Manuel Cabezas Velasco.- Juan Martínez ya había terminado de escribir la respuesta que Sancho de Ciudad le requería, por mediación de su criado Juanillo. Tras abandonar su estancia, destinada a cualquier tipo de transacción que realizaba proveniente de sus intereses vinculados al ganado ovino, encaminóse a la cocina. Allí el joven criado, haciendo tiempo para su regreso, se mostraba de lo más dicharachero con las muchachas que andaban enfrascadas en sus labores culinarias. El silencio se hizo al notar la presencia del amo.
– No os preocupéis si este muchacho es impertinente o algo atrevido, pues sé de buena tinta que ya sus desvelos están depositados en otra muchacha. Además, me lo llevo para que continuéis con los preparativos de la comida, que a mí sí que me es más útil – dada la premura de la respuesta que había solicitado el heresiarca, el humor del señor Martínez se tornó algo hosco, aunque sólo fuese de fachada – pues por dentro no paraba de reír ante tal situación – para mantener la autoridad sobre su personal de servicio. De esa guisa irrumpió en la estancia para recoger al muchacho, apartándose del resto y yendo hacia la entrada, donde andaba ya esperando su criado Antonio – Aquí tienes lo que debes entregar a tu amo. Él ya sabe los detalles de dónde se halla nuestro punto de encuentro, lejos de nuestras residencias, pues a buen seguro nos estarán vigilando.
– Sí, señor, sin más demora, inicio mi regreso, y gracias por el almuerzo, pues apenas había probado bocado esta mañana – solícito el muchacho, despidióse del propietario de ovejas y de su criado, atravesando la puerta principal con cierta cautela, siempre poniendo la mirada en las posibles gentes acechantes que encontraría a su paso.
En poco tiempo, el muchacho había vuelto a la casa de su señor. Al igual que con su amo, Juanillo se había ganado la confianza de los socios y amigos del heresiarca, conociendo sus ritos y costumbres judaicos. Por ello, el propio Juan Martínez no había variado sus rutinas y seguimiento de sus preceptos judaicos – a veces se le había observado cumpliendo sus leyes en cuanto a comer alimentos kosher o desechar los que no lo eran, otras veces le había visitado un sábado y contemplaba cómo no se realizaban tareas en la casa para cumplir el Sabbat, por mencionar algunas de sus costumbres – aunque estuviese en presencia del muchacho.
Sancho esperaba a Juanillo impaciente en su despacho, tratando de organizar algunos documentos y de poner otros a buen recaudo, para que no cayesen en las manos equivocadas. Tras unos leves golpecitos en la puerta, el joven criado estuvo frente a frente con su señor.
– Gracias, muchacho. Acércate a la cocina y que te den de comer pues, con creces, te lo has ganado. Nunca olvidaré tu lealtad y tendrás siempre mi apoyo para formalizar tu relación con la joven esclava de Juan Falcón, de la que sé que estás muy enamorado. Trataremos más adelante ese asunto, pues te lo mereces. Ahora déjame con mis despachos y recupera algo de fuerzas pues vienen días muy duros – el heresiarca reconoció la valía de su leal criado, recordando cómo no se había equivocado su mujer años atrás al rescatarlo de las garras del tendero que, en otro tiempo, pretendía darle caza.
– No se preocupe, mi señor, pues siempre la deuda la tendré con vos, y además ya probé algún bocado en casa del señor Martínez mientras esperaba respuesta. Continuaré con las tareas pendientes hasta que me necesite para cualquier otro menester – respondió agradecido Juanillo, abandonando la estancia en dirección hacia la cocina primero y continuar luego con aquellas tareas que tenía aún pendientes de la mañana.
El clima convulso que reinaba en la ciudad en los últimos tiempos invitaba a ser lo más cauto posible a la hora de planificar cualquier salida de la misma. Tras los tumultos de los que los conversos fueron víctimas, la huida se hizo necesaria, más aún si cabe desde el momento en que habían tomado parte del bando perdedor en las aspiraciones a trono castellano. Sancho y muchos de sus correligionarios habían apoyado la causa portuguesa, abogando por la sucesión por parte de la Beltraneja, aunque el joven matrimonio de Isabel y Fernando se hizo con dicho triunfo, siendo la propia Isabel la que se enfundase sin miramientos la Corona. Aquella decisión tomada por Sancho y sus amigos le acarrearía algunas represalias por parte de los vencedores, haciendo su vida más difícil, mucho más allá de las trabas recibidas en el estricto cumplimiento de sus preceptos judaicos. Sin embargo, sus creencias religiosas también serían estrechamente supervisadas por mediación de la estrecha vigilancia que el arzobispo de Toledo, don Alonso Carrillo, sometería a la comunidad conversa. De esta forma trataba tanto restañar las heridas que había provocado su “traición” al haber apoyado al bando portugués al optar al trono castellano como mantener su posición de autoridad sobre el territorio del Arzobispado de Toledo y el Campo de Calatrava. Tras la victoria de Isabel, el arzobispo, acérrimo opositor a la misma y amparándose en el uso de sus propias facultades, decidiría enviar a Ciudad Real a un licenciado que iniciase las pesquisas pertinentes para localizar los posibles focos de herejía existentes en la ciudad. Las labores inquisitoriales fueron encargadas a don Tomás de Cuenca y, como promotor fiscal, sería designado a don Juan de la Torre. Todo ello obedecía a las envidias que los cristianos viejos sentían ante el creciente poder tanto en el concejo como económico de que gozaban algunos conversos, motivos que habían servido de excusa perfecta para iniciar los motines anticonversos que Sancho de Ciudad y sus compañeros de fe habían soportado en fechas pasadas.
