Manuel Cabezas Velasco.- Todavía recordaba Juan Martínez cómo llegó a conocer a la familia de Sancho de Ciudad. El motivo había sido alguna disputa con el marido de una sobrina suya, el conocido lencero Álvar Díaz, quien era propietario de una casa – tienda en la conocida alcaná de San Antonio, aquella alcaicería que se hallaba ocupaba por tiendas que ofrecían gran variedad de productos, allá por la calle de la Correhería.
Como hombres de negocios del comercio textil que eran, realizaban con cierta frecuencia algún tipo de transacciones. En una de ellas, Juan Martínez no aceptaría el juramento de “Dios bibo” que había expresado Alvar Díaz. Todo lo contrario, exigió que dicho acuerdo estuviese sellado bajo el juramento de la ley de Moisés. Esta tensa situación se resolvió, aceptando el lencero y iniciándose desde entonces una cordial amistad entre él y el propietario de ovejas. Así también pasaría a formar parte del entorno de Sancho de Ciudad. Ya habían transcurrido siete años de aquel episodio entre Alvar y Juan y, por ello, cuando en la reunión en la que se citaron Sancho y Martínez junto a Juan González Pintado, nadie se sorprendería de la presencia del ovejero, además de que era digno de confianza para trazar el plan de huida con destino hacia la vecina villa almagreña, en la cual también gozaba de ciertos contactos, algunos de ellos familiares cercanos.
Las idas y venidas en la casa de la torre de Sancho de Ciudad se hicieron frecuentes durante los días previos a la prevista fuga, pues había que planificar de forma escalonada cómo irían marchándose sin levantar sospechas al abandonar Ciudad Real.
– Juanillo, necesito que lleves esta carta al señor Martínez de los Olivos, sin más demora. Deja cualquier cosa que estés haciendo. Es urgente – requirió con premura la lealtad y eficacia del muchacho.
– No faltaba más, mi señor. Dejaré para la tarde algunas faenas que no necesitan mi presencia. ¿Necesito que el destinario me dé respuesta o alguna indicación más? – respondió solícito el fiel criado que, en tan poco tiempo, habíase ganado la total confianza del heresiarca.
– Sí, que te den respuesta. Anda, vete enseguida – respondió Sancho. En ese mismo momento, el muchacho se despidió de su amo para cumplir el encargo.
En el preciso instante en el que Juan Martínez recordaba las circunstancias en que había conocido a la familia de Sancho de Ciudad, se oyeron algunos golpes que venían del exterior, procedentes de la puerta principal de su propia residencia.
– ¿Quién va? – preguntó a lo lejos el criado más veterano del propietario de ovejas. Aún no parecía encontrar respuesta cuando al otro lado de la puerta se halló.
– … Soy Juuuanillo…, el criado … de don … Sancho – respondió con dificultad el muchacho, al haber acelerado de tal forma el paso que apenas le habían quedado fuerzas para contestar.
– ¡Joven Juanillo! ¿Qué te ocurre? – tras comprobar el criado del ovejero la identidad de quien llamaba, dejó que franquease la entrada para recibir las noticias que traía. En ese momento el jovenzuelo parecía estar exhausto y apenas articuló palabra. ¿Quieres un poco de agua? – al ver las dificultades del muchacho le tendió un pequeño vaso para aliviar su falta de aliento. El muchacho, sin demora, recogió el ofrecimiento y bebióse de un trago su contenido.
– ¡Grrrracias! Lo necesitaba. No hay tiempo que perder. Esta carta me la dio mi señor don Sancho para que fuese entregada a don Juan, en espera de ser respondido de inmediato.
– Espera aquí muchacho. Voy a hablar con mi señor y te aviso con su respuesta. Vuelvo enseguida – el fiel criado de Martínez de los Olivos, buen conocedor de su saga familiar, fue solícito en busca de su amo, al que ya servía desde muchos años atrás.
La estancia donde se ubicaba el despacho poseía lo más básico de un hombre de negocios dedicado al mundo de la lana, era discreto si se comparaba con otros pertenecientes a los prohombres de la comunidad conversa ciudadrealeña que ocupaban cargos públicos, como eran los reconocidos Sancho de Ciudad y Juan González Pintado. Aun así, tenía un mobiliario que denotaba la prosperidad que le había supuesto la explotación de su ganado ovino, del cual había obtenido importantes beneficios en el lavado y cardado de la lana del mismo.
