Puede que la lectura de las últimas noticias museísticas (¿…?): ‘El museo de Londres es una porquería’ ponga el foco en el problema nominado.
Y no es que haya coincidido alguna huelga del personal de limpieza con el estado lamentable del museo londinense.
Todo ello es tan simple como la banalización creciente de los contenidos de muchos museos.
Unos museos que se adaptan y acomodan a una supuesta demanda popular de contenidos banales y veniales.
Frente a la seriedad y el rigor del pasado, la elementalidad juguetona del presente.
Aunque todo ello, todos esos movimientos hacia lo superficial, lo cotidiano y lo banal, ya tengan algún recorrido histórico.
Y alguna consideración.
Como nos mostraron movimientos de ruptura como el Surrealismo y como Dadá.
Que llegaron a predicar la necesaria desaparición de los Museos, como parte de su mejor destino.
O de su destino probable.
Y si ello fuera cierto, con ese cambio y con esa mutación estaríamos viviendo otro tipo de Museo.
No ya el virtual, como han pretendido algunos.
Ni el interactivo, como secundan otros.
Tal vez el Museo como paseo.
El Museo como paseo es visible, tanto en el trabajo de Eugenio D’ Ors Tres horas en el Museo del Prado, como en la secuencia de la película de Godard Band à parte.
Tres horas, como tiempo suficiente destinado a una visita insuficiente del Museo del Prado.
Y tres minutos que es la carrera de los tres amigos recorriendo las galerías del Museo del Louvre.
Ahora los museos preocupados más por la taquillería que por el rigor, optan por introducir contenidos que habrían sido dudosos hace algunos años.
Pero que hoy, por lo visto, resultan admisibles.
Podrían fijar visitas horarias en Madrid y visitas minutadas en Paris.
Pero que hoy, por lo visto, dejamos el Museo como paseo y llegamos al Museo como aseo.
Sin necesidad de aumentar la dotación de baños y servicios.
Simplemente el aseo como metáfora y no como servicio higiénico.
Si el museo de Londres, como muestra de ese mundo institucional de los viejos museos en transformación, es capaz de exhibir una porción del llamado Fatberg de Whitechapel, algo está pasando en las valoraciones de los objetos susceptibles de ser exhibidos.
Ya saben que el Fatberg es una palabra nueva de diccionario Oxford de 2015, que alude a la montaña de grasa y desperdicio material, que circulaba por las alcantarillas de Londres, particularmente por los bajos inmundos de Whitechapel.
Circulaba hasta que sus propias características impidieron el movimiento y surgió el gran atasco.
El fenómeno de la oclusión de las alcantarillas y de las redes de servicio va además camino de su universalización global, por el uso creciente de toallas, pañales, compresas y pañuelos de papeles no solubles que son arrojados al vertedero, al inodoro, a la letrina o a la placa turca.
Y toda esa masa no sólo se solidifica sino que dispara los costes de mantenimiento de los servicios municipales.
Y de rebote, merece la consideración de ser exhibida en un museo como prueba de la nueva sensibilidad artística.
Hay quien en descargo de los serios y preocupados responsables londinenses arguyen que ya Marcel Duchamp, en 1917, elevó a las alturas una simple loza sanitaria cobijada bajo el nombre de Fountain 1.
De igual forma que Piero Manzoni, en 1961, fue capaz de envasar sus propios excrementos y exhibirlos (¡Y venderlos!) enlatados con el nombre de Mierda de artista.
Si hubo antes un urinario y luego la obra excrementicia, ¿por qué no iba a dedicarse su tiempo y su espacio al Fatberg.
Que ya se muestra como una obra colectiva.
Que ciertamente, lo es.
José Rivero
Divagario
Tiene su mérito pintar corolas y mariposas con las nalgas como Stephen Murmer o paredes desolladas y sacos de patatas como Tàpies; pero nadie como el alcohólico Pollock con sus vomitonas goteantes y marañas desangradas. A su lado palidecen las sopas de ajo de Barceló.
Una muestra más, AR, del balanceo del gusto y de los vaivenes de lo artístico. Hay otras muchas expresiones de ingenio, desde Weiwei y sus granos de trigo esparcidos por el suelo, a las vacas en formol de algún Premio Turner de cuyo nombre no quiero acordarme.
Se llama crisis de creatividad, decadencia y posmodernidad.
Todo en su contexto.
La modernidad acabó en las vanguardias, la posmodernidad empezó con el arte pop, y se acabó desde entonces el arte.
Todo es imitación o cutrerío, como eso a lo que te refieres en este artículo.
Llama la atención el resurgimiento del hiperrealismo (Antonio López). La valoración de la técnica sobre la estética.