La llevaron en un remolque hacia la casa. Ella seguía en silencio. La camisa blanca hecha jirones, la cara y los brazos llenos de arañazos que se había hecho con los sarmientos al correr, la falda sucia de la tierra caliza. La misma chica que la había acercado el día anterior a la finca del viejo estaba en la puerta.
—Pero ¿qué te ha sucedido, por Dios? ¡Vamos, pasadla dentro! —Su cara reflejaba angustia.
—Llévame al pueblo. Me quiero ir a casa. El autobús a Madrid sale a las siete y media —dijo Sara, con voz trémula.
—Pero ¿qué ha pasado? —le preguntó intrigada.
—Llévame, por favor. Solo quiero largarme de aquí. —Sara fue hacia el coche que la había traído el día anterior y esperó a que abrieran la puerta. De camino al pueblo, esta vez sin música, las dos mujeres iban en silencio.
—Tiene fama de cerdo. ¿Te ha hecho algo? ¿Ha abusado de ti? —Sara calló ante las preguntas—. Si te ha hecho algo, tienes que denunciarlo. Te llevo al hospital y a la policía. Yo te acompaño. —Sara seguía muda—. ¡Qué hijo de puta!
—Solo llévame al autobús. Quiero llegar a casa —Sara encendió el USB de música y tarareó: «Hoy será un día de mierda».
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En el autobús, conforme se iba acercando a Madrid, empezó a relajarse. La bolsa roja seguía en sus brazos, y la apretaba con fuerza. «Dentro de poco, en casa». Y sonrió. Se permitió que un taxi la llevara hasta casa. Subió a la cuarta planta de su piso en el extrarradio. Abrió la puerta y dejó las llaves en una cajita de madera, que reposaba encima del taquillón del recibidor. En el minúsculo salón de su pequeño apartamento, se tumbó en el sofá. «A salvo». Miró el móvil por enésima vez por si había alguna llamada, pero estaba en blanco. «Buena señal», pensó. Miró las cinco damajuanas que había comprado en una tienda barata de decoración el septiembre pasado. Justo cuando había comenzado a idear su plan. Abrió la bolsa roja.
Contempló los paquetes de billetes de cincuenta euros, perfectamente alineados, ajustados con gomas marrones de oficina. Los fue sacando poco a poco. Dejó de contar cuando llegó a los cien mil. Todavía quedaban más dentro de la bolsa. Se acercó a la tercera damajuana y le dio la vuelta. Giró la base y sonó un clic. La destapó y comenzó a meter los fajos.
«Y ahora, pequeña, te contaré mi secreto. No puedes decírselo a nadie. La tercera barrica, la de en medio, es mágica. Y hace billetes, billetes que guardo para no compartir con nadie, billetes que nadie sabe que existen. Es mi tesoro». El viejo empujó suavemente la barrica, que se balanceó levemente. Sara miraba expectante, con sus trenzas pelirrojas y sus ingenuos diez años. El viejo rodeó la parte de abajo con las dos manos; con un pequeño empujón, sonó un clic y la base de la barrica quedó en sus manos. Comenzaron a caer fajos de billetes, de todos los colores, de todos los tamaños. Era una lluvia de dinero, literal. Todos enfajados, con gomas.
Así recordaba Sara la historia. Y así la había mantenido en su memoria. Se encendió un cigarrillo mientras pensaba en lo bien que le había salido la jugada. Todo al milímetro, hasta las reacciones del viejo. «¡Qué previsible!». Llegar de noche cuando ya no quedaran jornaleros ni remolques por las carreteras. Conseguir que le dejara entrar con la excusa de recordar viejos tiempos, sabiendo que el viejo se moría por tener algo de compañía, más si era una mujer bonita. Jugar a seducirlo para bajar a la bodega. Emborracharlo. No había contado con la fuerza del viejo, pensaba que estaría más achacoso y no se le lanzaría encima, pero había conseguido zafarse de él. Cuando terminó de recoger los billetes de la barrica, se agachó para comprobar que aún tenía pulso. Solo estaba inconsciente. Lo imaginaba ahora maldiciendo. No denunciaría el robo ni por asomo. Ese dinero en teoría no había existido nunca, así que… ¿qué iba a decir? ¿Que una mujer, asustada, le dio un golpe en la cabeza cuando se abalanzó sobre ella?
«La barrica mágica, viejo». Que la salvaría del año en paro y de las amenazas de su casero. Decidió darse un capricho y salir a comer a un restaurante. Al llegar, pidió un arroz meloso con bogavante.
—Para beber, vino. De La Mancha. —Cerró la carta—. Que sea tempranillo, eso sí.
—
Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira
Y es que, en contra de lo que se cree, la realidad, a veces, supera a la ficción.
Otras veces, la realidad es un infierno, y eso hay que contarlo…..
Giro inesperado en la acción y, como moraleja : el que roba a un acosador, doscientos años de perdón. Seguiremos atentos al desarrollo del relato.
Pues ya está acabado. Lo escribí para un concurso y estaba limitada por páginas. .