Esta mañana, un tuit me ha hecho recordar que me pasé dos años, de lunes a viernes, atravesando un parque con un Nokia ladrillazo en una mano y las llaves en la otra. En el móvil, iba marcado el 112 y el dedo sobre el botón de llamada. La mano que agarraba fuertemente las llaves podía cambiar: o dentro o fuera del bolsillo, era indiferente. La razón de esa costumbre: el miedo a caminar sola de noche por si «pasaba algo». A las nueve de la noche. Con el tiempo, he descubierto que es algo muy común entre las mujeres. Demasiado. Amigas con casi cincuenta años que se van a su casa en taxi después de una noche de juerga y te mandan el número de licencia o la matrícula «por si acaso». Mujeres que en cuestión de segundos toman soluciones para salvar vidas, investigan nuevos tratamientos contra enfermedades por ahora incurables, ingenieras que diseñan las nuevas colas de los aviones más modernos, cierran tratos de millones de euros, las que idean casas inteligentes, las maestras, enfermeras, las que ganan campeonatos de natación y baten marcas, las amas de casa, las que ahora están jubiladas, las que están empezando a salir, las que están en la universidad… todas pasamos por ese miedo. Da igual que seas rubia, morena, alta, baja, gorda, flaca, que lleves minifalda o pantalones, el pelo largo o corto, depilada o con pelánganos, porque el miedo lo pasas exactamente por una sola razón: porque eres mujer. Porque a los tíos os pueden robar en un parque por la noche, pero a nosotras además nos pueden violar. Porque a vosotros os pueden destripar para sacaros los órganos y venderlos en el mercado negro, pero a nosotras primero nos pueden violar y luego destriparnos. Porque, vale, algún colgao os puede lanzar una maceta a la cabeza, pero a nosotras pueden violarnos mientras estamos conmocionadas por el macetazo. ¿Y por qué solo nos puede pasar a nosotras? Porque somos mujeres. No hay otra razón, no hay una selección estudiada y planificada. Solo es por los cromosomas repetidos, porque tenemos un palito más que le falta a vuestra Y. En la cabeza de los que atacan, con palabras o miradas o acosos o agresiones, parece ser suficiente motivo. Porque, cuando volvemos solas a casa por la noche, con Nokia ladrillazo en la mano, llaves o cualquier cosa que a nosotras nos pueda dar un poco de seguridad, ¡como si unas llaves fueran la espada de Lancelot!, que nos digan «¿qué haces tan sola a estas horas?» acojona, mucho. Y claro que apretamos el paso y buscamos rápidamente un camino con algún bar abierto, aunque sea más largo, o un sitio más iluminado, como si las luces fueran a salvarte del ataque, y piensas rápidamente que podrás chillar muy fuerte y algún vecino te oirá, porque estás muerta de miedo. Y aceleras el paso como si corrieras la maratón de Nueva York. Y buscas cualquier ápice de vida, aunque sea un gato callejero, porque estás sola y tienes miedo. Pero que hagamos eso la mayoría no debería ser normal, leñe.
¿Qué pensáis los que hacéis eso? ¿Os sentís más grandes por atemorizar a alguien? No, a alguien no. Porque a mis amigos que volvían solos por la noche a sus casas no se lo decíais, solo a las mujeres. Porque sabéis perfectamente que nos asustamos y pasamos miedo. ¿Qué pensáis? ¿Que si yo estoy en la misma calle que Jon Kortajarena no pensaría que «vaya labios, me los quiero comer»? ¡Pues claro! Pero no se lo voy a decir, aunque lo piense, ¿sabéis por qué? No, no porque La vecina rubia me vaya a pegar un chicle en el pelazo, sino porque sé que eso es acoso y sé que está mal, porque incomoda a la persona que lo recibe, aunque tú pienses que es un jueguecito de flirteo, porque asustas y das miedo a la persona que va tranquilamente por la calle, pensando que se va a apretar un plato de macarrones fríos cuando llegue a su casa después de la noche de juerga que ha pasado. Increpar a una persona con ese tipo de comentarios produce miedo, mucho, de noche en una calle solitaria y de día aunque sea en el supermercado. ¿Lo entendéis? No, no lo entendéis, porque seguís haciéndolo. Como el que nos asustó una noche, saliendo de un callejón, para avisarnos de que acompañásemos siempre a una amiga, porque, si no estaba con él, no iba a estar con nadie. No les salió a sus hermanos, a su padre o al compañero de clase que también la escoltaba; no, nos salió a dos chavalas de 17 años, que volvíamos a casa. ¿Que si hubiera salido al padre, a los hermanos o al compañero de clase se hubieran asustado igual? Pues sí, pero nosotras teníamos que añadir el miedo a una agresión sexual.
Recuerdo a mi «amigo de la feria», un chaval que conocía por amigos comunes, y bajábamos juntos de la feria hasta casa. Teníamos que atravesar el mismo parque que yo cruzaba en invierno con el Nokia ladrillazo y las llaves. Pero, cuando iba con él, no apretaba las llaves fuertemente. ¿Sabéis por qué? Exacto, porque, aunque en el parque también nos podían robar, pinchar, tirar una maceta a la cabeza o destriparnos para sacarnos los órganos, yo pensaba, o mi cabeza o mi inconsciencia o mi educación, ¡vete a saber!, que la violación era menos posible y eso hacía que no agarrara las llaves.
