Memorias de un hombre común (4)

Yo creo que mi tío me quería tanto que hablaba conmigo mucho no con el fin de instruirme, que también, sino porque de esa manera hablaba consigo mismo y se desahogaba. Ahora, luego de un río de años, comprendo el esfuerzo que supuso para él enseñar a la oficial manera del régimen mientras por dentro trataba de domeñar su acracia solitaria, íntima y triste, entre las fronteras inviolables de la intimidad, con sus lecturas, el vino que le ensanchaba las venas de la cabeza, pero le estrechaba el corazón con los sutiles hilos de la melancolía.memorias

Memorias de un hombre común

Manuel Valero

Capítulo 4

Por eso supe muy de niño de personajes, pensamientos y hechos importantes que han acontecido en la Historia. Aunque yo no entendía las cosas que me decía las recuerdo bien. Si no hubiera sido por el pescozón de mi padre con el que me quitó las telarañas de hacerme marino mercante hubiera estudiado para maestro, desestimada la posibilidad de surcar los mares. No fue así, pero adelanto que mi tío me introdujo en la lectura y la primera adolescencia la pasé saltando de un libro a otro al regresar de la fundición y las conversaciones con él ya se parecían más a un diálogo que a un monólogo. Un día se lo dijo a mi padre sin atajos: “Este chico vale para estudiar” “Estudiando no se come” “Se come mejor. “El hijo de un falangista con estudios lo tiene todo hecho, Bernabé. Si lo malogras serás un estúpido.” “Que trabaje en la fundición que le supone unas perras a la familia, que haga la mili y luego cuando se haga un hombre y un buen español que haga lo que le salga de los cojones de hombre”. Pero no anticipemos acontecimientos, porque las cosas tuvieron sus variables.

Como todos los niños de aquellos años de pura sepia también creía que nuestra madre le escribía una carta a un pájaro de largo pico que no daba miedo como la lechuza y le encargaba una criatura para alegrar el hogar. Como de esas cosas no se hablaban en las familias lo descubrí en los peñones que se veían al final de mi calle, cuesta arriba, como un penacho. Siempre que llovía bajaba la calle como los ríos de las películas, de acera a acera, y arrastraba piedras y tierra. Mi madre rezaba, mi padre simplemente esperaba a que calmara el aguacero y a mi tío una vez lo escuché rumiar como un deseo recóndito. “A ver si se lleva toda la mierda, que hay mucha en este mundo”. Pues bien yo estaba jugando con otros muchachos a tirarnos piedras, a jugar a los pistoleros y los indios con armas invisibles. Nos parapetamos entre los peñones y nos buscábamos. A algunos les tocaba hacer de indios.

Lo echábamos a suerte y a los elegidos, un poco por azar y otros con trampa, le tiznábamos la cara con barro y carbonilla que hacían una papilla fenomenal con nuestra saliva virgen de tabaco y vino. Más que indios parecíamos negros. Una vez uno de los chicos del barrio le quitó a su madre una cajilla redonda de maquillaje y un carmín. Qué bien lo pasamos esa tarde, y qué somanta de palos le dio la madre a su hijo, porque con el entusiasmo de la guerra colonial, se nos olvidó quitarnos el maquillaje en un charco perpetuo que siempre tenía agua porque estaba en una zona húmeda como un pequeño desfiladero donde no daba nunca el sol.

Iba yo todo sigiloso entre los peñones en busca de mi vaquero -me había tocado ser “Aguila Tuerta”, cuando al doblar un peñasco vi a un joven de unos dieciocho años. Una mano la apoyaba contra la roca; con la otra se sujetaba una enorme verga y la movía de tal manera que de vez en cuando se quejaba placenteramente. Entonces lo descubrí. Delante de mis ojos se produjo la erupción total y aquella cosa enorme se convirtió en un surtidor que disparaba leche con la misma fuerza que el agua de las pistolitas de plástico. Al darse cuenta de mi presencia, el joven no se contuvo. Se estrujó hasta la última gota, se volvió hacia mi girando la verga como un molinete y me dijo. “Toma una gota y se la das a la Mari de mi parte”. Y se río. Finalmente se metió el atributo en la bragueta, encendió un cigarrillo sin filtro y descendió hasta el comienzo de la calle que luego bajó como si tal cosa. Yo estaba tan absorto que recibí más tiros que Bonny and Clay cuando los pillaron. “Eh, Bernabé, que te hemos matao. Tírate, gilipollas”, me gritó uno. Luego me rodearon los demás y se lo conté. Le relaté que un tío se había tocado el pito y le había sacado leche. Claro, como hace mi padre con mi madre, no te jode, dijo Arturín Cuadra, el mayor de la cuadrilla que andaba por los trece años. No les cuento cómo bajé la calle, mudo, pensativo, perplejo.