Además, a tal posición económica próspera para un converso le sumaba que siempre había mantenido su fidelidad en el seguimiento de los principios que regían la ley mosaica como siempre ponía de manifiesto con el uso de ropas limpias cuando llegaba alguna festividad, lejos de la vida rutinaria de cualquier cristiano viejo. Todo ello le había granjearse enemigos, principalmente en el mundo de los cristianos viejos, aunque también hubiese entre sus correligionarios, manteniendo por ello las reservas y las cautelas que se requerían, más aún si tenía entre los vecinos próximos a su morada a cristianos viejos tan insignes como Fernando de Treviño.
Antonio Gómez se llamaba el criado que llevaba tiempo al servicio de don Juan. Llamó a la puerta de la estancia de su amo y en ese momento se oyó al otro lado de la puerta:
– Adelante – respondió, parco como de costumbre, el ovejero.
– Señor don Juan. Acabo de llegar el joven criado de don Sancho de Ciudad con esta misiva para usted. Me ha dicho que necesita su respuesta.
– Hazle pasar de inmediato.
– Vuelvo enseguida.
El maduro Antonio encaminó sus pasos en busca del joven y cuando llegó a su altura le indicó que le siguiera.
Ambos llegaron a la estancia del señor de la casa y este inquirió al muchacho.
– Dime, muchacho. ¿Qué desea tu señor para tantas urgencias?
– Creo, discúlpeme don Juan, que si ha leído el contenido de esa carta, conoce que ha llegado el momento de ponerse en marcha. Sólo necesito que me responda a lo que mi amo le escribe para entregárselo en persona. No hay tiempo que perder, sin más demora, esas fueron sus palabras.
– Entiendo muchacho, veo que vienes exhausto de tan urgente encargo. Puesto que necesito unos minutos para escribir unas líneas, que te acompañe Antonio a la cocina y yo mismo iré a buscarte en cuanto tenga la respuesta.
– Gracias, señor, así lo hare.
o0OOO0o
Sobre la cena en la casa de la señora Mariam planeaba un largo silencio. A pesar de que todos los moradores de la misma habían regresado pronto al entorno familiar y pudiendo disfrutar así durante más tiempo de las travesuras del pequeño, la seriedad de los rostros tanto de la anciana como de la joven pareja mostraba el temor de las nuevas noticias que habían llegado y el peligro que corrían al iniciarse la persecución de los judeoconversos y de todos aquellos que formaban parte de su círculo de amigos. Ahí es donde se encontraban atrapados Cinta e Ismael, los jóvenes cuyo amor furtivo había florecido en tierras de Ciudad Real y que obligaría a su huida sin retorno.
A ello se unía, además, la denuncia del marido de la joven madre, Alfonso García, tras su regreso en busca de su mujer al finalizar su servicio en las huestes del rey aragonés que había encabezado junto con su esposa Isabel la pugna por la sucesión al trono castellano. Alfonso, aún perteneciente a las huestes castellanas, en una de aquellas escaramuzas, había conocido y entablado amistad con el padre de Cinta, algo que supondría inicialmente una gran protección para la joven ante la pronta pérdida de su padre, aunque por su mal carácter que a veces se tornaba violento, había provocado el efecto contrario en la muchacha.
Desencantada del amor por un soldado valiente, hallaría en las calles de Ciudad Real a un joven que portaba los libros que vendía su amo, un librero, con el que había deambulado por diversas ciudades de Castilla. Así, la semilla del amor comenzó a germinar entre ambos muchachos, aunque su fogosidad les llevaría a intimar de tal manera que Cinta quedaría preñada. El temor ante una más que probable reprimenda en forma de brutal paliza por parte del soldado les llevaría a idear un plan de fuga que les alejase del mismo. En esa huida darían con Sancho de Ciudad y su familia, para poco tiempo después llegar a la modesta población de Ixar en la que ahora se encontraban.
De nuevo por sus cabezas rondaba la idea de una nueva huida, pues su relación extramarital no estaba bendecida por la Iglesia.