La primera vez que escuché la palabra “caudillo” estaba yo de guardia en el corral de la casa para ver si conseguía vencer el terror pánico que embargó una anochecida de invierno. Días antes de aquella guardia mi padre me mandó a por astillas para encender la estufa. Apenas desatranqué la puerta del corral vi dos ojos como faros de coche entre el ramaje del olivo.
Memorias de un hombre común
Manuel Valero
Capítulo 3
Andaba yo por los cinco años casi para seis y me conocía el olivo como la palma de mi mano de tanto treparlo. Se había quedado solitario y cautivo en el corral porque mi padre decidió salvarlo del hacha cuando compró el solar para hacer la casa. Mi habilidad llegó a competir con la de los gatos y a veces me subía a lo más frondoso y me sentaba en la rama más endeble balanceándome como un aceituno. Recuerdo cómo me llamaba mi madre: “Bernabé, si hubiás rabiao cuando te parí, demonio de chico, ¿ande sabrá metío. En acá pacá que tienes que ir a por aguaaaa”. Y yo de dos saltos como un macaco aparecía de repente ante los ojos de mi madre que dejaba a un lado sus improperios y me sonreía amorosa. Como una madre. Aún tenía la pulsión refleja de sacarse una teta pero para entonces yo ya había sido infelizmente destetado y tuve que superar mi primera frustración con la alternativa de una masa asquerosa que llamaban papillas. “Y esta para el tío Paulino. Ay, mi niño, que ya se está haciendo un hombre”, decía mi madre jugando estúpidamente con las cucharadas con las que me hacía creer que eran aviones lo que venía para meterse en mi boca. Y una minda.
Digo que me quedé en el sitio, aterrorizado y no fui capaz de cruzar el corral hasta el chamizo donde mi padre acopiaba la leña. Lentamente, caminé hacia atrás con cuidado de no hacer ruido y salí pitando hacia el taller de mi padre que ya estaba recogiendo. “Hay una cosa en el olivo, papa”, le dije. Mi padre sonrió y estiró su bigotillo fino hacia la oreja donde llevaba un lapicero de carpintero. “Ven aquí”, me llevó de la mano, y en la puerta del corral comenzó a emitir un sonido raro. “Es una lechuza, Bernabé”. Pero a mí me entró tal cagalera que era incapaz de ir al corral de noche por si me comía vivo. Dicen que los terrores se vencen enfrentándolos. A mí me lo dijo mi tío Paulino. “¿Sabes qué es el miedo, nene?” “Claro, eso que te da miedo, los fantasmas, los muertos”. Quiá, los fantasmas no existen y los muertos dan pena. El miedo es la ignorancia” “Pero yo no soy un ignorante, voy a la escuela y a veces tengo miedo, tito”. “Es otra clase de ignorancia, chaval, es la ignorancia de las cosas. Por eso cuando se tiene miedo hay que estudiar lo que nos da miedo y hacerle frente. Si no te mata, desaparece”.
Así que aquella noche estaba yo solo en el corral. Había ido antes de que anocheciera y me parapeté detrás del chamizo. Así estuve un buen rato hasta que llegó el pájaro con su aleteo silencioso. Parecía alumbrase con aquellos ojos de fuego. Me quedé mirándolo y me pareció un animal tonto hasta que comprendí lo que me dijo mi tío. Me sentí tan liviano que estuve a punto de pegarle una pedrá con una flecha que me había hecho mi padre. Iba a salir del escondrijo silbando como un chulo cuando vi a mi tío Paulino y a otro hombre que entraron en el corral al abrigo de la dulce noche veraniega a fumarse un cigarro. “Que te digo yo que ese Caudillo nos entierra, Paulino”, le dijo el hombre. “No hay que perder la esperanza, a lo mejor le da un temblor cuando esté rezando el rosario y se queda con las cuentas a medias” ¡”Pero si se ha hecho amigo de los americanos, Paulino!” “Por eso, ahora es amigo de los americanos pero a lo mejor mañana no y los americanos traen otra vez la democracia y la República. Todo bajo control, claro” “Pero… tú no eres demócrata ni republicano, Paulino… ¡Tú eres anarquista!” “Chito, coño, que te van a oír. Soy ácrata, no anarquista que es igual pero no es lo mismo”. Luego hablaron de otras cosas menos enjundiosas, apagaron el cigarro y salieron del corral. Como era mi obligación y animado por el cariño que yo le tenía a mi tío Paulino y por su debilidad hacia mí, se lo pregunté. “¿Que es un anarquista y un ácrata, tito?” La palabra ácrata me sonaba a ácaro. “Los anarquistas son los demonios y los ácratas, como tu tío, -su confianza en mí era ciega-somos los ángeles- somos los ángeles de un mismo pensamiento”. Como veía que mi boca se abría cada vez más debido a la perplejidad y el absoluto desconocimiento de lo que me hablaba me lo resumió: “Los anarquistas tienen jefes, como los tuvieron en la guerra, Durruti o la Federica… A los ácratas no nos manda nadie. Nosotros mismos somos libres para mandarnos a tomar por culo”, me dijo. “¿Y un caudillo es un jefe?” “Así es, y ha habido muchos como ya estudiarás más adelante en la escuela” “¿Entonces el Caudillo es un jefe?” A mi tío se le mudó el gesto. Me miró de tal modo que me pareció la lechuza cuando me aterrorizaba. Y bramó: “El Caudillo es un hijop… se contuvo porque no solía decir palabrotas y remató: “Un pitiflauta con trinchas”. Yo me reí mucho.
Como les he dicho mi tío era maestro de escuela mientras el pitiflauta mandaba en España, pero como nunca se le vio en faena durante la guerra que no se hizo frente en el pueblo hasta que entró el pitiflauta, y era manso como un cordero debido a su particular teoría de la Acracia, fue preso durante dos años pero por los favores de un amigo de mi padre que fue falangista, como mi padre, lo liberaron, eliminaron su rastro de las fichas del régimen y se hizo maestro con la condición de que enseñara como el Caudillo, o sea el pitiflauta de entonces, y la santa Roma mandaban, y dejara sus paraísos y sus ensoñaciones para el retrete. Otro día me dijo. “Todo lo que tengo será para ti, chiquitín” Mi tío tenía una casa que se la compró a un primo de mi padre y suyo que se fue a Francia después de la guerra, y menos dineros que San Francisco de Asís, aunque tenía un nosequé de elegancia innata, siempre con su traje, siempre el mismo, y su corbata fina y sus gafillas redondas como monedas de dos cincuenta. Yo, que ya manejaba un poco el asunto, le dije. “¡Pero, tito, si eres ácrata, y los ácratas no dejan herencia!” “Antes de que la Iglesia o el Ayuntamiento se queden con la casa te la quedas tú, la vendes y te lo gastas en putas”. Así era mi tío.
Y es que, en aquella aciaga época, el miedo estaba oficializado.
Ahora estamos descubriendo que hemos tenido miedo, mucho miedo de más. Aunque no ha sido nuestra culpa. Lo hemos heredado, pero si ha florecido, es porque alguien lo sembró.
Seguimos atentos……