Y llegará septiembre (1)

Sara corría, sin mirar atrás. No pensaba que el viejo le pudiera dar alcance, pero tampoco estaba segura de que el golpe lo hubiese dejado inconsciente durante mucho rato. La visita se había complicado. No contaba con ello. Al salir de Madrid, mientras iba en el autobús que la dejaría en un pueblo de La Mancha, todo le parecía más sencillo. postales-desde-itacaRecordaba bien el trayecto hacia la finca del viejo. Desde la plaza del pueblo, caminó, dirección sur, hacia las afueras. Un recorrido que había hecho varias veces de pequeña, de la mano de su padre. Venían a finales de agosto para la vendimia, que les permitía respirar un poco hasta las navidades. Los tres juntos, y felices, así lo recordaba.

Llegó a la bifurcación de las fincas. El vasto paisaje de vides la dejó fascinada. El peculiar verde de las viñas, que, enhiestas, se alzaban majestuosas en la inmensa llanura manchega. Respiró profundamente, mientras acudían a la cabeza las risas de su madre y las canciones absurdas que se inventaba su padre. Un pitido de coche la sacó de sus pensamientos.
—¿Quieres que te lleve a algún sitio? —Conducía una mujer joven, quizás de la misma edad que Sara—. Es un poco peligroso que vayas por la carretera. Están viniendo los remolques aún a las bodegas y pronto se hará de noche.
Sara pensó que la podría acercar hasta el camino del viejo. Por allí, no pasaría ya ningún coche.
—¡Gracias! —dijo, abriendo la puerta del copiloto—. Voy hacia Las Adormideras. —Se sentó. La canción que sonaba le hizo sonreír. «No, hoy no será un día de mierda para mí».
Hablaron poco, sobre el tiempo, de dónde venía, cuánto tiempo pensaba quedarse… Quince minutos más tarde, llegaron al cruce.
—Te dejo aquí entonces. No me importa acercarte, si quieres —La joven la miraba con ojos vivaces, tal vez muerta de curiosidad por saber qué iba a hacer a la finca del viejo. Sara supuso que tenía que dar alguna explicación.
—No, de verdad, muchas gracias. Me apetece hacer este trecho caminando. Yo venía de pequeña a acompañar a mis padres a la vendimia y nos alojábamos allí. Quiero recordar esos tiempos. Seguro que al viejo le hace ilusión verme —Sonrió, mientras bajaba del coche y cogía su bolsa de viaje roja—. ¡Muchas gracias de nuevo!
—Como prefieras, pero el viejo gasta muy mala leche. Toma mi teléfono por si acaso a él no le emociona tanto como a ti y quieres volver al pueblo. Yo estaré en la finca contigua —señaló al frente. Una enorme casa blanca se levantaba entre los viñedos. Era una típica casa manchega de labranza, recién encalada, con el azulete bordeando las paredes. Sara la recordaba igual de blanca—. Y no te preocupes por las horas, que me acuesto tarde —le dijo mientras le entregaba un papel con su número de teléfono anotado. Se despidió con la mano, subió el volumen de la música y se fue cantando: «Hoy será un día de mierda…».
Sara se dirigió hacia el camino de la finca del viejo. Seguía sin asfaltar, las piedras por el camino, bordeado por pinos. Se echó la bolsa a la espalda y comenzó a andar, silbando la pegadiza melodía. Al llegar a media altura de la aburrida recta, se paró. A ambos lados, portalones de tablas, el de la izquierda, lijado, barnizado y recién pintado de marrón. El de la derecha, destartalado, ni siquiera encajaba bien para cerrarse; los tablones, descoloridos por el sol, y un cartel, viejo y oxidado, que rezaba: «Propiedad privada». Sara se dirigió hacia ese. Tomó aire, lo exhaló lentamente y abrió el portalón. La noche ya había caído, pero, aun sin ser luna llena, se veía bastante bien en la oscuridad. Aquellas vides no lucían tan verdes como las que había visto en el viaje. Estaban muy descuidadas. Exiguos racimos colgaban de ellas. El caserón del viejo, donde antaño los vendimiadores que venían de fuera se alojaban, estaba medio derruido. Sara comenzó a arrepentirse de haber venido. Quizás, todo lo que recordaba de allí también se había destruido con el paso del tiempo. No parecía quedar nada de aquellas tardes de fin de verano, donde había música, risas, chistes, juegos para los niños, cenas frugales regadas con el vino que el viejo les ofrecía. Desde una de las ventanas de abajo, donde recordaba que estaba el salón, salía una luz tenue. «Al menos, hay alguien en la casa». Llamó decidida con tres golpes de aldaba.
(Continuará…)


Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira

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