La mujer flotante primero fue niña flotante. Lo descubrió un día que se aburría en clase. Empezó a elevarse por encima de sus compañeros y de su maestra. Desde allí, vio el hastío del compañero repetidor, el cansancio acumulado de la maestra que había sido madre hacía unos meses, la perversidad del que la insultaba a la hora del recreo y el enamoramiento de su mejor amiga con su compañero de pupitre. Y, desde allí arriba, empezó a inventarse unas vidas paralelas para esos personajes. Cuando la maestra le llamó la atención, la niña flotante pensó que la habían pillado vagando por los aires y no iba a saber cómo explicarlo. Había sucedido porque lo había deseado. Pero la niña flotante se equivocó. La maestra solo la reprendió por andar despistada y no prestarle atención. La niña flotante estaba sentada en su sitio, con su compañero aplicado subrayando la lección. Y la niña flotante, entonces, se sintió poderosa.
Poco a poco, fue controlando sus «vuelos». La niña flotante era capaz de evadirse cuando jugaba con sus amigas al escondite y se inventaba aventuras nuevas en barcos piratas, si se aburría viendo un programa de televisión subía silenciosamente y creaba nuevas tramas para los actores o, cuando le tocaba ir de viaje a ver a sus tíos, se elevaba encima del capó y era una viajera intrépida por las selvas de Borneo. Nadie se daba cuenta de que ella ya no estaba con los pies en el suelo. A veces, cuando bajaba, les oía decir: «Esta niña está siempre distraída». Pero a ella no le importaba fingir esos despistes si, con ello, conseguía flotar.
Los años pasaron y la niña flotante se convirtió en una joven flotante. La técnica aún no la tenía controlada. Cuando se agobiaba, se aburría o se enfadaba, empezaba a flotar. Por la juventud, por las emociones o las ansias de vivir lo máximo posible, eso sucedía muy a menudo. Desde allí, entendía mejor lo que les ocurría a los demás, incluso a ella misma, porque la joven flotante, desde arriba, también podía verse a sí misma. Allí, su mejor amiga ya no se atiborraba a comida a escondidas para saciar los efectos de la ansiedad que le suponía sacar matrícula de honor por exigencia de sus padres; desde allí, su hermano sonreía y disfrutaba sin cargar con el secreto inconfesable de un amigo al que no podía dejar en la estacada; para su madre, que en tierra andaba preocupada porque los números ya no salían y no sabía de dónde recortar más, inventó una historia de amor y espionaje en la Guerra Fría; su padre, que abajo siempre temblaba cada vez que iba a trabajar, arriba era un médico en la India que salvaba vidas a los más desvalidos; su profesor de Matemáticas, intranquilo porque su mujer se había largado con el vecino, allí arriba disfrutaba de las olas en una playa australiana… La joven flotante, cada vez que volvía al suelo, recordaba esas historias donde los demás eran los protagonistas y tenían un final feliz. Con los pies en la tierra, volvía a oír los comentarios acerca de ella: «Esta chica siempre está en las nubes». Y ella sonreía, porque efectivamente era así y los demás no se daban ni cuenta.
La joven flotante fue creciendo y viviendo nuevas experiencias. Se dio cuenta de que, cuando le partían el corazón, era fácil elevarse y llorar desde allí, para luego bajar, ya recompuesta, y con ganas de volver a enamorarse. La joven flotante supo, a costa de varias zancadillas, que no toda la gente que le rodeaba era buena ni que los amigos se conservarían toda la vida. La joven flotante lloraba arriba, pero sus lágrimas, cuando estaba con los pies en el suelo, no afloraban, porque sabía que siempre podía subir, contemplarse, reconfortarse y empezar de nuevo. La joven flotante comenzó a ir cada vez más hacia arriba, ya no solo cuando se enfadaba, se aburría o se agobiaba. La joven flotante, de tanto subir, entró en una espiral de rutina y convenciones abajo: universidad, fiestas, primeros trabajos, responsabilidades…, pero ella no le daba importancia, porque siempre podía escapar. Solo con desearlo ya estaba arriba.
Conoció al hombre flotante una tarde de invierno. Un amigo en común los presentó en una fiesta de un piso de universitarios. Se miraron a los pies, ¡manía de las personas flotantes!, y se dieron cuenta de que los dos podían flotar. Se enamoraron desde arriba, pero hacían el amor abajo. A veces los dos, con la complicidad de sentirse especiales el uno para el otro, se elevaban en el somier y se contemplaban juntos, abrazados. Y se abrazaban también arriba, como si estuvieran reflejados en un espejo. Pero el hombre flotante quería volar más lejos. La mujer flotante creía que no iba a tener fuerzas para acompañarlo. Ya notaba cierto peso en los pies, que a veces le dificultaba elevarse: el trabajo, las facturas, la familia, la comodidad… Así que el hombre flotante se fue, ligero, y la mujer flotante no supo más de él. Y la mujer flotante lloró arriba y lloró abajo.
