida. No hay otra manera de madurar. Me acordé de las palabras de mi tío Paulino: “El dolor del amor duele más que el del odio pero hace menos daño”. Aunque en esos momentos yo no estaba seguro hasta que dejó de doler. Tres años después yo era todo un bachiller para pasmo de mi padre que no se explicaba el modo en que me hice con esa honrosa condición compaginando estudios con el trabajo y con mi alocada vida social con mis amigos y compadres y los vuelos de halcón que hacíamos sin desmayo en los bailes del barrio. Fui desdichado y feliz sin solución de continuidad, como le pasa a todo el mundo, y esa cadencia existencial de la experiencia de los contrarios, me hace tan habitual y normalito que aún me pregunto cómo que he decidido escribir mis memorias, si no hay ninguna excepcionalidad digna de mención en mi andar por este mundo que las justifiquen salvo el de mi libérrima decisión de escribirlas en memoria un poco de mi tío Paulino.

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