La marca personal

Forjarse un estilo propio, singular, inigualable, reconocible aun sin firma o signo tangible alguno, es y ha sido la obsesión que cualquier clase de artista ha tratado de buscar afanosamente: el famoso sello personal.

La expansión de la idea hizo furor. En poco tiempo no había directivo, ejecutivo, vendedor, secretaria, ascensorista –bueno, estos ya no existían- que no trataran de emular a los pioneros, o superiores jerárquicos, en la busca de su propio sello, su propia imagen. En términos posmodernos, esa cosificación de la persona se denominaría marca personal.

Se trataba de aplicar a la persona las argucias mercadotécnicas.

El caso es que aunque la mona se vista de seda, mona se queda, dice el refrán. Pero la sabiduría popular ha caído en desuso. No congenia con el progreso permanente que la ilustración prometió y los pijoprogres reivindican abducidos por un mecanicismo de otros tiempos.

Voy  a decir una frase poco correcta políticamente: La Universidad pública, de seguir así, acabará por no servir para nada. De continuar su deterioro, sus títulos no llegarán ni a ser papeles mojados.

Nuestros hijos y nietos saldrán con titulaciones inútiles llamadas con rimbombancia universitarias. El conocimiento adquirido será muy inferior al requerido en la vida real. Se crearán frustraciones. Entonces lamentarán para qué haber estudiado esto o aquello si, a la postre, deberán trabajar en tareas muy inferiores a las de su currículo académico. En tal caso, alguien debería recordarles las manifestaciones protagonizadas en defensa de no llevar deberes a casa cuando eran más jóvenes, o las sucedidas después cuando se exigía pasar de curso con un desconocimiento más que sospechoso de las materias del programa. Si alguien les razonaba la necesidad del mérito en la sociedad, era tachado de carca, retrógrado, cuando no facha, epítetos muy habituales para descalificar por las buenas a quienes trataban de poner algo de cordura en el desenfreno del aprobado “cuasi” general. Pero ya no habrá solución. Tendremos ingentes licenciados, graduados, másteres, o quién sabe cuántas cosas más, con las paredes de sus dormitorios empapeladas de títulos con un valor discutible. Y los padres que les seguían el juego, cuando no fueron ellos mismos los inductores del “es que tienen que estudiar mucho”, exigirán a las autoridades de turno el deber de ofrecerles un trabajo acorde a su titulación.

Y se enfadarán. Y como de pequeños y adolescentes, cuando se congregaban pidiendo menos horas de estudio en casa o mayores facilidades para aprobar, volverán a concentrarse, esta vez para pedir a la sociedad un trabajo y salario dignos, sin asumir –ojalá no suceda- la inutilidad de los recursos públicos malgastados para obtener unas titulaciones que nunca merecieron por falta de idoneidad para ejercerlas.

Este futuro ya está aquí. No es ciencia ficción.

Entretanto, sus señorías, los señores y señoras diputados, seguirán discutiendo sobre el monto de los presupuestos educativos, sin entender que el problema ya no está en el número de alumnos por profesor; ni si deben decir alumnado para no ofender, no se sabe a quién, si a alguien se le escapa la palabra alumnos, etc, etc, etc. El problema será que la enseñanza pública se habrá convertido en una bazofia, a pesar de ser universal, de que los colegios, institutos y Universidades tengan estupendas instalaciones deportivas, y hayan generalizado el aprendizaje del inglés, aun a costa del buen dominio del español. Familias enteras comenzarán a caerse del guindo sobre los esfuerzos realizados para que sus hijos recorrieran Europa practicando el idioma de un Shakespeare que, en realidad, nadie sabe quién fue a ciencia cierta.

Atravesar el mundo, Europa, qué más da, gastándose los ahorros familiares para aprender la lengua del “Viernes Negro” mientras se pasan cursos de la carrera sin merecerlo, es el mayor de los papanatismos.

Siempre quedará el consuelo de dedicarse a “youtuber”. Dicen que si uno es simpático, constante, tiene muy buen rollo y consigue muchas visitas, se gana un pastón. Yo no conozco a ninguno, aunque aseguran que haberlos haylos.

¡Pues ya está! Acabamos de encontrar acomodo a los miles y miles de titulados sin salida profesional acorde a sus esforzados estudios, cuando, al regreso de su viaje iniciático angloparlante, descubran que su titulación emitida por una Universidad pública absolutamente devaluada es inservible.

Pocos asuntos hay más urgentes que elevar el grado de exigencia de la Universidad. No hacerlo será aceptar insensatamente el desguace de una institución emblemática para alcanzar la igualdad de oportunidades. Y será por la irracionalidad en grado continuo de educadores y educandos, por la complicidad sospechosa de los políticos, y la necedad de unas familias que pensaron que lo importante no estaba en el saber sino en un papel conseguido de cualquier manera.

Y tal como vienen los tiempos, no serán los enseñantes quienes muevan un dedo; ni los políticos. O se movilizan los propios educandos y sus familias, en un ejercicio de alta responsabilidad, a favor de un mayor nivel de exigencia educativa, o esto tendrá difícil solución.

Sin tapujos
Marcelino Lastra Muñiz
mlastramuniz@hotmail.com