Tras la lectura sosegada de la misiva recibida de Juan Martínez, el heresiarca nuevamente se dispuso a retomar las tareas que estaba llevando a cabo en su despacho. Parecía que todo lo que había leído no le causaba sobresalto sino más bien todo lo contrario. Entonces Sancho se dispuso a redactar una nueva carta, dirigida a un nuevo destinatario. A partir de ese momento, no había tiempo que perder. Juanillo iba a ser avisado de nuevo, esta vez teniendo por destino la casa del gran amigo y protector de Sancho, Juan González. Esta tarea no parecería entrañar tanta dificultad por la proximidad y el conocimiento de la residencia del anciano regidor, en el barrio de Santiago, ubicada en la calle de su mismo nombre. Sin embargo, dada la relevancia del personaje y el papel que representaba dentro de la comunidad conversa y la cercana vinculación con el propio Sancho, la estrecha vigilancia sobre el mismo sería, a buen seguro, mucho mayor y las precauciones de Juanillo también deberían ir en consonancia con tal cautela.
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Los rumores de la existencia del aparato inquisitorial en tierras de Aragón habían cobrado visos de realidad. Nadie que no seguía sus reglas estaba a salvo. Los cristianos nuevos eran los que en particular serían perseguidos con mayor virulencia. Bien sabían Cinta e Ismael, por sus amigos Sancho y María, las consecuencias que conllevaba tener en contra al Santo Oficio. También de eso sabía bastante el maduro impresor Alantansi y, desde entonces, la vida en Ixar pareció tornarse menos placentera.
– Muchacho, debemos acelerar el paso con la impresión del Pentateuco. No hay más tiempo que perder y, como ya bien sabes, debemos extremar las precauciones a partir de ahora – la experiencia de Eliezer en las cosas de la vida y el cariño que sentía por el muchacho, casi paternal, le llevaba a protegerle incluso llegando a enfrentarse con sus propios socios del taller.
– Siempre estaré agradecido por haber sido acogido por la señora Mariam y haber encontrado a un padre en Usted, pues del mío ya no recuerdo ni su voz ni su rostro. Era demasiado pequeño cuando me vi obligado a deambular y vivir el día a día, hasta que tuve la fortuna de conocer en tierras extremeñas a un librero que iba demasiado cargado y necesitaba algo de ayuda. A partir de ahí, empecé a tener algo que llevarme a la boca de vez en cuando, pero uno fue cumpliendo años y necesitaba algo más. Un día en Ciudad Real me encontré enfrente de un ser que parecía angelical. No daba crédito de la hermosura de aquella muchacha, que, por sorpresa para mí, clavó sus ojos devolviéndome la mirada. No sé si sería amor a primera vista o eso ya viniese después, pero desde ese instante me volví algo descuidado con el librero, pues a veces perdía o se me caían cosas por estar pensando siempre en ella, y un día ya no pudo más conmigo y decidió que ya no me necesitaba. De lo demás, no hace falta mencionar nada, pues ya se lo conté al conocernos.
– Entiendo tus circunstancias y, por eso mismo, debemos ser precavidos en cualquiera de nuestros actos, no sólo por nosotros sino por la responsabilidad que conlleva tener a más personas a nuestro cargo, tu propia familia en tu caso. La protección del Duque no sabemos si será suficiente para contrarrestar el poder del aparato inquisitorial. Por ello, debemos continuar con la impresión para acabarla cuanto antes. No sabemos si habrá alguna más porque las circunstancias nos sean adversas.
– Entiendo que ustedes, los conversos, corren serio peligro al ser perseguidos por lo que se conoce como Inquisición. Sin embargo, vuestra preocupación no me encontrará descuidado al respecto, ya que nosotros, por nuestra relación extramarital, también seríamos perseguidos y no sabríamos qué hacer ni qué harían con nuestro hijo. Por ello, no hay nada más que me pueda decir que ya no sepa, le ayudaré siempre en lo que me necesite. Sigamos con ese hermoso libro que tanto respeto le causa – respondió el joven Ismael dejando atónito a su maestro ante la madurez que en tan poco tiempo había adquirido su aprendiz.
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Las negras nubes que planeaban encima de las aguas del Mare Nostrum comenzaron a descargar, con gran virulencia, gran cantidad de agua y relámpagos que hacían más difícil la travesía de los conversos. El aviso de Sancho a sus compañeros de viaje, tras la conversación mantenida con Núñez, el patrón de la fusta, no calmó los ánimos de los tripulantes, pues ninguno de ellos se había embarcado en una travesía de tan largo recorrido y en tan serias dificultades.
Las miradas entre ellos estaban llenas de temor e incluso pánico, principalmente las de las mujeres, pues los hombres debían mantener las formas para mantener la calma y tranquilizar a sus respectivas esposas.
La más nerviosa de todas, sin duda alguna, era la joven Isabel que, dado su estado de buena esperanza, estaba más sensible aún si cabe. A su lado siempre se hallaba el ojo derecho de Sancho, su hijo y socio Juan, que velaba por la salud de su mujer, tratando de serenar sus ánimos.
– No te preocupes, Isabel, la tormenta pronto pasará. El sol volverá a brillar y continuaremos riéndonos de lo que ahora tanto nos acongoja – Juan de Ciudad, aunque nervioso, transmitía una gran serenidad tal y como había aprendido de su padre, quien se hallaba siempre en un estado aparentemente calmado, a pesar de todas las desventuras que, a lo largo de los años, había tenido que soportar.
Mirando aquella escena llena de ternura, los maduros María y Sancho también recordaron la joven pareja que habían dejado días atrás con su recién nacido retoño.