Así que no nos digáis que somos unas paranoicas, porque por el simple hecho de ser mujer tenemos que añadir miedos extras. Porque hemos tenido que desarrollar miradas con el rabillo del ojo para ver si el que está detrás de nosotras aminora el paso o acelera cuando tú lo haces, porque has suspirado cuando has visto que el chaval que venía detrás de ti desde hace cinco minutos ha cruzado de acera para adelantarte, porque cuando estabas haciendo cábalas de por dónde tirar, aunque tardases diez minutos más en llegar a tu casa y, por ende, comerte los macarrones aún más fríos, has visto que el que iba detrás ha decidido doblar la esquina en la calle anterior y te alivia. Y así con quince, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta años… Porque ese miedo no es por ser rubia, morena, alta, flaca, ir con falda o con pantalones, de letras o de ciencias, indie o heavy, es solo por ser mujer. Debemos dejar de agarrar las llaves fuertemente. Debe cambiar. No, cambiar no; debe desaparecer.
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Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Te entiendo desde el otro punto de vista.
Es muy triste que algunas mujeres te miren con cara de miedo cuando te cruzas con ellas en alguna calle solitaria u de noche o muy temprano.
Te dan ganas de decir, tranquila que no pasa nada, que soy una persona normal que va por su camino y punto, pero te cortas porque parece una chorrada decirlo.
Aún así, la mirada esa de la que hablas se ve y mucho. Por desgracia.
Más razones para seguir luchando.
Aun saliéndome del tiesto, no resisto la tentación de recomendaros como imprescindible la estupenda entrevista a Noam Chomsky ,en Babelia. 90 años de lucidez y reflexiones sólidas. Pena que mentes tan preclaras, cuando falten, nos dejen huérfanos de seres inteligentes sin tener sustitutos.
Bestial.
Y, una vez que se ha pasado el miedo, la verdad es que te sientes mal por haberlo tenido… 🙁
Una de cada veinte mujeres españolas ha sufrido este tipo de circunstancia. Y es que hay mucho garrulo y mucho subnormal suelto.
Siento haberte asustado……
Escritura magnífica, relato basado en hechos muy reales, lamentablemente. Y todavía cuestionan – y lo que nos queda- algunos abiertamente, y otros a base de pullas para que no se note la naftalina, la movilización. Por cierto, que no conozco a ninguna mujer que haya menospreciado las diversas huelgas convocadas hasta la fecha.
Pero hasta decir esto que decimos se califica como postureo. En fin…
Ciertamente está bien escrito y es real lo que se cuenta. Afortunadamente en este texto no se menciona al capitalismo, el imperialismo o el heteropatriarcado; tampoco se mencionan las cargas policiales en «Catalunya» y el fin de la aplicación del artículo 155. No adornan el texto banderas de la segunda república, de la CNT o la CGT, Comisiones o UGT. No se ve el color morado de PODEMOS. Cualquier hombre o mujer, padre o madre, cualquier persona de buen corazón entiende y le duele lo que doña Beatriz cuenta.
Curioso, tampoco a Otegui o Venezuela. Eh?
No necesariamente a altas horas de la noche. Hay un tipo de energúmeno andando en moto que aprovechándose de la impunidad de una calle vacía, ve a una chica transitando por la acera, reduce la velocidad y le propina un azote y sale echando chispas, dejándote con las ganas de arrearle una galleta o de llamarle gilipollas. La impotencia que se siente no la entiende nadie que no sea mujer.
Un artículo muy expresivo de la realidad. A nuestras dos hijas siempre les decíamos que no regresaran solas a casa. Y de esto hace ya más de diez años.El problema es contra quien hay que ir en concreto. Cómo atajar el problema antes de que ocurra. Desde luego que educando como medida a medio plazo, pero endureciendo las penas a corto plazo.
La única prevención contra esta lacra es la educación.
De los centros escolares no pueden salir gañanes que se crean superiores a una mujer o la cosifiquen. No pueden salir manadas o babosos; cretinos machirulos o salidos heteropatriarcas.
Una cosa es un enfermo mental, que tiene poco arreglo, y otra un enfermo social que no merece estar en la calle.
Pero ojo, que también hay chicas a quienes les gusta ese tipo de joven chulo y crecido a los que adoran…no hay más observar.
Si, no te digo que no, pero habría que ver el tipo de educación que tienen, la familia de la que provienen, el ambiente en el que se desenvuelven…hay que ver el contexto.
Una cría que viene de una familia normal, donde no hay roles de género, donde se respeta, donde no tiene cabida la violencia, ni el machirulismo, no creo que se fije en un orangután de ese tipo.
De hecho, España es el país de la UE que más dinero gasta en puticlubs. Eso significa algo…no? Y a los puticlubs suelen ir ese tipo de orangutanes.