El poema decía: «Cendal flotante de leve bruma/rizada cinta de blanca espuma/rumor sonoro de arpa de oro/beso del aura onda de luz/ eso eres tú…». Y proseguí la lectura del poema con la respiración dislocada por la emoción.
Memorias de un hombre común
Manuel Valero
Capítulo 11
Fue uno de los pocos libros que se salvó del auto de fe que mi padre hizo con los libros de mi tío. Apenas media docena de ellos entre los que se encontraban el Cándido de Voltaire, una edición en dos tomos de El Quijote de don Miguel, Los intereses creados de Jacinto Benavente, un recetario de cocina para el adelgazamiento del cuerpo y el engorde del alma titulado Comer con la cabeza, un tomo completo con los cuentos de Horacio Quiroga, La aldea perdida de Armando Palacio Valdés, Fortunata y Jacinta de don Benito Pérez Galdós, una introducción a la filosofía para comprender la Historia desde la óptica de un caballo, que creo que mi padre salvó porque el titulo le pareció curiosamente divertido a mi padre, la obra de teatro El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín y varios libros de poemas de Felix María Samaniego, Gerardo Diego y Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Fue el segundo libro que leí. Lo elegí al azar entre la roma biblioteca superviviente después de Cándido.
Mi padre los había metido en una caja para llevárselos a casa. Ni qué decir tiene que salvo el extraño recetario místico y El Quijote, en el que embarqué cuando acabé las existencias me duraron un suspiro. No es extraño que un joven de mi edad, entonces yo rondaba los dieciséis años, leyera. Eso estaba reservado a los chicos que estudiaban el Bachillerato o a los que pertenecían a familias acomodadas con una buena biblioteca. Pero yo era un chico que trabajaba en una fundición y mi destino no era otro que la doma del hierro. La lectura, y lo que vino después, la pasión por ella, y lo que es peor aún, el hallazgo deslumbrante de una levísima vocación de escritor, me sacudió de tal forma que mi padre comenzó a impacientarse a hacerse preguntas y a hacérselas a mi madre que sonreía pícara ante el desconcierto que mi afición provocaba en mi progenitor. “La que le ha dao a tu hijo con los libros, Adolfa” “Mejor así que ande por ahí zascandileando”. “Con las muchachas y los muchachos es con quien tiene que estar, que lo libros no traen na más que tontás y le llenan a uno la cabeza de pájaros”. “Muchos son los que tú te has leído, anda, calla y come”. Mi padre no era malo, era un hombre simple, un buen tapicero, un buen falangista, amante del orden, la disciplina y la jerarquía. Pero no era malo, ni conmigo ni con mi madre a la que amaba, ni con los vecinos. Y un diplomático avieso con los clientes. Como ya he contado por aquí no se opuso a mis estudios sino que los postergó hasta mi regreso de la mili. Pero yo me anticipé y me enfrenté a él con la vitamina heroica de los versos de Gustavo Adolfo Bécquer:
En mar sin playas onda sonante/en el vacío cometa errante/largo lamento del ronco viento/ansia perpetua de algo mejor/eso soy yo
Porque yo también era eso, era un ansia perpetua de algo mejor. No me refiero al proyecto de alcanzar niveles más preponderantes en la escala social, era algo más, más íntimo, interior, casi espiritual. Creo que me sentía un poco especial y diferente a los muchachos de mi clase y de mi edad y de alguna manera la semilla de mi tío Paulino comenzaba a germinar. Debo precisar que la preocupación que mi padre sentía por mis lecturas y por mi retraimiento cultural era infundada. Yo leía, sí, leí los ejemplares de mi tío que escaparon de las llamas y luego otros, que adquiría de prestado en la Biblioteca municipal pero eso no restaba tiempo, ni dedicación a mi vida social, a salir con la pandilla para ir al cine o a requebrar a las muchachas por las calles, o sea, a la actividad propia de un chico de mi edad. También me afilié a la OJE donde los adolescentes recibíamos un buen japoteo de ideología imperial y todo eso. Ya saben Un flecha en un campamento… tsss. Tssss… Pero eso sí cuando estaba en mi casa, en lugar de ayudar, leía, salvo que mi colaboración doméstica fuera perentoria.
Pues bien apenas acabé de leer la rima XXV:
¡Yo que a tus ojos en mi agonía/los ojos vuelvo de noche y día/Yo, que incansable como demente, tras una sombra demente, tras la hija ardiente de una visión!
Y se lo dije. Una noche del mes de mayo. “Padre, este curso me voy a matricular en el Instituto como nocturno”. Se lo dije con una frialdad y una determinación que aún hoy me asombra el descaro con que enfrenté una de las decisiones más importantes de mi vida. Era como si en esas palabras estuvieran encapsuladas otras que no dije a viva voz: “y lo haré si me da usted permiso como si no, y si me tengo que ir de la casa, me voy”. Mi padre dejó a un lado el culo de una silla que estaba engordando de esponja. Y si asombrosa fue mi determinación, más aún lo fue el modo en que me contestó y lo que me contestó. “Si trabajas por el día y estudias por la noche y te pones malo, las quejas a tu madre que es la que te maneja con las tonterías de estudiar. ¡Largo!” Y prosiguió con su rutina tapicera. En octubre de 1964 hice un examen de ingreso y me matriculé. No sé si ponía más celo en la forja que en las asignaturas de Primero pero el caso es que fui avanzando a pasos agigantados sin dejar ni un solo día mi trabajo. A los veinte años era oficial de primera forjador y tenía el “Bachillerato chico”, como lo llamaba mi madre, con su reválida.
Pero antes pasaron dos cosas. Una fue que una tarde me entraron ganas de componer un poema mientras le daba al hierro. Se me vino a la cabeza con la misma insistencia que mis golpes moldeaban el metal, con tanta insistencia que no pude atender a los dos golpes al mismo tiempo. Dejé la jardinera que estaba haciendo, cogí un lápiz con una punta más gorda que la trompa de un elefante y en un pedazo de papel de estraza escribí este ripio:
A veces me siento fiero/cuando veo el rojo hierro/pero no es locura, es calentura/así se pone al rojo vivo/ como mi alma sudorosa y la nariz por la que respiro
Eran muy malos, ahora lo sé pero tienen el valor de los primeros versos que escribí en mi vida. La otra cosa fue que me enamoré también por primera vez cuando andaba por el Segundo de Bachillerato. Aún la recuerdo. Se llamaba Daniela, servía en una casa y estudiaba nocturno como yo. Iba a la clase de las chicas y los señores le pagaban los estudios.
Magnífica exposición.
Lo cierto es que España ha dado un salto de gigante en las últimas tres décadas dado que nuestra situación de partida era muy mala, provocada porque habíamos vivido cuarenta años de dictadura.
En 1978, había en España un 25% de analfabet@s y hoy más del 40% de universitarios. Esto pone de manifiesto la gran evolución educativa.
Aunque todavía el 1,7% de la población española son personas analfabetas funcionales…..