Siguió buscando hombres y mujeres flotantes con los que sentirse cómoda con su peculiaridad, pero los pies de los que conocía jamás se movían del suelo. La mujer flotante empezó a aburrirse de subir sola cuando los compañeros se lamentaban del trabajo y de sus vidas y le costaba más inventarse historias sobre ellos, de evadirse a altas horas de la noche en cualquier sala con luces estroboscópicas mientras sus amigas decidían que era la última y se iban; le daba miedo subir cuando estaba con sus padres en el minúsculo salón, que la ahogaba, pensando que, cuando bajara, ya no los encontraría. Decidió que solo flotaría en caso de necesidad. Pero lo seguía haciendo los días malos, de discusiones, en las horas extras, en las comidas familiares que la instaban a encontrar un hombre de tierra y formar una familia. Ella a veces se rebelaba y, como era más fácil volar que chillar, volvía a flotar, sin ver a ese hombre de tierra ni a esos futuros hijos a su alrededor. Imaginaba encontrarse al hombre flotante de nuevo, arriba, y contemplarse de nuevo desnudos en la cama, riéndose y tocándose, de arriba abajo. Y sonreía al comprobar que, mientras flotaba, era feliz. Pero, al bajar, no sabe cómo, se encontró de repente junto a un hombre de tierra, con niños pequeños de pies inquietos, pero de tierra; agotada por el trabajo, aburrida de conversaciones inútiles, inerte en la cama con el hombre de tierra, que, desde arriba, veía cómo se daban la espalda. Y no esperaba a bajar para llorar.
Dejó de subir, porque con tanto peso ya no bastaba con solo desearlo. Los pies ya no se elevaban con quererlo y tenía que esforzarse cada vez más. Ni siquiera la recompensa de ver todo desde arriba y poder inventarse historias paralelas la animaba. Dejó de ver a los demás y de verse a sí misma. Ya no era la mujer flotante, sino mujer de tierra, hastiada de pasar el tiempo fingiendo una sola realidad, la que se ahogaba en las rutinas, la que tenía solo una vida.
Y, ahora, la mujer flotante se sienta en la mecedora, sin despegar los pies del suelo. A veces recuerda lo que fue una vez, las vidas que tuvo allí arriba, las que se inventó, las que desechó por fantásticas, las que adoró por irreales, las que pudieron ser… y las echa de menos. Entonces, se las cuenta a sus nietos, ellos creen que se las inventa. «Ya está la abuela con sus historias», dicen los más mayores.
Hoy sus hijos cuchichean en la cocina. Escucha palabras sueltas: «Residencia… Cuidados especiales… Desorientada». Sabe de qué está hablando su hija. Hace unos días, la mujer flotante se armó de valor y quiso elevarse una vez más. Decidió que lo mejor era ir al parque. Con paso apresurado, llegó hasta los olmos y deseó flotar fuertemente una vez más. Pero los pies no se movieron. Cerró los ojos, pensó en el hombre flotante, en ella en ese parque… pero nada. Sus pies seguían inmóviles, sin despegarse de la tierra. Unos niños la señalaban y se reían descaradamente. Una chica joven se acercó hasta donde estaba ella y la tapó con su abrigo: «Señora, ¿se encuentra bien? ¿Dónde vive?». Su voz era suave, ceceaba ligeramente. «¿Quiere que llamemos a alguien?». Pero la mujer flotante no contestaba. Estaba triste, contemplando sus pies, porque no había podido elevarse. No le importó que los niños se rieran al verla en camisón y descalza. Dejó que aquella mujer joven, de tierra, le acariciase los cabellos despeinados y canosos. La mujer flotante al final balbuceó: «Solo quiero volar». Y después, ya vino la ambulancia, el hospital, su hija con los ojos empañados mientras la llevaba en el coche de vuelta a casa. La mujer flotante, cansada, se sentó en la mecedora, con los pies inmóviles, mientras su hija limpiaba un charquito que amarilleaba el suelo y le dijo que no pasaba nada.
Hoy la mujer flotante huele a jabón y a colonia infantil. Su nieta, la más pequeña, se acerca y le coge de la mano. «Abuela, ¿quieres que te cuente un secreto?». La mujer flotante asiente con la cabeza. «Pero no se lo puedes decir a nadie, porque no se lo creerían». La mujer flotante le acaricia la rubia cabeza. La nieta se acerca a la oreja y le susurra: «Abuela, puedo flotar». Entonces la mujer flotante sonríe y se eleva de la mecedora, despacio, aún agarrada de la mano de su nieta, la que lleva el mismo nombre que la mujer de tierra. Y las dos ascienden juntas, muy poco, entre risas ahogadas. «Abuela, yo no subo más». La mujer flotante la mira, le suelta la mano y sigue hacia arriba… porque sabe que ya no bajará.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Maravilloso
¡Gracias, Manuel! A este relato le tengo especial cariño.
Muchísimas gracias por brindarme este ratito de felicidad mientras que te leía.
¡Gracias a ti por tus palabras! 🙂
Bea…precioso.
Me ha encantado y eso que la literatura no es lo mío, soy poco sentimental. Me has hecho comprender en femenino.
Creo que hoy voy a mirar de forma femenina a mi esposa.
Gracias, y por favor sigue escribiendo.
Seguro que tendrás algún relato sobre Dios, anda anímate a publicarlo. Para percibirlo con clarividencia hay que tener eso que tú tienes. Y si no lo percibes pues tendrás tus bonitas reflexiones.
Un abrazo.
¡Muchas gracias, Ángel! De momento sigo con mis relatos, que al menos entretienen los ratos que pasamos en el baño.
Tú y tu perenne sentido ddel humor.
Nunca te faltaron ni te faltarán amigos.
Un relato que nos envuelve en un halo de ternura y nos recuerda que, para entender la realidad, hay que tener imaginación.
Al fin y al cabo, ¿por qué volar cuando puedes flotar?.
Enhorabuena…..
¡Gracias, Charles!