El verano había llegado de golpe a los territorios del norte. Las nieves habían permanecido hasta la mitad de la primavera. Pero ya asomaban las primeras flores. Silekha y Bozhi, junto con el resto de niños del lugar, jugaban al lado de la fuente, que volvía a dar agua después de estar meses congelada.
El shimcaya consistía en que uno de los participantes tenía que encontrar a los demás, que se habían escondido, mientras se lanzaba lejos la walucha, una especie de trapos enmarañados que se colocaba dentro de un círculo. Los que se escondían debían ir a por ella y lanzarla muy lejos con el pie y, así, los que habían sido descubiertos podían volver a esconderse. Era un juego que podía durar hasta días, porque lo retomaban donde lo habían dejado la jornada anterior.
Bozhi y Silekha se escondían siempre juntos. Aprovechaban para hablar de sus sueños o de la última paliza que el padre borracho de Bozhi le había dado. Aunque tenían diecisiete años, seguían jugando con los demás. A Bozhi le resultaba incómodo ya estar tanto tiempo con ella. No porque no le gustara disfrutar de su compañía. Al contrario. Estar a su lado era lo mejor que le pasaba, pero ya no le bastaban los roces disimulados o las manos entrelazadas. Quería más. A veces hasta temía de sus propios impulsos.
—¡Bozhi! ¿Vienes a la fuente? —La melena roja de Silekha se movía al ritmo del viento. —¡Bozhi!
Unos gruñidos ininteligibles salieron por la ventana. El padre de Bozhi ya estaba borracho. Había sido el mejor cervecero artesano de la zona, cuando el decreto de la green aún no había sido promulgado. Sus alambiques y fórmulas secretas habían sido la admiración de muchos de sus paisanos. Pero empezó a beber de más. Un día, la madre de Bozhi desapareció. Se había largado con un comprador de la gran ciudad. Pidió a Bozhi que le acompañara, que iban a empezar una nueva vida juntos, lejos de su padre. Pero Bozhi no se atrevió. Apenas hablaba del tema. El día siguiente a la marcha de su madre, su padre comenzó a beber desde el amanecer y ya no paró. Sus alambiques empezaron a oxidarse y su cerveza a agriarse. Bozhi intentaba ayudar, pero era imposible trabajar con su padre. Se burlaba de él constantemente.
—Señor Nardesz, ¿dónde está Bozhi? —preguntó Silekha, con voz pausada.
—En el sótano… —Tosió y escupió al salir por la puerta. —No lo entretengas, que tiene que añadir las levaduras hoy.
—Tranquilo, señor. No lo molestaré —Y se encaminó hacia las escaleras que conducían al sótano donde fabricaban la cerveza.
A ella le gustaba el olor del sótano. Sus padres también hacían cerveza y se había criado entre los olores de la malta y la cebada, de las fermentaciones, los extraños sonidos que los calderos de cobre emitían cuando echaban el lúpulo… Le encantaba, porque todo le era muy familiar. Se echó su melena pelirroja sobre el hombro derecho y se estiró el vestido azul.
—¿Hoy no bajas a la fuente? —le preguntó, mientras le agarraba de la cintura.
Bozhi se dio la vuelta y le sonrió. En la oscuridad, el pelo rojo brillaba como el fuego de chimenea en invierno. El azul de su vestido iluminaba la estancia.
—Hoy toca trabajar.
Ella se sentó. Comenzó a enredarse el pelo con un dedo, estaba nerviosa.
—¿No lo has oído? Lo comentan en toda la comarca. El gobernador Pils va a prohibir que hagamos cerveza. Solo se podrá vender y consumir la de Faineken.
—Eso son cuentos de viejos. ¡Es imposible que obliguen a beber solo una! —le respondió él mientras se sentaba a su lado.
—Siempre hacemos lo mismo… la misma cerveza que beben los mismos clientes… Me gustaría probar, experimentar nuevos sabores, mezclas originales… Pero, si sale el decreto, no servirá de nada —dijo mientras sacaba un puñado de cerezas. —Mira, ya hay cerezas… Es verano. —Y se metió una en la boca.
Bozhi no supo si fue por el olor de las cerezas, por el cabello suelto sobre los hombros, por el vestido que realzaba más aún el azul de sus ojos… o por todo a la vez, las ganas contenidas. Se acercó a ella, los labios temblorosos, el corazón acelerado y la besó. Durante un segundo, pensó que iba a recibir un bofetón. Pero no. La lengua de ella se encontró con la de él. Las manos, locas, buscándose uno al otro. La respiración agitada, a veces rítmica, otras desacompasada. El vestido azul tirado en el suelo, al lado de su camisa sudada. Ni una palabra. Solo gemidos y algún suspiro.
Él la contemplaba mientras se vestía. Su piel blanca, suave. Recorría la espalda con sus dedos. Los deslizaba hacia arriba, paraba un momento y los volvía a bajar. Un camino perfecto. «Aquí no puedo perderme».
—¿Qué diantres hacéis? ¿Eres tan inútil que ni puedes echar el lúpulo? —Su padre bajaba las escaleras—. ¡Ah! Ya veo… La pelirrojilla te ha entretenido al final. Todas iguales, hijo, todas iguales. Se cansará de ti, de este maldito pueblo, y se largará, quizá dejándote a un zángano inútil, que te dirá que es tu hijo… —Se tambaleaba. Abrió la tapa del caldero para echar el lúpulo.
—Papá, déjalo, ya lo hago yo —Bozhi se acercó temeroso.
—Mejor, déjame a tu chiquilla, que yo hace mucho que no me doy alegrías… Y, por lo que he visto, mueve muy bien las caderas encima de ti, ¿no? —Su padre, cerveza en mano, agarró a Silekha. Ella, asustada, soltó las cerezas, que cayeron dentro del caldero de cobre.
Bozhi no lo pensó. Sabía de lo que era capaz de su padre. Tiró un barril de los grandes sobre el viejo, que quedó aplastado debajo. Solo sobresalía una mano, con la cerveza aún en la mano.
—Lárgate, Bozhi, lárgate ya. Si te pillan, te llevarán a la cárcel. Huye — Silekha le imploró.
Miró a su padre allí, tendido. Musitaba algo. Se agachó para oírlo mejor:
—Su… —no le entendía—. … za.
—Papá, ¿qué dices?
—Su… … za —Miraba hacia la mano que quedaba libre.
Entonces, entendió. Dio una patada a la cerveza y se dirigió a las escaleras:
—Muérete de una vez.
Ya había anochecido. Decidió ir a la gran ciudad. Podría buscar a su madre. Ella le ayudaría, seguro. Pasó un ganadero que llevaba vacas a la ciudad y le propuso ir con él. Aceptó.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el vaquero.
No podía decir su nombre. Iban a buscarlo por la muerte de su padre. Tenía que inventarse uno.
—Suza. Me llamo Suza —Nadie sabría jamás que lo último que le había dicho su padre era «sujeta la cerveza».
Se enteró por casualidad, cuando ya formaba parte de la Guardia Verde, que la cerveza de cerezas era la más codiciada y buscada de los «brown». Y sospechó que, detrás de ella, se encontraba la mano de Silekha.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Un relato como la propia cerveza, misterioso y cautivador.
Estaremos atentos…..