De un solo golpe desapareció el inocente cuento de la cigüeña: nuestros padres hacían lo mismo que los perros que veíamos ligados en la calle y contra los que descargábamos cuanta munición alcanzábamos con la mano. Ese día no estaba mi tío Paulino. Así que le dije a mi madre que me iba a su casa. “No vengas muy tarde”. “Tito, he visto una cosa en los peñones”. Cuando me preguntó de qué se trataba, se lo detallé sin pudor. Y aquella noche, por boca de mi tío supe la realidad de la vida. Y muchas más cosas. Porque mi tío me reveló que un hombre y una mujer pueden hacer eso, pueden amarse, sin la intención de tener hijos, por puro amor, o puro placer, que aquello era un mandato de la Naturaleza que no había norma ni impedimento que pudiera remediarlo. “Los hombres tenemos que vaciarnos, Bernabé, y no me refiero de tripas sino de esto”, dijo echándose elegantemente la mano a la bragueta. Era fino hasta para eso. “¿Sabes cómo se llama el miembro viril?” “Nosotros lo llamamos cipote o picha” “Pene, Bernabé, se llama pene”. No pude contener la risa. “El pene se introduce en la vagina de la mujer cuando está en época fértil y antes de que ésta menstrúe la riega con el semen y si todo va bien se queda preñada absolutamente del todo”. Luego me habló del amor, del amor libre entre un hombre y una mujer, incluso entre hombres. “¡¿Maricones, tito?!” “Hombres, Bernabé, hombres que se aman” “¡Pero no pueden tener hijos¡” “Y qué.

Tampoco un hombre y una mujer están obligados a tenerlos. El amor es libre, espontáneo, irracional, a veces, sin ley. Dentro y fuera del matrimonio…” “¡Tito!” “Lo que pasa es que para que esto no se convierta en una selva los hombres han hecho leyes y de forma natural, hay que reconocerlo, la familia es como la molécula del gran cuerpo de la humanidad. Pero hay medios para amarse sin que pase nada, nene…” Aquella noche en mi cama hice dos cosas, me acordé de las palabras de mi tío a quien ya tenía como un amigo mayor, y por quien sería capaz de todo por evitarle cualquier daño y me hurgué para hacer lo que le vi hacer a aquel mozalbete en los peñones. Aquella noche no funcionó pero vinieron más noches…

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1 COMENTARIO

  1. Un interesante asunto. Bueno, la Biblia deja a los cristianos sin instrucciones claras sobre este tema del onanismo.
    En la actualidad sigue siendo visto como un tabú y tachado como actividad vergonzante, pero no siempre fue así. En la antigüedad era un acto común, personal y privado, pero jamás denigrante ni prohibido por ninguna Ley.
    Los mitos más antiguos de la Mesopotamia y Egipto hablan del dios Apsu, que nació del océano primigenio, creándose a sí mismo mediante masturbación, saliva y lágrimas, y de esa forma dio vida a la Vía Láctea.
    No está claro desde cuándo empezó a ser condenado y visto como algo perverso y amoral, pero de lo que sí estoy seguro es que gran parte de la culpa fue de la Iglesia.
    El artículo 26 del Concordato firmado entre España y el Vaticano en al año 1953, decía: «todos los centros docentes, decualquier orden y grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica».
    Los vetustos y falsos rumores de que la masturbación podría conducir a la infertilidad e incluso a la ceguera. ¿De quién?
    Es lo que hay…..

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