Cuando Almodóvar del Campo se dispone a vivir este jueves 10 de mayo la celebración grande en torno a uno de sus santos patronos y, además, naturales de la población, resulta de interés divulgar una de las facetas tan desconocidas como apasionante de la trayectoria vital de san Juan de Ávila: su condición de inventor.
Su mente fue capaz de concebir hasta cuatro ingenios hidráulicos destinados al traslado de grandes masas de agua, sobre todo para poder abastecer a asentamientos humanos en pueblos y ciudades. Algo para lo cual “se requería de una formación teórica y una base teórica que el maestro debió adquirir en alguna parte y sin la cual le hubiera resultado imposible llevarlos a cabo”.
Así lo reflejaba hace ya 18 años el ingeniero de Caminos, hoy fallecido, Ignacio González Tascón, quien aportó una valiosa aportación documental en el Congreso Internacional ‘El maestro Ávila’, celebrado en el Seminario Mayor de Madrid entre el 27 y el 39 de noviembre de 2000 y cuyas actas quedaron recopiladas en un ejemplar editado por la Conferencia Episcopal Española.
Su comunicación refleja las curiosas denominaciones que otorgó a cada invento, pero no parece constar en sitio alguno una descripción pormenorizada de estructuras y funcionamiento: ‘Balanza de cajas’; ‘Alentador de aguas muertas’; ‘Supleviento’; y ‘Prudente manera’. Todos ellos, no obstante, obtuvieron lo que hoy podría equipararse a patentes, solo que en el siglo XVI no eran sino la gracia de privilegios reales de invención.
En España el primero conocido lo concedió Carlos V en 1522 y los ingenios avilistas lo obtuvieron entre los años 1550 y 1551. Un reconocimiento oficial que entrañó, por otro lado, pleitos que Juan de Ávila hubo de entablar para que le fueran reconocidos como propios, dado que fueron inscritos inicialmente a nombre de quien le había de representar en los trámites ante la Corte: Antón Ruiz Canalejo, quien no dudó en usurpar inicialmente dicha autoría.
Un dato que no es menor puesto que, como refería González Tascón, la Real Cédula de Privilegio era “un documento solemne que protegía al inventor” y se obtenía tras el análisis que hacía una comisión de expertos “de gran prestigio y seriedad” en la materia a tratar. Su informe favorable incluía “la viabilidad técnica y la seguridad jurídica de que no existían otros inventores anteriores que hubieran propuesto el mismo ingenio” y daba pie al privilegio real, en el que se establecía un número variable de años e incluso el ámbito geográfico concreto donde tenía validez.
También aludía a “la tasa que habían de pagar aquellos que se beneficiaran del uso del nuevo invento” y, a tenor de lo estipulado en los protocolos del pleito entre Juan de Ávila y Antón Ruiz bajo la Escribanía de Juan de Eslava en Córdoba, la utilidad de las invenciones en cuestión debía ser interesante. Entre otras cosas también, atendiendo a la validez del Privilegio real, que eran 40 años y las concesiones que tenían mayor andadura era medio siglo.
El caso es que una vez restituida la titularidad y devueltos el perdón y la confianza de Juan en Antón, al que generosamente confiaría además la explotación de los inventos, los ingresos se debía repartir de esta guisa: “a medias entre el inventor (Juan de Ávila) y el promotor (Antón Ruiz Canalejo) si los ingresos no superan los 6.000 ducados anuales, quedando el excedente, si se supera esta cantidad, a favor del inventor”. No consta lo que finalmente pudieron reportar los ingresos que pudiera haber, pero es fácil inferir que siendo más o menos vendrían a sufragar diferentes acciones que el santo almodovareño desarrolló a su paso por la Andalucía de la época. La fundación de la Universidad de Baeza es su principal hito, pero hubo otros muchos y en otros ámbitos.
En cuanto a qué era cada invento, Ignacio González apuntaba como en el siglo XVI, al parecer, “la descripción de los mismos es deliberadamente oscura y carece de planos, croquis o dibujos”, constando únicamente una “escueta descripción” que no ayuda a entender cómo era o se usaba, pero el autor de esta aportación sobre la capacidad inventiva del santo doctor se atreve a conjeturar que “no se trataba de azudas o ruedas de paletas, ni de norias de tiro, ni de molinos de viento acoplados a un rosario de cangilones”.
De tal suerte que la ‘Balanza de cajas’ posibilitaba “subir agua en qualquier altura por caño y arcaduces’, es decir, entubada; era pues una bomba –de rosario de bolas o pistones– cuya fuerza motriz no se especifica”.
El ‘Alentador de aguas muertas’ “podría ser un ingenio de tornillo de Arquímedes. Este tipo de máquinas se usaron en Sevilla para desecar las aguas muertas del pantano o charca donde se levantó posteriormente la Alameda de Hércules”.
Del ‘Suplevientos’, el ingeniero ovetense reconocer que es aún “más enigmático”, recogiendo que “sirve para correr mucho el agua sin corriente ninguna’, y que servía para desaguar minas. Pudiera ser algún tipo de malacate moviendo una noria de cangilones”.
Y respecto al bautizado como ‘Prudentes maneras –o mañas– de sacar aguas’, consta que “no tenía ni ruedas ni arcaduces, por lo que es difícil conjeturar lo que se esconde bajo tan enigmático título. Servía para sacar agua de los pozos, por lo que nos inclinamos por algún dispositivo de cazos, quizá un dispositivo de cucharones movido a mano, del tipo de los diseñados por Juanelo Turriano”.
Concluía su aportación Ignacio González Tascón asegurando que “a pesar de la dificultad de conocer con precisión el funcionamiento, no cabe duda de la categoría en el campo de la mecánica del maestro Juan de Ávila, quien a partir de ahora deberá ser considerado, dentro de la historia de la tecnología como uno de los grandes inventores del Siglo de Oro español. Ocupará un lugar de honor entre los inventores españoles junto a personajes de la talla del marino Álvaro de Bazán, del arquitecto Juan Herrera, del médico Gómez Pereria, del constructor de diques y presa Pietre Jansen, del matemático y cosmógrafo Pedro Juan de Lasanosa, y del maestro de destilación de Su Majestad, el alquimista Diego de Santiago”.